sábado, 15 de enero de 2011

Matizando conceptos: arte y cultura

A la hora de debatir, los matices son realmente importantes. No siempre decimos lo que queremos decir; a veces decimos exactamente lo contrario de lo que pretendemos y, en ocasiones, simplemente no sabemos de qué estamos hablando. Con frecuencia infravaloramos el lenguaje, olvidando que, además de una llave de acceso al conocimiento, es uno de los principales instrumentos de poder, la herramienta de control y manipulación por excelencia.

Pensaba en esto, ayer, mientras veía en diferido la Redada 3, en la que los términos arte, cultura, ciencia, creación, creador, producto cultural y artista eran utilizados para aludir a una cantidad infinita de ideas, en algún caso antitéticas. Por momentos, la confusión conducía a una auténtica anarquía conceptual en la que Javier de la Cueva trataba de poner orden en vano. Tal vez no era el lugar apropiado para entrar en disquisiciones sobre los términos antedichos, pero lo cierto es que es difícil articular un debate como el citado sin tenerlos en cuenta.

Creo que lo sucedido este miércoles en Medialab-Prado evidencia el modo en que los términos arte y cultura son tergiversados e instrumentalizados por los poderes político y económico hasta perder su sentido. Hemos hablado antes de ello, pero es necesario poner de relieve ciertas fracturas en las realidades que los discursos públicos pretenden subsumir en categorías conceptuales del todo inoperantes.

La primera aclaración, quizás la más importante, fue bosquejada por Juan Varela en la Redada 2 y por el propio Javier de la Cueva en esta última cita. Se trata de un significado amplio de la palabra cultura, íntimamente ligado a lo que comprendemos como acceso al conocimiento. Se ajusta a la definición de la UNESCO de 1982: cultura es aquello que da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo [...] aquello que nos hace específicamente humanos, seres racionales dotados de juicio crítico. Esta capacidad de reflexión se sustenta, a mi modo de ver, en tres pilares: el acceso a la información, la posibilidad de utilizar herramientas y métodos que permiten su procesamiento y el desarrollo de la capacidad crítica que hace factible su análisis e interpretación. Cuando hablamos de cultura en este sentido nos referimos a la educación, a la investigación, a una suma de procesos y mecanismos de reflexión colectiva; hablamos de libertad de pensamiento y, por tanto, de libertad de expresión y comunicación. Desde este punto de vista, la cultura es una prioridad absoluta, una necesidad de primer orden, y su defensa, en relación con los términos planteados en la última Redada, pasa por mejorar el sistema educativo; facilitar el acceso a las obras de dominio público (algo que, por cierto, no se logrará con una mentalidad arcaica); crear archivos de investigación de acceso abierto; universalizar la utilización de Internet (siempre que se preserve como una red neutral que haga viable generar estructuras de comunicación no depotenciadas políticamente); y, en general, garantizar que todos los ciudadanos dispongan de los medios necesarios para recibir, interpretar, valorar, modificar y distribuir información.

Hay un segundo plano, en el cual se identifica cultura con producción intelectual o, más específicamente, con producción estética. Es aquí donde aparece el binomio arte/cultura y donde surgen las dudas. Parece obvio que toda manifestación artística forma parte de lo que conocemos por cultura, pero no está tan claro qué contenidos culturales consideramos arte y cuáles no. Se trata de una problemática comprensible, ya que llevamos discutiendo qué es el arte desde el principio de los tiempos y, todavía hoy, arrastramos las secuelas de haber restringido el ámbito artístico a las llamadas Bellas Artes o, más frecuentemente, a las Artes Plásticas. Cierta concepción de la cultura como producción intelectual/estética ha sido un buen cajón de sastre en el que han tenido cabida expresiones como la fotografía y el cine, cuyos respectivos lenguajes han sido desarrollados, en gran medida, lejos de las instituciones artísticas. Instituciones, por cierto, que han terminado por acoger este tipo de formas expresivas... de un modo parcial. Digo esto porque no resulta extraño contraponer, todavía hoy, "literatura y arte", o pensar en términos de música popular (comercial) vs. música culta o clásica (artística). Hay algo que ha fallado en este proceso de asimilación, algo que nuestro propio lenguaje pone de manifiesto: pensemos en los medios de comunicación y en cómo se refieren a todos los cantantes y actores como artistas... pese a ser incapaces de referirse a los discos y películas como "arte". Un repaso a las noticias en torno a la Ley Sinde basta para comprobarlo: es fácil leer que "la cultura" o "los artistas" están indignados, pero no es posible leer lo propio acerca del "arte"... ni siquiera acerca del "mundo del arte".

