sábado, 27 de noviembre de 2010

Arte sin artistas

Hace algunas semanas, Anton Vidokle publicó un artículo en E-flux acerca de la creciente importancia de la práctica curatorial en el ámbito artístico y de cómo la figura del comisario estaba llegando a eclipsar a la del propio artista.

El punto de partida del texto es acertado: el comisario está asumiendo un protagonismo exacerbado en el contexto del arte contemporáneo, convirtiéndose en una figura mediática que, a menudo, deja de trabajar para dar visibilidad a los artistas y pasa a valerse de ellos como meras piezas de su "obra". Un contrasentido, como el propio Vidokle explica mediante la siguiente fórmula:
"mientras que los artistas pueden producir arte sin necesidad de comisarios, si no se produce arte, los comisarios -al menos los de arte contemporáneo- se quedan sin trabajo".
Hasta aquí, un análisis correcto, que no obstante se vuelve ciertamente cuestionable cuando presenta al artista como víctima de un sistema productivo en el que el curador actúa como instancia represora, poniendo trabas a la libertad creativa y malinterpretando las obras que gestiona. Vidokle critica -no sin razón, es cierto- el papel del comisario y la institución, convertidos en "agentes privados guiados fundamentalmente por el interés"... Sin embargo, y por paradójico que parezca, exime al artista de toda responsabilidad en este asunto, aludiendo a su necesidad de granjearse el favor de estos agentes pese a omitir la causa de esta necesidad: entrar en el circuito comercial.

Precisamente aquí radica el problema: la constante apelación de Vidokle a la "libertad del arte" y a la "soberanía del artista" presupone que existe una forma inmaculada de creación artística, ajena a todo tipo de interés político/económico. Pero es evidente que el artista transige, que se pliega ante el sistema y ante la voluntad del comisario porque quiere estar avalado por la misma institución que con frecuencia critica. No se trata, simplemente, de dinero (ni siquiera es el factor fundamental, admitamos que la gran mayoría de artistas no vive de esto) sino más bien de reconocimiento. El artista aspira a inscribirse de manera legítima en el sistema, a participar de la formulación más clásica -y caduca- de exposición.
"Las exposiciones en sí mismas se han convertido en el contexto singular en el que el arte puede ser visto como arte [...] por eso son muchos los que ahora piensan que es la inclusión en una exposición lo que genera arte, en lugar de los propios artistas." 
Vidokle efectúa un buen diagnóstico, pero a mi juicio yerra en el remedio. Si el artista no está conforme con esta concepción de la práctica estética -tan mercantil, por otra parte- basta con que apueste por cambiar de plataforma de difusión (y no, no me refiero a uno de esos autoparódicos espacios alternativos): nunca antes en la historia habían podido prescindir los creadores tan libremente como ahora de los intermediarios. Me atrevería a decir que, en el presente contexto, el principal cometido del artista debería ser, parafraseando a Brea, producir dispositivos de distribución pública del conocimiento artístico.

La institución ha sabido integrarse plenamente en el ámbito de la industria cultural, asimilando -desactivando- la critica a sus estructuras, procesos y mecanismos en su propio seno. En este sentido, la importancia del comisario es fundamental ya que, entre otras cosas, es el encargado de localizar propuestas ajenas al ámbito institucional para "invitar" a sus autores a participar en él, esto es, de devolver al redil del mercado, la academia y la burocracia a aquellos que operan en sus márgenes e intersticios.

Habida cuenta de lo anterior, creo que es evidente que el artista debe optar por una vía de confrontación, en forma de producción de espacios liberados de la presión y el control institucionales. No se trata de un medio o complemento, como Vidokle apunta, sino de un fin en sí mismo. Intentar insertar esta crítica en el sistema, respetando sus pautas, sin sabotearlo, es, desde esta perspectiva, trabajar en vano.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Neutralidad de la red: apología y petición

Se pueden hacer muchas lecturas del dantesco espectáculo que tuvo lugar la semana pasada en el Senado. A grandes rasgos, una moción para garantizar la neutralidad de la red fue rechazada, al tiempo que las opiniones de los ciudadanos en relación con el asunto fueron tildadas de "factores externos que degradan la imagen y el trabajo" de la Cámara.

