lunes, 25 de febrero de 2013

Reformar la reforma universitaria

Recomiendo la lectura de la crítica a la adenda al informe de la Comisión de Expertos para la Reforma del Sistema Universitario Español que Jesús Fernández-Villaverde ha publicado en Nada es Gratis. Ciertamente no por compartir su criterio, sino porque contiene observaciones que deberíamos considerar a la hora de plantear un modelo diferente de reforma, por aquello de huir del enroque maniqueo al que la figura de Wert parece condenarnos y por anticiparnos a la enmienda "2.0" que antes o después nos van a plantear.

Me gustaría comentar algunos puntos. Empiezo con lo bueno:
La adenda comienza con una afirmación sorprendente: “el nivel docente e investigador de la mayoría de nuestros centros públicos de enseñanza superior es, sinceramente, alto”. No. Esto es más falso que un duro de cuatro pesetas. La gran mayoría de las universidades y facultades españolas son malas. [...] El que muchos de nuestros estudiantes salgan al extranjero y lo hagan muy bien es más “a pesar” de la universidad española que “gracias” a la universidad española.
[...] El único argumento que ofrece la adenda para sostener tan peregrina afirmación es una apelación a la buena imagen del profesorado en las encuestas. Este argumento es a la vez irrelevante y absurdo. Es irrelevante porque la encuesta no pregunta por la calidad de la investigación sino por la valoración del profesorado, que es algo bien distinto. Es absurdo porque la evaluación científica no se basa en la opinión de la mayoría sino en la de los expertos.
Sin duda, y cabe matizar, antes de que se enerven los amigos de la demagogia, que difícilmente se puede entender esto como un alegato antidemocrático.
La adenda advierte luego de que una reforma a fondo de la universidad española sería de difícil encaje en nuestro marco jurídico. No entiendo muy bien porque esto es argumento contra la reforma universitaria y no contra nuestra legislación. El ordenamiento jurídico española hace aguas por todos sitios y requiere una modificación profundísima. Las leyes están para servir al conjunto de la sociedad, no al contrario.
Touché. Tema de otro debate es qué reformar y cómo.
Intentar garantizar la correcta selección de profesorado mediante procedimientos como una habilitación o un tribunal oral es construir castillos en el aire (¿de verdad, un tribunal oral? ¿En 2013? Ya puestos, organicemos un torneo medieval entre los candidatos, que al menos es más pintoresco y podemos vender entradas a los turistas extranjeros).
Palo también al informe. Hilarante por cierto.
... en muchas ocasiones he explicado que el actual sistema de selección de rectores en España es ridículo. Sustituirlo por otro donde los profesores en un consejo (con cierta representación de otros grupos) deciden quién es el rector tampoco soluciona nada pues seguimos sin cambiar los incentivos.
Y una oportuna autocita como colofón:
El verdadero problema es que el sistema genera incentivos perversos: los votantes no ganan al votar por el mejor rector desde el punto de vista de la sociedad sino por votar al que más les beneficie de manera personal. Esto no quiere decir, literalmente, que la gente solo vote por su interés, simplemente que muchos lo harán por este motivo y que muchos otros, quizás inconscientemente, lleguen a la conclusión que el rector que mejor les viene a ellos es también el mejor para todos. Negar que la gente se comporta, al menos en parte, para mejorar su situación personal es pura ingenuidad.
Este aspecto es crucial y contiene el componente crítico que echo mucho en falta en el artículo que hace unos días publicaba, en eldiario.es, Rafael Escudero, también recomendable en la medida en que señala con acierto muchas de las lagunas y el sustrato ideológico del trabajo de la comisión. Cualquiera que conozca mínimamente la universidad desde dentro sabe que toda la palabrería en torno a su independencia y su carácter democrático es una broma de mal gusto. Es difícil encontrar una institución más caciquil en España (que ya es decir). El incentivo que con mayor facilidad percibirá uno en casi cualquier claustro universitario estatal es el deseo de medrar a cualquier precio (o de "no meterse en líos", que es casi igual de lamentable) de buena parte del personal.

