jueves, 22 de noviembre de 2012

El factor cultural

¿Existe en España una cultura de incumplir la Ley?, se pregunta en ¿Hay derecho? Alberto Gil. Y como cada vez que alguien hurga en esa llaga, surge una réplica contradictoria: "la culpa no es de la cultura, es de la legislación / instituciones / mercado laboral". Contradictoria, insisto, porque las instituciones, la legislación y el mercado laboral son, hasta donde sé, consecuencia y causa de una determinada cultura. Ni nacen por generación espontánea ni se estructuran a partir de principios aleatorios, y nadie duda de que determinan hábitos, preferencias, actitudes y relaciones sociales, moldeando en gran medida nuestra mentalidad.

Lo cierto es que no creo que haya gente que opine, literalmente, que estas estructuras sean ajenas a la realidad en que son concebidas. Lo que sí creo es que hay importantes divergencias y malentendidos a la hora de trabajar con algunos conceptos. Observo, por ejemplo, que muchos de los que reniegan de las lecturas en clave cultural lo hacen tras interpretarlas -por extraño que parezca- como posturas innatistas o incluso deterministas ("no somos vagos", "no estamos condenados a hacer las cosas mal"...), como si en vez de hablar de un problema cultural hablásemos de un problema genético o de la voluntad divina. La realidad es que cuando hablamos de nuestra cultura no hablamos de ser imbéciles congénitos, ni de tener menos capacidad para la realización de ciertas tareas o el cumplimiento de ciertos preceptos que nuestros homólogos alemanes o finlandeses. Cuando hablamos de nuestra cultura nos referimos, precisamente, a cómo una suma de procesos históricos, en un contexto geopolítico determinado, con una serie de recursos e infraestructuras específicas, han configurado ciertas actitudes o predisposiciones. Dicho de otro modo: esas instituciones y legislaciones a las que continuamente apelan algunos son parte esencial de nuestra cultura, cuyo pasado explican y cuyo futuro determinan -junto a otros factores y estructuras sociales, como es lógico-.

Pensaba en esto, el lunes, mientras veía una recomendable sesión de Thinkcommons en la que Jaron Rowan abordaba la cuestión del análisis del discurso, mostrando algunas formas de construcción histórica del lenguaje y el imaginario colectivo, cuya composición y usos específicos resultan de contextos e intereses muy concretos. En este sentido, se trata de estructuras capaces de definir nuestra forma de percibir el mundo, de condicionar nuestros modos de relación e intercambio y de normalizar ciertas posturas y opiniones -en detrimento de otras, huelga decirlo-.

Son ideas que, creo, ayudan a entender que ciertas discusiones -pongamos por caso la planteada en torno a la "legitimidad de la ley como base de su cumplimiento"- no sólo no pueden ser tratadas sin atender a cuestiones culturales sino que plantean, esencialmente, análisis de tipo cultural. Porque la percepción de legitimidad de la ley es cultural, como el juicio que emitimos sobre la pertinencia de pagar o dejar de pagar un tributo o el rango de normalidad o anormalidad que atribuimos a ciertas conductas. Al fin y al cabo, y aunque sea importante hablar de la hipertrofia legislativa, un marco legal disparatado influirá, pero nunca explicará por sí solo la mayor o menor predisposición al pago del contribuyente, su idea sobre la necesidad (o no) de redistribuir la riqueza o su sentido de responsabilidad social.

Es relativamente fácil legislar y habilitar mecanismos para garantizar el cumplimiento de ciertas leyes, lo difícil, como comentaba en mi anterior entrada, es modificar la percepción social a propósito de las situaciones que éstas regulan. Primero porque uno puede actuar en contra de su propio criterio sin cuestionarlo -por diferentes motivos, como el temor ante una hipotética sanción o el interés ante un posible incentivo-; y segundo porque un determinado código legal no provoca un reset inmediato en nuestras mentes, como algunos creen, aunque sí pueda generar transformaciones culturales a medio o -más comúnmente- largo plazo.

A corto plazo tienes las cifras, claro. Puedes, por ejemplo, convocar ayudas o promulgar leyes para combatir la discriminación laboral. No discuto que, con la contundencia y enfoque adecuados, es probable que la estadística te sea propicia desde el primer día... pero que amanezcamos en una España igualitaria de la noche a la mañana se antoja complicado. A lo sumo, la presencia permanente de colectivos discriminados en puestos de responsabilidad contribuiría a normalizar este hecho socialmente. Y precisamente por ello, si el argumento es legislar para modificar esquemas perceptivos y patrones culturales, me sumo, siempre con la convicción de que son necesarias medidas políticas complementarias, fundamentalmente de tipo educativo -y no sólo en términos formales-.