Muchos han relativizado el incidente aludiendo a la escasa utilidad de una moción de estas características. Pero no se trata de una cuestión pragmática; el verdadero problema radica en el desprecio senatorial y en la genuina ignorancia que todo este proceso ha denotado. 

La falta de formación y la necedad de gran parte de la clase política es tal que ha llegado el momento de que nos avergoncemos. De que nos avergoncemos, sí, nosotros, los que hemos consentido que la mediocridad, la desidia, la falta de escrúpulos y el analfabetismo funcional se perpetúen en el poder.

Y lo peor no es nuestra pasiva complicidad, sino el derrotismo que se percibe en gran parte de las opiniones. Se podría pensar que estamos sentenciados a padecer las mismas miserias hasta el final de los tiempos: "el sistema está podrido", "hay demasiados intereses en juego", "tenemos mucho que perder y poco que ganar"... Escuchando algunos comentarios, nadie imaginaría lo que ha costado alcanzar ciertos derechos; parece que el estado de bienestar nos ha condenado a la indolencia y al olvido.

El debate sobre la neutralidad de la red es ineludible, como lo es el del tratado ACTA. Hay demasiadas cosas en juego, comenzando por el propio Estado de derecho (se dice pronto), lentamente erosionado. Nos quejamos del país que hemos recibido, pero no hacemos nada por cambiarlo. Y no hablo de grandes revoluciones, sino de voluntad, de sentido común, de trabajo. Las formaciones políticas no nos representan, el sistema, tal y como funciona ahora mismo, es una humillante carga; las listas cerradas, una estafa; y el bipartidismo, un cáncer que nos afanamos en alimentar. ¿Cómo se puede sostener, todavía hoy, esta farsa? ¿Cómo es posible que nos sigan vendiendo un enfrentamiento ideológico en donde solo hay espectáculo, en sentido plenamente debordiano? Puestos a que siempre gobiernen los mismos, sería mejor que decretásemos una alternancia periódica, por aquello de ahorrar gastos, retórica y decepciones.

No, definitivamente esta dicotomía no forma parte de nuestro ADN. Me atrevería a decir que cualquier otra vía, sin excepción alguna, resultaría, a día de hoy, más productiva. Esta misma idea la ha expresado Carlos Sánchez Almeida de una manera más clara: "es posible que nuestro voto se pierda, pero nunca será inútil: lo único inútil es votar a los de siempre".

***

Apología y petición.
Jaime Gil de Biedma

¿Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos los demonios
en donde el mal gobierno, la pobreza
no son, sin más, pobreza y mal gobierno,
sino un estado místico del hombre,
la absolución final de nuestra historia?

De todas las historias de la Historia
la más triste sin duda es la de España
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza.

Nuestra famosa inmemorial pobreza
cuyo origen se pierde en las historias
que dicen que no es culpa del gobierno,
sino terrible maldición de España,
triste precio pagado a los demonios
con hambre y con trabajo de sus hombres.

A menudo he pensado en esos hombres,
a menudo he pensado en la pobreza
de este país de todos los demonios.
Y a menudo he pensado en otra historia
distinta y menos simple, en otra España
en donde sí que importa un mal gobierno.

Quiero creer que nuestro mal gobierno
es un vulgar negocio de los hombres
y no una metafísica, que España
puede y debe salir de la pobreza,
que es tiempo aún para cambiar su historia
antes que se la lleven los demonios.

Quiero creer que no hay tales demonios.
Son hombres los que pagan al gobierno,
los empresarios de la falsa historia.
Son ellos quienes han vendido al hombre,
los que le han vertido a la pobreza
y secuestrado la salud de España.

Pido que España expulse a esos demonios.
Que la pobreza suba hasta el gobierno.
Que sea el hombre el dueño de su historia.

sábado, 20 de noviembre de 2010

ARCO 2011. Los complejos del sector artístico

"Arco 2011 pierde galerías y gana calidad", publica Expansión. Lo de los medios de comunicación / voceros no tiene nombre: podrían, al menos, tener el detalle de esperar a que comience la feria para dar por cierta la proclama de la organización...