No se puede decir, como dice Escudero, que actualmente la "comunidad universitaria" nombra al rector y que la reforma socava la "autonomía" de la institución, porque tal comunidad y tal autonomía no son más que mitos al servicio de intereses personales. Abandonemos ya, por favor, ese optimismo antropológico que nos ciega y nos lleva a pensar que tenemos facultades llenas de desinteresados apóstoles del conocimiento. La regulación universitaria española es un desastre, pero gran parte de las penurias de los estudiantes y jóvenes investigadores no la tienen los respectivos ministros de educación (que también), sino la desidia, el ombliguismo y en algunos casos la mala fe de un buen número de catedráticos, jefes de departamento y rectores que dedican su trabajo, su nombre y su influencia a proteger sus prebendas. Muchos de los que hoy protestan aplaudían con las orejas las mayores insensateces cuando sus respectivos proyectos recibían financiación a espuertas y tenían carta blanca para enchufar a sus acólitos (preguntadles qué opinión han transmitido a los sucesivos ministerios de educación cada vez que han sido consultados sobre una hipotética reforma universitaria...). Me parece bastante triste que algunos desatiendan la responsabilidad que conlleva que su puesto no dependa ni de sus opiniones, ni de su buena relación con el jefe de turno, ni del capricho del político que corresponda, haciendo la vista gorda una vez tras otra ante el despilfarro de dinero públicomecanismos de evaluación interna deliberadamente inútiles y procesos de contratación de personal y de adjudicación de obras y servicios que rayan en lo fraudulento. Entre otras cosas, porque han dado la razón a los que cuestionan "el carácter funcionarial como requisito de la libertad de cátedra", en perjuicio de quienes que lo respaldamos.

Dicho todo esto, me centro en lo que creo hace aguas en el artículo de Fernández-Villaverde:
España sufre de muchos problemas. Pero el más importante de ellos, con diferencia, es la gran cantidad de españoles que se oponen al cambio. Unos lo hacen porque no han entendido el mundo en el que vivimos en 2013 y se apegan a concepciones obsoletas. Otros lo hacen por defensa de unos intereses particulares.
Razonamiento claramente capcioso. No hace falta explicar que rechazar un modelo de cambio no implica rechazar el cambio. Además, el "si no estás de acuerdo con lo que propongo es que eres tonto o vives en una caverna" sobra. Y lo digo desde la certeza de que, efectivamente, una parte de la oposición a la reforma se explicará por la defensa de privilegios personales.
UCal-Berkeley, por poner un ejemplo, es una universidad que deja en la más triste cuneta a todas las universidades españolas –públicas y privadas- porque provee los incentivos correctos a los profesores para que investiguen y enseñen. [...] De igual manera los departamentos de Berkeley tienen incentivos para seleccionar a sus profesores entre los mejores y no entre los amigos pues la excelencia es recompensada y la mediocridad castigada. [...] Al contrario, al dotar a la universidad de la gobernanza adecuada la afianza y limpia el proceso de selección de la alta gerencia universitaria que en estos momentos ha sido, como en tantos otros ámbitos de nuestra sociedad, invadido por la política.
No podían faltar ideas clave del discurso neoliberal: excelencia y despolitización.

¿Pero qué es la excelencia? ¿Y qué es una universidad excelente? ¿Aquella que garantiza que sus licenciados encuentren trabajo? ¿La que contribuye a reducir desigualdades sociales? ¿La que permite establecer fructíferas vías de colaboración con la iniciativa privada? ¿La que da cabida a todos aquellos proyectos a los que el mercado da la espalda? Porque una cosa es que tengamos claro que hay mejores y peores centros y docentes, y otra que podamos determinar con rigor científico un baremo absoluto de excelencia y mediocridad, y que éstos conceptos sean ajenos a una determinada posición política. Creo que el propio informe ejemplifica la inconsistencia de tales pretensiones a la hora de proponer su modelo de gestión universitaria:
El Consejo es el órgano de la Universidad en el que están representados los intereses académicos y los de la sociedad [...] La duración de su mandato sería de 5 años, renovables por una sola vez. El Consejo de la Universidad deberá tener una mayoría de académicos:
[...] Un 50% sería elegido por el Claustro de la Universidad, con una muy importante mayoría de PDI. Los PDI elegidos deberían ser personas de prestigio; los españoles deberían tener, al menos, dos sexenios de investigación ‘vivos’ en los términos que se mencionan en el punto I.2.1.4 de este informe. [...]
Un 25% por la correspondiente Comunidad Autónoma, para garantizar la participación efectiva de la sociedad civil en el máximo órgano de gobierno universitario. La elección debe recaer en personas de elevado prestigio profesional o académico [...]
El 25 % restante será elegido por los anteriores dos grupos entre personas internas o externas a la Universidad, nacionales o extranjeras, que sean de especial interés para el desarrollo de cada proyecto universitario (antiguos cargos académicos nacionales o extranjeros, antiguos alumnos o profesores, científicos, académicos, innovadores, empresarios, etc.). Igualmente, deben buscarse aquí personas de elevado prestigio [...]
Concediéndole el beneficio de la duda, la comisión tiene mejor intención que ideas para garantizar un proceso representativo y eficaz. "Personas de elevado prestigio". Ni me gusta la expresión (ya sabemos qué comporta) ni me deja de parecer la pescadilla que se muerde la cola.  ¿Cómo evaluar algo tan difuso y cómo garantizar que se hace de buena fe? Porque si nos ceñimos a los títulos y trayectorias de nuestros próceres actuales, tendremos que asumir que la mayoría ha obtenido sus condecoraciones comulgando con el sistema vigente de vasallaje, nepotismo y endogamia. Y en cuanto al único criterio concreto mencionado, los famosos sexenios de investigación, tienen el "pequeño problema" de ir al peso y no ser garantía de nada. A nadie se le escapa que la propuesta da la oportunidad a los que controlan el chiringuito actual de perpetuarse en el poder, lo que unido al hecho de que la alusión a la "participación efectiva de la sociedad civil" sea un brindis al sol en toda regla, no augura nada bueno.