En cualquier caso, habría que ir bastante más lejos y prestar atención a muchos más condicionantes, algo que no es en absoluto el propósito de esta entrada. Simplemente he querido constatar la necesidad de tener siempre presente el factor cultural, que dista mucho de ser una "bobada", por mucho Roger Senserrich diga lo contrario. Las reiteradas alusiones de este y otros autores a las deficiencias de nuestro sistema legal o su aparato burocrático son necesarias... siempre que se tenga en cuenta la clara la relación entre una determinada arquitectura legal y la cultura que la produce y en que se inserta. La cultura, no el folclore... pero ésa es otra historia.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Teatro

Ayer por la noche, haciendo zapping dormitivo, me encontré en Correo tv con una señora que hablaba con esmero sobre las actitudes y aptitudes necesarias para triunfar en el fascinante mundo de las entrevistas laborales. Le dediqué el tiempo suficiente como para apreciar que se detenía en los pequeños detalles del asunto: la forma correcta de ofrecer la mano al saludar, el lenguaje corporal, la importancia de transmitir valores y cualidades más allá del currículo... Conociendo como conozco de primera mano el funcionamiento de varios departamentos de recursos humanos y de consultoras especializadas, me llamó la atención -hasta cierto punto, tampoco es que esperase nada profundo- que no mencionase ni por asomo muchos de los factores que suelen determinar los procesos de selección: preferencias personales, prejuicios y humor del entrevistador, incapacidad para diferenciar formación y experiencia de acreditaciones académicas y profesionales, falsedad documental, mala definición del perfil requerido, complejos y temores personales por parte de los responsables de la empresa contratante, discriminación no explícita por razón de género y/o edad, aplicación severa de filtros poco racionales con objeto de reducir el número de candidatos, aversión hacia la sobrecualificación, nepotismo, caciquismo, endogamia, arbitrariedad, concursos a medida, baremos tendenciosos, intereses políticos, sexismo... Ignorando abiertamente todos estos temas, la clave del funcionamiento del mercado laboral se reducía a cuestiones de forma, a aspectos puramente epidérmicos.

Se trata de un mecanismo propio del espectáculo (debordiano, como siempre en este blog): subsumir la realidad en su representación, diluir problemáticas sistémicas en enfrentamientos circunstanciales e inocuos con objeto de mermar nuestra capacidad de intervención política. No encontramos trabajo porque no sabemos dar la mano, porque no tenemos una sonrisa profident, porque no dominamos la etiqueta o porque no demostramos ser "dinámicos y proactivos". El mensaje es claro: el sistema funciona. Y no se admite retórica alguna a propósito de la (falta de) igualdad de oportunidades, de las asimetrías socioeconómicas o del azar. "Éxito" y "fracaso" no son conceptos ambiguos, son realidades que te definen... y que dependen de ti.

Interiorizar este tipo de discurso implica asumir los síntomas como causas y no profundizar en las estructuras que determinan los modos efectivos de organización social. En el momento en que aceptamos representarnos o percibirnos dentro de los límites que el sistema establece, nuestra fuerza política se reduce a cero. Y esto, que ocurre con algo tan aparentemente banal como una entrevista de trabajo, también ocurre con los procesos electorales, con los debates parlamentarios, con los medios de comunicación... y, cómo no, con este 14N tan estéril como bienintencionado, con esta nueva función teatral que nos asfixia con su caduco reparto: trabajadores, sindicatos, piquetes, patronal, gobierno, recortes, superioridad moral de los voceros de la rebeldía institucionalizada, desahucios -cualquiera podría pensar que empezaron en 2011, por cierto-, izquierda, derecha y una retahíla de frases hechas y argumentarios resobados. En lo que al lenguaje concierne, ni hay revolución ni se la espera. Mal comienzo.