En cualquier caso, el titular nos brinda una interesante reflexión: en el contexto de una feria comercial ¿qué debemos entender por calidad? Esto de la industria cultural es una suma de contradicciones: ¿quieres vender o quieres generar cultura? Ya sé que se pueden hacer las dos cosas pero, no lo neguemos, es difícil conciliarlas: o remas en una dirección o remas en la contraria.

Esta disyuntiva remite a una de las grandes paradojas del sector del arte contemporáneo: a la hora de vender, se considera a sí mismo industria, con todas las de la ley; a la hora de comprar, se desmarca, exige subvenciones y habla de bienes que exceden el alcance de lo comercial. ¿En qué quedamos?

Pretender que una cita estrictamente comercial se rija por criterios de calidad expositiva no tiene ni pies ni cabeza. Cualquiera que ha estado en una gran feria -no importa cuál- sabe que la palabra adecuada para definirla es saturación. El metro cuadrado en IFEMA es realmente caro, y hay que amortizarlo. Nada reprobable, ¿verdad? ¿Por qué, entonces, se nos llena la boca hablando de "calidad" y "cultura"? ¿Estamos hablando de lucro empresarial o de bien común? ¿Para qué pagan los expositores, para vender o para deleitarnos?

En el ámbito artístico perviven ciertos prejuicios. "Vender", así, a palo seco, como en la plaza de abastos, queda feo; hay que vender, pero con glamour, entre ceremonias, presentaciones, excesos retóricos y un anacrónico boato. Son los complejos del sector: las galerías reclaman su posición en la industria pero sufren reacciones alérgicas cuando son equiparadas cualquier otro tipo de "tienda". Parece que artista, galerista, crítico y comisario viven más allá de las vulgares transacciones comerciales, pero a nadie se le escapa que las necesitan.

Creo que sería mucho más elegante, sincero y honesto acabar con esta pantomima. Como historiador del arte, me encanta que se aprecie mi trabajo, pero creo que, a la hora de captar clientes, vender y administrar, un publicista, un comercial y un gestor lo harán mejor que yo. No me parece una verdad tan difícil de digerir.

Una alternativa, no obstante, es aspirar a que la creación cultural contemporánea reciba una consideración especial, pero en ese caso me parece absurdo pretender integrarla a medias en el tejido económico, tomando lo que interesa y desechando lo que no conviene. O aceptas las imposiciones del mercado o rechazas tomar parte en su juego. Lo demás es autoengañarse, entremezclar sin criterio ferias, bienales, exposiciones privadas y públicas, y hasta iniciativas de acción comunitaria... Generar, en suma, un clima de confusión en el que unos pocos salen muy bien parados, mientras la cultura y la ciudadanía pierden.

martes, 16 de noviembre de 2010

Precio y valor de las obras de arte

Una de las preguntas que la gente suele hacer en una galería de arte es aparentemente sencilla: ¿cómo se calcula el precio de una obra?

Lo curioso es que el tema tiene más miga de lo que parece. Cuando se habla de una pieza antigua, casi todo el mundo se imagina a un tasador determinando la época, el estilo, la importancia del autor en un contexto concreto... Pero el arte contemporáneo es diferente: desaparece la distancia temporal y aumenta el componente especulativo, especialmente en el caso de los artistas no consagrados, alejados de las casas de subastas que, en cierto modo, establecen la oferta y la demanda.

Hay galerías que utilizan un sistema de coeficientes, asignando un valor de referencia a cada autor por su currículum y calculando el precio de las diferentes obras, de un modo absolutamente racional y sistemático, en función de sus medidas; otras, por su parte, optan por criterios comparativos más flexibles. Independientemente del método empleado, lo importante es que se define casi siempre una relación directa entre precio y dimensiones.

La vinculación parece lógica, y nadie puede cuestionar su utilidad a la hora de definir una política de precios coherente y comprensible desde un punto de vista mercantil. Sin embargo, en mi opinión, desprende un innegable aroma a supermercado: ¿a cuánto va el kg. de ternera? o, dicho de otro modo, ¿a cuánto va el 100 x 100 cm. de fulanito?

Desde un punto de vista artístico -no comercial, recalco- resulta absurdo pensar que una obra es mejor que otra por la simple razón de que es más grande. En el caso de la fotografía la cosa adquiere tintes absurdos: si revelas una imagen a 50 x 50 cm., la valoras, pongamos, en 1.500 euros; pero si revelas esa misma imagen, sin variación alguna, a 100 x 100 cm., su precio asciende a 3.000 euros. Me recuerda demasiado a la multiplicación de los panes y los peces...