Fernández-Villaverde se desmarca de la idea y deposita su fe en los incentivos. No sin razón, pero "obviando" un detalle fundamental: que no es posible concebir "incentivos despolitizados", porque no es posible desvincularlos de la pregunta ineludible sobre cuál debe ser la función de la universidad.

Me imagino que esta cuestión no tiene demasiada miga para muchos economistas que entienden la universidad como una entidad subordinada al interés privado. Sin embargo, no tiene nada que ver organizar una facultad para que le entregue a McKinsey el profesional que busca con hacerlo para, pongamos por caso, ampliar los horizontes de la física o formar una ciudadanía crítica. En un orden de cosas mundano y pragmático, si hacemos depender la financiación universitaria de la capacidad de generar lucro económico de los proyectos que un centro haya desarrollado, podemos estar seguros de que se abandonarán o marginarán líneas de investigación fascinantes y/o socialmente necesarias por deficitarias (de las Humanidades ni hablemos... parece que la tácita reconversión de Historia del Arte en Máster en Gestión Cultural nos da pistas de hacia dónde nos dirigimos).

Como de costumbre, el problema radica en la creciente tendencia a creer en la posibilidad de reducirlo todo a cifras y en la neutralidad de las mismas. "Más es mejor", pero primero hay que saber qué, cómo y para qué se puede cuantificar. Se incentiva en función de objetivos y rankings, pero definir objetivos y establecer rankings no es otra cosa que tomar decisiones políticas. Profundamente políticas, de hecho, porque el único que puede concretar términos como prestigio, excelencia o rentabilidad es el que diseña su baremo. La historia de siempre: haz tú la ley y déjame a mí el reglamento.

Somos muchos los que nos oponemos a la privatización y a la instrumentalización mercantil de nuestro sistema educativo -cuyas consecuencias se dejan notar hasta en los "modelos de excelencia"-, pero si no denunciamos su calamitosa situación actual, y la vergonzosa utilización de su supuesta autonomía y carácter democrático en beneficio de intereses particulares, estaremos enterrando lo poco que tiene de bueno.

lunes, 11 de febrero de 2013

Una de Wes Anderson

El mecanismo básico de la crítica consiste en definir autores y movimientos en torno a vocabularios específicos, esquemas consensuados que establecen qué conceptos tienen cabida y qué ideas podemos esperar encontrar en determinados discursos. Nada fascinante, exceptuando tal vez su fase de gestación, ese balbuceo que, con el tiempo, suele derivar en una retahíla de lugares comunes.

La duración de este particular proceso de decantación depende mucho de la densidad de la obra del auteur en cuestión, de su voluntad de incidir más o menos reiteradamente en ciertos temas y de la facilidad o dificultad para asignarle eso que llaman estilo. En el caso de Wes Anderson, por ejemplo, la tarea se antoja sencilla: en cada cinta, el repertorio, completo y plenamente reconocible, de su filmografía. Pero el repertorio no suele bastar, pienso mientras leo algunos artículos sobre Moonrise Kingdom. Parece que muchos de los que la han visto, perspectiva "planeta Anderson" y prisma naïf en ristre, se han quedado a medias, en el "exquisito trabajo visual" y en la "melancolía" que despierta el "amor platónico" de Sam y Suzy (ejemplo de otro mecanismo crítico común, por cierto: presuponer la falta de profundidad del relato para justificar la del análisis). Es una lástima, porque en contra de lo que aparenta creo que es, sino la más, una de las películas más descarnadas del director.

