Hace algunos días, Ismael Peña-López publicó una interesante entrada sobre la necesidad de desinstitucionalizar la educación con objeto de adaptarla a la nueva economía digital (o, más bien, de reinstitucionalizarla, tal y como matiza en los comentarios). La pregunta fundamental del post era si continúa siendo útil concentrar físicamente el acceso al saber en una época caracterizada por la ubicuidad de la información y la cultura, es decir, si es viable mantener el modelo ilustrado de educación y sus instituciones totémicas: escuela, biblioteca, universidad, museo...
En una línea similar se mueve otro artículo, recientemente publicado por Dolors Reig, que recoge varias afirmaciones pronunciadas en el Global Education Forum 2010, además de un excelente vídeo que sintetiza las ideas de Ken Robinson al respecto.
El diagnóstico es bastante claro: el sistema actual, concebido en función de los principios de la Ilustración y adecuado a los propósitos del Industrialismo, está dislocado del nuevo contexto económico y cultural, en el que se antoja terriblemente ineficaz. Su apego a la idea académica del conocimiento y a una pedagogía prehistórica es contraproducente, ya que cercena la capacidad creativa del alumno, sometiéndolo a modelos de comunicación anacrónicos y suscitando su aversión.
¿Cuáles son las posibles soluciones? Existen muchas direcciones en las que avanzar. Se constata la necesidad de introducir un componente lúdico en la enseñanza, que estará claramente condicionada por la adopción de las tecnologías de la información; se hace hincapié en la educación emocional, en un enfoque personalizado y en la ruptura con los corsés que imponen las diferentes disciplinas de estudio.
Personalmente, creo que la enseñanza debe desplazar progresivamente gran parte de los contenidos en favor de las metodologías, esto es, sustituir el culto a la memorización por el estímulo y el desarrollo de diferentes aptitudes y actitudes. La gran asignatura pendiente del sistema educativo es fomentar el pensamiento crítico, el cuestionamiento de lo comúnmente asumido, la reflexión pluriperspectiva... Todo aquello necesario para que cada alumno tenga criterio propio.
En este sentido, pienso en los centros educativos como en una suerte incubadoras culturales, como laboratorios en los que sea factible aprender creando, participando de proyectos colectivos surgidos del propio alumnado. Esto desembocaría en relaciones cruzadas, grupos de composición variable, investigaciones transversales y una dinámica de trabajo en permanente revisión y reformulación.
El mismo modelo podría ser perfectamente válido también para la enseñanza superior... Aunque en este ámbito los problemas son otros, más complejos. Se incide en la necesidad de colaboración entre el sector público y el sector privado, entre la universidad y la empresa, pero llevar esto a sus últimas consecuencias sólo supondrá el triunfo incontestable de la racionalidad instrumental. Si hay algo meritorio en el viejo modelo universitario, esto es, paradójicamente, su lectura idealista del papel del conocimiento en la vertebración de la sociedad; un tipo de conocimiento muy concreto, claro, académico, fundado en una cultura occidental, logo y falocéntrica, pero defendido, en cierto modo, por encima de contingencias económicas.
Digo esto porque se acumulan artículos extraordinariamente documentados en relación con la adaptación de la educación superior a las exigencias del mercado. Se habla de especialización y productividad, pero siempre a nivel económico. ¿Qué hay de la producción social y cultural? ¿Formaremos individuos perfectamente integrados en el sistema pero incapaces de cuestionarlo? ¿Desterraremos todas las áreas de conocimiento "improductivas" desde el punto de vista del tejido industrial? ¿Ignoraremos los beneficios sociales derivados de ámbitos de trabajo económicamente deficitarios?
Por mucho que queramos liberarnos de todas las ataduras, para desterrar una vieja visión dogmática tendremos que consensuar un nuevo corpus de valores, en relación con todos los cambios tecnológicos y socioculturales que han tenido lugar en las últimas décadas. Si la rentabilidad económica es la piedra angular de este proceso, lo único que haremos será sustituir unos dogmas por otros. La gestión pública de la educación no ha sido en absoluto ejemplar, pero no podemos esperar que la intervención del capital se plantee en términos salvíficos. Gran parte de la educación debería ser juzgada en función de criterios cualitativos, no cuantitativos.
Necesitamos una solución equilibrada, un sistema abierto, permeable y flexible, en las antípodas del estatismo hierático del que hasta ahora hemos conocido.
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