Lo del vídeo-arte es aun más curioso. Si nunca has hecho vídeo antes, no importa, te guías por los precios de un artista que, dedicándose al tema, tenga un currículum similar al tuyo y lo tomas como referencia. Puede que sea tu primer acercamiento al formato -y de paso un absoluto desastre-, pero pides 3.000 euros y te quedas tan ancho. No serás Godard, pero mientras sus películas se editan masivamente en DVD, las tuyas son "edición de cinco". Considerando que todo el mundo podrá descargar lo que hayas filmado una vez que alguien lo ponga en circulación en la red, al final tendrás a cinco coleccionistas pagando única y exclusivamente por un papel que reconoce aquello que poseen como original. La cuestión es: ¿a qué se refiere exactamente el certificado de autenticidad? ¿Al contenido del DVD? ¿Al disco en sí mismo? Resulta tan irracional, tan fetichista, pretender preservar la unicidad de la obra en este contexto...

Por si esto fuera poco, en ocasiones emerge un factor desconcertante: el coste de producción. Puede que vendas tus fotografías o vídeos a 3.000 euros, pero ¿qué pasa si un día te levantas excéntrico y sientes la necesidad de gastarte medio millón en la producción de tu próxima obra? En caso de que así sea, y suponiendo que encuentres financiación, no importará que te abandone la inspiración y presentes la pieza más vergonzosa jamás creada, ya que verás totalmente razonable y justificado pedir, al menos, 200.000 euros por cada una de las cinco copias (por aquello de recuperar la inversión, se entiende) aunque sean de todo punto infumables.

Lo peor de todo es que la gente asume con tanta naturalidad estas prácticas que a veces me pregunto si soy yo el problema, el que piensa "raro". Es entonces cuando recuerdo que es una práctica (relativamente) extendida la "edición" y comercialización de performances, como si fuesen grabados, y respiro aliviado.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Tecnología, redes, política y espacio público

"Tu timeline no es EL mundo", leía hace unos días en Calvo con barba; es cierto, por curioso que parezca, en ocasiones utilizamos herramientas que podrían ampliar nuestras perspectivas como simples formas de autoafirmación.

José López Ponce lo ha planteado de una manera más drástica: a su juicio, Twitter propicia una suerte de fast knowledge o conocimiento basura en razón de su formato, que considera apropiado para un consumo rápido y poco reflexivo. No está de más, por cierto, leer su crítica hacia un incipiente etnocentrismo 2.0.

Creo, sin embargo, que el problema es poner el acento en las herramientas, exagerando la importancia de la tecnología, que carece de voluntad. Lo verdaderamente importante es lo que hacemos con ella y, en este sentido, resulta paradójico comprobar que, en una época definida por profundas transformaciones en nuestro modo de procesar la información, hemos perpetuando una buena cantidad de viejos vicios (hoy es nuestro timeline, antaño eran dos cabeceras y dos informativos).

Hablamos continuamente de la importancia de la web 2.0, de las estructuras de trabajo horizontales, de la bidireccionalidad de los procesos comunicativos y de la posibilidad de construir una esfera genuinamente pública. Exigimos un nuevo periodismo, una nueva educación, un nuevo sistema cultural, una nueva empresa... Pero, ¿hasta qué punto se traducen en cambios reales y efectivos estas ideas?

Hablemos claro: la mayoría de la gente no sabe qué es Wikileaks ni quién es Julian Assange, y la decisión de disputar el Madrid - Barça el lunes 29 de noviembre ha tenido mucha mayor repercusión en nuestro país que las negociaciones en torno al ACTA. En ciertos círculos (relativamente amplios, es cierto), estas y otras cuestiones, como la necesidad de promover el software libre o las consecuencias de la promulgación de la Ley Sinde, revisten una importancia capital; en la calle, mayoritariamente, no.

Lo que ocurre es que hay una fractura evidente entre dos formas de entender y emplear las nuevas -es un decir- tecnologías de la información.