A mi modo de ver, la clave es que Anderson consigue tejer una interesante red en que se superponen diversos niveles narrativos, ya que la historia de amor "onírico-utópica" funciona, además de como fábula, como deconstrucción crítica del imaginario de las relaciones sociales y de pareja, del tratamiento cinematográfico de las mismas y de su propio espacio ficcional. Esencialmente, Moonrise Kingdom es una historia de desengaño que vincula metafóricamente el final de la infancia y el del amor al tiempo que expone las estructuras que construyen el relato cinematográfico. La relación (preadolescente) entre Sam y Suzy no constituye, como se ha querido ver, el reverso de la relación (adulta) entre el capitán Sharp y Laura, como demuestra el hecho de que Anderson dedique buena parte de la película a evidenciar su inconsistencia.

En este sentido, hay una escena especialmente elocuente, una de las conversaciones de la joven pareja en la playa, en medio de cuya apoteosis idealista
"Siempre he deseado ser huérfana. La mayoría de mis personajes preferidos lo son. Creo que vuestras vidas son más especiales".
se nos invita a suspender la credulidad:
"Te quiero, pero no sabes lo que dices".
En el contexto alucinógeno del film, esta declaración evidencia la ficción del relato tanto o más que la (manida) figura del narrador dirigiéndose al espectador. No conviene obviar que Sam, Suzy, Sharp y Laura refuerzan esta idea empleando un doble registro metacinematográfico: el de la parodia del cliché ("Tendría cuidado si fuese tú. Uno de estos días alguien se verá demasiado presionado y quién sabe de lo que será capaz [...] No es una amenaza, es una advertencia"; "no me importa. No tiene sentido. No sin Suzy"; "sólo queremos estar juntos", etc) y el autorreferencial, escéptico ante la propia estructura interna de la obra, como acabamos de ver y como denotan múltiples intervenciones ("No puedo rebatir nada de lo que has dicho, pero tampoco tengo que hacerlo porque tienes doce años"; "no es tonto, pero supongo que sí es algo triste", etc). Es como si se nos invitase a creer en un discurso que se autorrefuta.

Esta polaridad queda evidenciada, además, en un segundo aspecto: el tratamiento de la permanente oposición adultos-niños / autoridad-rebeldía. La familia, el campamento, la burocracia y los servicios sociales componen un sistema represivo al que se enfrentan tanto Sam y Suzy como el resto de los khaki scouts cuando deciden ayudarlos. Podría parecer que su reivindicación representa la verdad frente a la sinrazón de la actitud de los Walt, Laura y Sharp, ahogados en la rutina y la resignación, pero la joven pareja se queda bastante lejos de lo que podría significar una ruptura en términos morales y sociales, como demuestra su inusitado interés por contraer matrimonio (no deja de resultar curioso el entusiasmo con que abrazan el anatema de sus respectivas infancias). Las palabras de Ben sobre la trascendencia de la decisión y la irónica preocupación de los scouts por la precariedad económica de los novios preludian otro momento clave de la película: la huida de los recién casados, que dura exactamente veinte segundos, el tiempo que tarda su velero en dar la vuelta para que Sam pueda tratar de recuperar los prismáticos de Suzy. No volverán al barco, en lo que supone una nueva nota sarcástica: el sueño naufraga en el sueño.

Y si nos ponemos un poco estupendos, a todo lo anterior podríamos añadir que Anderson encuentra incluso en la iconografía modos de hacer visible la dualidad de su historia: en la playa, antes del encuentro "presexual" de Sam y Suzy, la recreación cándida del tema del pintor y la modelo se sitúa a medio camino entre la Olimpia de Manet y la Lolita de Kubrick. Un ejemplo más de esa supuesta rebeldía frente a lo establecido, pero también y de nuevo, una forma de demoler los cimientos del relato empleando su cara más idílica contra sí misma.

¿Ingenuidad? Cero, me temo. De hecho, tras el clímax del campanario, la relación "domesticada" del final de la película parece refrendar esta lectura. Se recomponen, hasta cierto punto y a buen seguro provisionalmente, las estructuras familiares - de control, acatando todos los personajes un orden socialmente aceptable. De la utopía queda el recuerdo, el lienzo en que Sam representa la playa en la aventura fue, transitoriamente, posible. Se acaba el verano, que es también la inocencia de la infancia, que son, también, el amor y la ficción cinematográfica. El último beso de Suzy supone una despedida -dentro y fuera del marco del relato, relativa a su relación pero también a su niñez y a su idealismo- que como adultos podemos reconocer.

Puede que la única forma de volver a esa playa sea como como Pierrot y Marianne... A lo mejor hay que ver Moonrise Kingdom pensando en Godard vestido de Truffaut.