¿Qué queda, pues? Protestar, cándidamente, respetando las reglas del juego (¿de qué me suena? Tal vez de ese -genérico- enfant terrible que grafitea sus reivindicaciones en las paredes virginales del museo). Caer en todas y cada una de las provocaciones, consumirnos en todas y cada una de las batallas, superficiales, que se nos presentan: desde las tertschadas hasta las discusiones sobre las cifras de seguimiento. Éstas últimas son, tal vez, la prueba más evidente de hasta qué punto nos ahogamos en la irrelevancia: ¿a quién le importan? A los que predican un cambio simbólico, imagino, necesario pero insuficiente, porque el "único" seguimiento que necesitamos es tomar conciencia de esa responsabilidad social (política) que funciona veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año; ésa que nos exige no transigir; ésa que requiere informarnos e informar -denunciar si es necesario-, no caer en la complicidad con el poder establecido. Ésa, y no nuestra habitual irresponsabilidad política, dicho de otro modo.

Aceptar nuestro papel implica aceptar un guion que enfatiza lo anecdótico y entierra lo trascendente. No lo repruebo, pero no le veo sentido a protestar contra "los recortes", "los mercados" o "las políticas neoliberales", porque no dejan de ser síntomas. Síntomas de nuestra falta de soberanía, de nuestra degradación moral, de la normalización de la exclusión social, de la extrema violencia inherente a nuestro sistema económico, del fracaso de nuestras estructuras de representación política y sus correspondientes mecanismos de control, de nuestra tendencia congénita al populismo y a la opinión infundada, de nuestra incapacidad para trasladar el foco del debate desde el mesianismo independentista o los hilillos de plastilina -dos entre cientos de ejemplos- hasta cuestiones esenciales sobre la educación, la igualdad o los mecanismos de redistribución de la riqueza, entre otras muchas.

Puede que sea "mejor que nada", pero no dejo de vernos -retomando el burdo paralelismo de antes- como ese técnico en recursos humanos que te cuenta cómo debe llevarse a cabo un proceso de selección diez minutos antes de escoger a un recomendado. Esa actitud, ese fingir que no pasa nada, que reluce un mecanismo que en realidad está desvencijado, nos desorienta y nos desarma. Puede que la fotografía de la multitud, la intervención deslavazada del político de turno y una camaradería impostada nos reconforten, puede que incluso sirvan para lavar alguna conciencia, pero en el fondo refuerzan una ficción interesada. El problema es que no nos preocupa tanto la farsa como el destino de nuestro personaje, por lo que asumimos, irreflexivamente, que el espectáculo debe continuar.

Es fácil derogar leyes, lo difícil es modificar las circunstancias y razones por las que fueron promulgadas. Entre otras cosas, porque para eso hay que bajarse del escenario.

martes, 13 de noviembre de 2012

Estética y sistema


La estética de sistemas va más allá de la representación y el happening; aborda de un modo revolucionario el problema, muy amplio, de la noción de límite. Desde la perspectiva sistémica no hay límites definidos tales como el proscenio teatral o el marco pictórico. Es el concepto y no un término material el que define el sistema. [...] Evaluando sistemas el artista es un perspectivista considerando objetivos, fronteras, estructura, input, output, y actividad relacionada con todo ello dentro y fuera del sistema mismo. Mientras que el objeto suele presentar forma y límites claros, la consistencia del sistema puede ser alterada espaciotemporalmente, y su comportamiento determinado tanto por condiciones externas como por sus propios mecanismos de control.
Jack Burnham: “System Aesthetics”ArtForum, septiembre de 1968. 

Una de las grandes ilusiones del sistema artístico es que el arte se concreta en objetos específicos. Objetos que se entienden como la base material del concepto "obra de arte". Sin embargo, todas las instituciones que procesan datos artísticos, generando información, forman parte de la obra de arte. Sin este sistema-soporte, el objeto deja de tener definición; sin el objeto, en cambio, el sistema puede seguir sustentando la noción de arte.

[...] Hay dos clases de artistas: los que trabajan dentro del sistema artístico y los que trabajan con el sistema artístico. 
Jack Burnham: “Real Time Systems”, ArtForum, septiembre de 1969.

Dos citas para contextualizar mi pequeña aportación al A*Magazine #104Estética de sistemas, o cómo ser crítico con/desde el arte.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Ambigüedad y límites de la resistencia

Entresaco algunos fragmentos, pero merece mucho la pena leer íntegramente esta entrevista a Santiago Sierra editada por Graciela Speranza. Creo que ayuda a contextualizar las habituales polémicas en torno al cometido político del arte y al enfrentamiento entre la voluntad del artista y el marco institucional-económico en que ésta se materializa. Entre otras cosas, porque en vez de parapetarse en los habituales desvaríos retóricos,  la conversación aborda las contradicciones y limitaciones del desarrollo del discurso político en espacios estrictamente reglados de acción y representación.