Existe un grupo de usuarios que apuesta por la construcción colectiva de un gran espacio de debate y por la redefinición de las formas de acceso a la cultura y a la información. No hablo de una única vía, sino de opiniones enfrentadas -a menudo de manera visceral- bajo la convicción común de que es posible -imprescindible, más bien- lograr una amplia participación social en los mecanismos de decisión política, favoreciendo nuevos modos de gestionar los recursos públicos y abogando por la intervención directa de la ciudadanía.

Frente a esta postura, en cierto modo activista, emerge un amplísimo sector de la población que no participa de manera directa en la producción de contenidos, que no se pronuncia en torno a cuestiones políticas fundamentales y que no expresa sus inquietudes públicamente. Hay mucha gente que no utiliza la red para hacer cosas que antes no podía hacer, ni para llegar a lugares a los que no podía llegar, sino más bien para reforzar ciertas pautas y actitudes, para consolidar su pertenencia a determinados grupos locales y restringidos. Es un uso tan lícito como cualquier otro, pero tiene sus consecuencias.

Castells habla a menudo del fenómeno Obama y de cómo su capacidad para movilizar al electorado en internet resultó clave de cara a su elección. Algunos creyeron ver en este hecho una prueba del poder de las redes y un signo de esperanza; tal vez sea más razonable entenderlo como la demostración de que la tecnología puede ser instrumentalizada en beneficio de un determinado grupo de poder. Al fin y al cabo, ni Obama es un mesías, ni salió de la nada.

Por otro lado, ni las nuevas formas de acceder a la información ni la revelación de documentos que ponen en entredicho a diferentes gobiernos han conseguido generar cambios estructurales a nivel político. En España, por ejemplo, no parece que la indignación frente a la Ley Sinde vaya a echarla por tierra (la estupenda idea de Hacktivistas está teniendo una discreta acogida); y tampoco hay indicios de que nuestro bipartidismo crónico peligre... Por cierto, la ilegalización del famoso canon -parcial e insuficiente- se produjo a raíz del litigio entre la SGAE y Padawan S.L., no a causa de la presión social.

Se supone que internet permite invertir las tornas, al dar voz a quienes no podrían haber tomado la palabra de otro modo, cambiar las cosas. Sin embargo, en la práctica, lo que ocurre es que las grandes maquinarias mediáticas mantienen su hegemonía; mermadas, sí, pero con la capacidad de decidir sobre los asuntos realmente trascendentes ante una desidia generalizada.

No me malinterpretéis, no es una visión pesimista. Lo que intento decir es que (todavía) no estamos aprovechando tanto como podríamos una serie de herramientas que nos ofrecen posibilidades excepcionales. La tecnología evoluciona rápidamente, pero las mentalidades no cambian de la noche a la mañana. Cada día que pasa creo más firmemente que todos los esfuerzos deben concentrarse en la educación: fomentar el pensamiento crítico y una cultura de participación y debate debe ser una absoluta prioridad.

De momento, en muchos sentidos, nos valemos de nuevos soportes para cometer viejos errores. Quiero creer que el verdadero alcance del cambio de paradigma tecnológico está por llegar. Disponemos de los medios adecuados; concebir y promover una nueva cultura y una nueva sociedad es, más que un deseo, una obligación.

sábado, 6 de noviembre de 2010

La renuncia de Santiago Sierra

Santiago Sierra renunció ayer al Premio Nacional de Artes Plásticas:

    Madrid, Brumaire 2010
    Estimada señora González-Sinde, Agradezco mucho a los profesionales del arte que me recordasen y evaluasen en el modo en que lo han hecho. No obstante, y según mi opinión, los premios se conceden a quien ha realizado un servicio, como por ejemplo a un empleado del mes. 
    Es mi deseo manifestar en este momento que el arte me ha otorgado una libertad a la que no estoy dispuesto a renunciar. Consecuentemente, mi sentido común me obliga a rechazar este premio. Este premio instrumentaliza en beneficio del estado el prestigio del premiado. Un estado que pide a gritos legitimación ante un desacato sobre el mandato de trabajar por el bien común sin importar qué partido ocupe el puesto. Un estado que participa en guerras dementes alineado con un imperio criminal. Un estado que dona alegremente el dinero común a la banca. Un estado empeñado en el desmontaje del estado de bienestar en beneficio de una minoría internacional y local. 
    El estado no somos todos. El estado son ustedes y sus amigos. Por lo tanto, no me cuenten entre ellos, pues yo soy un artista serio. No señores, No, Global Tour.
    ¡Salud y libertad! 
    Santiago Sierra

    Aquí está la carta original
    , que lleva veinticuatro horas provocando reacciones tan viscerales como enfrentadas, entusiasmando y repugnando a partes iguales.  