Parece que existe una barrera infranqueable que preserva una visión ideal y romántica del arte como una actividad superior, incluso en relación con otras formas de expresión cultural. No obstante, una vez que el arte contemporáneo ha derribado todos los prejuicios en lo que a soporte y género concierne, ¿qué mantiene, en la práctica, la distinción entre la "simple" creación cultural y lo "genuinamente" artístico? El contexto, la estructura en que la propuesta estética es concebida (y, en consecuencia, definida). Una vez abolida la distinción entre la cultura de élite y la de masas, aparece un nuevo y pueril elemento de diferenciación: aquello que la institución y el museo legitiman, es arte; aquello que se inscribe en el circuito comercial de las mal llamadas industrias culturales, producción cultural. Lo de los "artistas" no deja de ser una pequeña concesión (¿o una conquista del mercado?). Dos contextos diferentes, en cualquier caso, con sus respectivas connotaciones y exigencias, a menudo intrascendentes y ajenas al contenido de las obras en ellos generadas. Uno de los mejores ejemplos de este hecho es la falsa dicotomía entre cine y vídeo-arte. Las películas se exhiben en las salas de cine y, con suerte, se comercializan en videoclubes y grandes superficies; las obras de vídeo-arte se proyectan en museos y se distribuyen (una vez seriadas, a pesar de lo absurdo de esta actitud en el escenario digital) a través de galerías. Generalmente, el formato de presentación es idéntico (DVD) y la única diferencia tangible entre ambas es un certificado que acredita la efectiva "artisticidad" de una de las dos filmaciones. Cuestión de contexto, de circuito; así de sencillo.

Carlos Jean hablaba en la Redada 3 de la imposibilidad de hacer juicios de valor acerca del componente cultural o artístico de una determinada obra (minuto 91:35, Camela vs. Filarmónica de Londres). Algunos creen que reabrir este debate supone tratar de recuperar una visión elitista del arte; pero nada más lejos de la realidad. Tan cierto es que no se puede plantear una escisión en función de categorías, temas, soportes o disciplinas como que no se puede admitir un sistema de clasificación que únicamente diferencia entre obras sancionadas por el mercado y obras legitimadas por la institución. Si estas entidades plantean suprimir ciertos criterios es, precisamente, para imponer los suyos, para hacer valer una serie de intereses particulares sobre los procesos de reflexión colectiva. El debate sobre la naturaleza del arte y la cultura es esencial, pero hace falta saber en qué términos formularlo. Polarizarlo en torno a la dualidad institución / industria del entretenimiento resulta estéril: cuando creemos "salvar" la creación de las fauces de la industria, la entregamos ingenuamente al control de los poderes públicos, cerrando un peligroso círculo. Tengo la certeza de que grabar un CD con mis canciones de la ducha no me convertirá en músico o artista. ¿Lo hará el hecho de que se venda en las tiendas de discos? ¿Lo hará el que un centro de arte contemporáneo decida dedicarme una amplia retrospectiva? Estas son preguntas que surgen cuando renunciamos al análisis crítico de la producción estética (máxime cuando los cacareados códigos de buenas prácticas que rigen las instituciones artísticas se convierten en una forma de justificar la arbitrariedad y el nepotismo).

De todos modos, independientemente de una amplia (y necesaria) discusión acerca de la gestión pública de la producción artística, lo que resulta obvio es que la industria del entretenimiento tiene unos objetivos muy claros. Su cometido es hacer dinero, no arte. El arte no es una categoría que podamos conceder a priori, sino algo en lo que, eventualmente, puede (o no) desembocar la industria. No hay que confundir la parte con el todo: que Kiarostami, Godard o Chris Marker trabajen o hayan trabajado en el mismo sector que Santiago Segura o Andrés Pajares no confiere la misma naturaleza o intención a sus respectivas creaciones. Ni mucho menos.