    Muchos besan sus pies y aplauden su desplante con devoción fanática; no menos lo tachan de incongruente, hurgando en la llaga: si Santiago Sierra es un artista crítico con las estructuras de poder, ¿por qué actúa, desde hace años, como una de las referencias del sistema artístico, alimentando el mercado que dice aborrecer? ¿Por qué ha trabajado, directa e indirectamente, para el Estado que dice denostar? Es mera "pose de artista", afirman.

    Todo puede ser... Aunque el argumento es ciertamente endeble, a la luz de la pobreza conceptual y la inocuidad política de la inmensa mayoría de las propuestas que llenan las salas de los centros y museos de arte contemporáneo; a su lado, el gesto de Sierra parece mesiánico.

    En el fondo, la duda es lógica (y necesaria). Es tan difícil saber dónde termina la crítica y dónde comienza el espectáculo... Pero el juego de Sierra es muy viejo: contra el sistema desde el sistema. La institución es necesaria, incluso para ser refutada: Duchamp y Beuys lo tenían muy claro.

    ¿Cuál es la capacidad crítica del silencio? Ninguna. Tal vez Sierra habría tenido las manos más limpias -es un decir- si hubiese vivido sus días como un eremita, pero en ese caso su voluntad crítica habría resultado absolutamente estéril, y hoy ya habríamos olvidado el nombre del nuevo Premio Nacional de Artes Plásticas. Un nombre más, uno de tantos, incapaz de arrancar una sola palabra; una nota marginal en un diario prescindible, a medio camino entre el café y las tostadas.

    Sierra ha hecho lo que siempre exigimos a quienes tienen la potestad de obrar a su antojo, a aquellos que no tienen que comulgar con el credo establecido para sobrevivir (en el sentido más literal de la palabra): decir no, provocar, anteponer el exabrupto a la hipocresía, entorpecer la producción espectacular de la realidad.

    Toda institución busca reafirmar su legitimidad, y el trabajo de Sierra es más que apropiado para conseguirla. Si se le invita a exponer, se le da la oportunidad de hablar -como ocurrió en la Bienal de Venecia de 2004- y tiene lugar un enfrentamiento real. Un galardón, sin embargo, es una forma mucho más taimada y sutil de domesticación: su aceptación es siempre pasiva. El rechazo no era la mejor opción, sino la única.

    Sierra no es un profeta, ni aspira a serlo; es un artista que, pese a moverse en los circuitos establecidos -esto debe quedar claro-, conserva cierta capacidad epatante. Articula un discurso rotundo y consigue generar un debate relativamente efectivo, incluso más allá del ámbito del arte contemporéno, ese espacio que cuanto más habla del mundo real más se aleja de él.

    Y no es de extrañar ni el tono zafio de muchos de sus mensajes ni su vocación polémica y mediática. Santiago Sierra también se ríe de quienes le aplaudimos, de quienes transigimos, de quienes consentimos. Se ríe del espectador, cómplice de la institución y responsable de la desigualdad social que critica desde la complacencia. Se ríe incluso de sí mismo: todos estamos en el mismo barco.

    Cierra Nietzsche:
    La palabra más soez y la carta más grosera son mejores, son más educadas que el silencio.
    Actualización, 7 de noviembre:
    El affaire Sierra ya monopoliza salonKritik; los comentarios se multiplican en contraindicaciones. Por fin un mínimo debate, un pequeño triunfo... A propósito, yo no me tomaría tan en serio algunas de las afirmaciones del artista en su carta; me parecen parte del teatro, de la burla, de la provocación.

    Dos artículos muy  recomendables: el de María Virginia Jaua y el de Daniel Cerrejón (por cierto, tiene razón: la renuncia de Sierra es "una obra más"; hay que juzgarla como tal).

    lunes, 1 de noviembre de 2010

    El incierto propósito de los eventos culturales

    Raquel Herrera escribe en su blog acerca de algunos "vicios" comunes en los eventos culturales, más concretamente en jornadas de debate, conferencias, talleres u otro tipo de actividades de tipo divulgativo.

    De entre sus ideas, extraigo tres puntos me dan pie para tratar algunas cuestiones, a saber:

    1. La proliferación de ponentes con escasas dotes comunicativas o con tendencia al efectismo visual vacuo.

    Este tema me empezó a obsesionar allá por mi primer año como universitario: ¿cómo es posible que un profesor / conferenciante se dedique a leer lo que lleva escrito en unos folios? ¿Cómo puedes invitar a dar una charla a alguien incapaz de hablar en público o reacio a hacerlo? En este aspecto, la Universidad tiene un problema serio: no diferencia a docentes de investigadores. En la práctica, esto significa que los estudiantes están obligados a tragarse a teóricos excelentes con una capacidad de comunicación nula mientras se pierden a grandes profesores que no han satisfecho los requisitos del filtro académico. Filtro, por cierto, curioso donde los haya, fundamentado en criterios cuantitativos: el objetivo del aspirante a profesor es acumular estancias de investigación, comunicaciones en congresos y artículos en publicaciones científicas, sin importar lo más mínimo la calidad de los citados méritos (que así los llaman)... Pero esa es otra historia.

    2. La tendencia a ignorar el tema a tratar en unas jornadas y que cada conferenciante acabe hablando de lo que le da la real gana.

    Esto puede parecer anecdótico, pero es realmente preocupante. Las conferencias no deberían ser organizadas para el lucimiento personal de quienes las imparten, sino para favorecer un debate productivo que redunde en beneficio de todos. Concebirlas como medios para que los invitados puedan añadir una línea a su currículum o desahogarse públicamente es, en mi opinión, una tomadura de pelo.

    3. El creciente número de eventos "meta", dedicados a hablar del cómo ignorando el qué, a abordar el proceso descuidando el objeto (habla Raquel, en este punto y a modo de ejemplo, de los encuentros dedicados a analizar la gestión cultural sin atender a los propios contenidos culturales).

    En este sentido, la pregunta que hay que hacerse es la siguiente: ¿cuál es el propósito de las actividades culturales? A menudo, ni siquiera sus organizadores tienen claro para qué convocan debates en los que nadie debate o conferencias que nadie escucha.

    Puede parecer una exageración, pero muchos sabemos que no lo es. ¿Qué sentido tiene que todos los asistentes a una ponencia sean universitarios que van a "ganarse" un crédito de libre configuración o, peor incluso, estudiantes de la ESO obligados a ir?

    En ocasiones, se llega a extremos incomprensibles. Sin ir más lejos, a principios de octubre me llegó información sobre unas jornadas organizadas por el Consello da Cultura Galega bajo el título de "Arte + Grandes Eventos". El programa era interesante; el calendario, "curioso" -miércoles y jueves a partir de las 10,30h-; no se preveía ningún tipo de cobertura online y, a día de hoy, ni siquiera están colgados en la red los vídeos de las intervenciones. Yo sólo puedo hacerme una pregunta: ¿había realmente alguna intención de favorecer el seguimiento y la participación en las jornadas?. Un miércoles a las 11 de la mañana, por lo general, la gente está trabajando; si no habilitas una forma alternativa de acceder a los contenidos, ¿qué pretendes? Con decir que les mandé un mail hace tres semanas, preguntando si iban a subir los vídeos, y no me han contestado...

    Es la historia de siempre. A final de año las instituciones tiran de archivo, recordando la cantidad de actividades organizadas y la importancia de los ponentes invitados, como el niño que exhibe los cromos de su álbum. ¿Es esto promover el acceso a la cultura? Lo siento, pero no; y no podemos achacar esta situación a la falta de medios, porque a día de hoy no ese no es el principal problema.

    Es necesario definir claramente los objetivos, formular las preguntas adecuadas, abandonar la retórica grandilocuente en torno al papel del arte y la cultura para comenzar a gestionarlos de una manera socialmente productiva. Afortunadamente, muchos ya se han dado cuenta.