Cuando cuestionamos la mercantilización de la producción cultural y hablamos de la imposibilidad de que la industria determine qué es arte y qué no lo es no pretendemos establecer dogmas, ni una postura clasista ante la creación cultural. Aspiramos a definir criterios sólidos, desvinculados de ciertas estructuras y cadenas de intereses, ajenas a la cultura, cuya existencia debemos enfatizar. No hay que olvidar que el arte no es una actividad que pueda ser ejercida al margen de las pautas que determinan las estructuras sociales. No hay que olvidar que el factor económico y las injerencias externas siempre han condicionado el trabajo de los artistas; pero tampoco conviene abandonar el sentido crítico o perder de vista los perjuicios que acarrean este tipo de agentes e influencias.

Me vienen a la memoria, al decir esto, desde la vacuidad pictórica de los José de Madrazo, José Aparicio u otros pintores de corte, hasta la cantidad de películas inanes que se han rodado mientras a Víctor Erice se le cerraban una tras otra las opciones de producción. La preponderancia de los factores político y económico ha sido perniciosa en infinidad de ocasiones y contextos, hasta el punto de que matizar estas ideas nos lleva a preguntarnos quién o qué constituye una agresión contra los creadores y contra la cultura. Para que el "futuro decida quién se pone las medallas", como pide Jean, necesitamos que la cultura tenga futuro. El suyo es un razonamiento falaz, porque presupone que el mercado y la institución dan cabida a todo aquello susceptible de ser considerado de interés artístico/cultural a largo plazo, algo de todo punto falso. Se trata de la misma demagogia que se instala en otro discurso tópico, ese que reza que los artistas no deben renunciar a vender, que no deben morir de hambre para hacer algo realmente "interesante". ¿Y quién dice que deban? ¿Y quién dice que su manutención tenga relación alguna con el nivel de interés de su trabajo? Lo único que se exige al artista es que no pague el oneroso peaje que conlleva la bendición de la industria o de la institución artística, según corresponda. Una aprobación que invalida parte del contenido autorreflexivo y crítico, el carácter metacultural que creo debe caracterizar a cualquier producción artística, fundamentalmente tras una historia reciente en la que el arte se ha liberado de la obligación de servir a programas de propaganda política o religiosa, transformando lo que era necesidad en opción, con todo lo que ello supone. Hay que asumir la evidencia, aunque esto comporte liquidar gran parte del arte institucionalizado. En la época de la estetización difusa, la función crítica es absolutamente indispensable.

3 comentarios:

  1. Estoy totalmente contigo, de hecho antes de leerte había escrito algo en este sentido: http://goo.gl/fb/ZPlQt

    Mi opinión es que cuando se defienda igual a todo autor (sin entrar en lo que es arte y lo que no, o lo que es cultura y lo que no), en consonancia con los derechos fundamentales de nuestra constitución (art. 20), nuestro estado tendrá la "catadura" moral para determinar si hay unos derechos que estan siendo ofendidos de forma extrajudicial (ley Sinde). Mientras tanto su obligación debería ser hacer justo lo contrario de lo que esta haciendo (por ejemplo, la privatización del ISBN).

    Un saludo y enhorabuena por tu blog.

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  2. Muchas gracias por el comentario, Alberto. Haces bien en tocar en tu artículo un tema clave: las obras y trabajos de investigación financiados con dinero público; es incomprensible que se siga "racionando" ese tipo de contenidos (a los que a veces no tienes acceso ni pagando ni sin pagar). También es sangrante la gran cantidad de material al que no tienes acceso legal, como bien apuntas...

    Un saludo

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  3. Enhorabuena por la reflexión, te he encontrado porque comparto casi al 100% lo que dices. No tanto la parte de la asignación de subvenciones como la ontológica, imprescindible y de la que nadie habla apenas.

    Soy un convencido del carácter semiótico del arte, que amplía así la cultura, y de que ese "valor artístico", término que suelo utilizar y echo de menos muy a menudo, está relacionado con esa capacidad de expandir, añadir matices y generar "algo" nuevo.

    También me parece lúcido tu comentario sobre los bordes de las disciplinas artísticas y tu crítica velada a la mala interpretación de la "Institución arte", que fue concebida por Danto como marco teórico para poner orden en todo lo que comentas y ha derivado, probablemente por la repercusión y lectura superflua de la ya mal concebida obra de Dickie, en lo que tenemos.

    En fin, enhorabuena. Me ha gustado...

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