Has transformado el cubo en contenedor, por ejemplo, mediante distintos procesos de ocultamiento y develamiento, un proceso que llevó a tus obras remuneradas. ¿Por qué la sintaxis del minimalismo se volvió central en tu trabajo?
El minimalismo consigue un efecto de presencia, materialidad y evidencia de gran eficacia formal. Pero los minimalistas intentaron hacer un ABC sintáctico, despreciando completamente cualquier referencia externa. Son orgullosamente arreferenciales y hay ahí una especie de pecado de soberbia. No es que crea que las formas minimalistas no dicen nada. Las obras de Donald Judd, por ejemplo, no se podrían haber hecho en otro siglo. Se hacen en este y tienen una relación descarada con la arquitectura contemporánea, con esos grandes bloques corporativos que pueblan las ciudades. El minimalismo, luego, fue algo muy bueno para usar, como un frasco vacío en el que pones lo que quieras. En estas primeras obras, yo estaba pensando claramente en la mercancía. Cuando se habla del marxismo en mi obra, se habla de esto: la relación con el fetiche de la mercancía, teorizado en el capítulo primero de El capital. Pero en la mercancía, como todos sabemos, no deben quedar rastros de los trabajadores, del proceso, y entonces yo trataba de hacer todo lo contrario. Quería hacer un arte materialista que no hablase del deseo sino de la realidad, con huellas de los trabajadores en los cubos. A partir de ese momento, empecé a no limpiar las salas de arte, por ejemplo, a dejar la suciedad en la sala, e incluso los restos de comida de los trabajadores. No es fácil porque normalmente la gente de limpieza quiere hacer su trabajo y se empeña en limpiarlo, pero es un rastro del trabajo, un dibujo laboral, y entonces me gusta dejarlo. Faltaba el trabajador en las obras, un tema que me parecía que había sido tratado de una manera muy superficial. Porque pienso que el trabajo es una cosa brutal. Es la dictadura. Cuando una persona vende su cuerpo, su alma y su inteligencia a los intereses de una tercera persona, allí está la verdadera dictadura. En el momento en que aceptamos eso y no queremos luchar por nuestra propia independencia y no podemos tomar la vida en nuestras manos, caemos en la red del trabajo. Yo quería buscar una forma dura, inapelable, de hablar de todo eso. Sobre todo, una forma de decir que el trabajador lo que quiere es cobrar. La idea de que el trabajo te dignifica es una tontería, como si uno pudiera estar de acuerdo con ese cartel de la puerta de Auschwitz que dice: “El trabajo nos hace libres”... Pues no. Ahora bien, ¿de qué manera mostrar esto? Algunas de las piezas de esa época son muy claras porque suponen un dolor, el dolor de hacerse un tatuaje, por ejemplo. Hacerse un tatuaje, masturbarse, teñirse el pelo no son acciones denigrantes. Lo que las hace denigrantes es pagar por ellas, coaccionar a otra persona para que lo haga por dinero. Es una relación laboral que se establece, y lo que yo hago es mostrar el momento más duro, quitando todo truquito esperanzador como puede ser el sonido si se trata de un video.

...¿La obra quiere dejar en evidencia el sadismo social? Vivimos en una sociedad de un sadismo absoluto. En cuanto a la remuneración, eso es algo que no he inventado yo, desde luego. Está tomado del entorno y lo que hago es explicitarlo. Me interesaba hacer una obra muy de perogrullo, muy materialista, con muy poca fantasía. Y reconocer esto era importante: el tema del pintor y su modelo, el tema del pintor y su estudio, de quién ha pintado realmente el cuadro firmado por Velázquez. Son cuestiones muy antiguas, pero explicitarlas es importante, porque si yo presento una fotografía de una persona con una línea tatuada en la espalda y le pongo por título “Mi amigo Andrés #3” u “Oda a la primavera #5”, no habría ningún tipo de polémica. La polémica aparece cuando dices que todas estas cosas se hacen por dinero y que incluso mi presencia allí es por dinero.

...Hay otras obras que politizan el land art, como por ejemplo Sumisión en Ciudad Juárez en 2006-2007, Enterramiento de diez trabajadores en Italia en 2010 o, más recientemente, el NO trazado en una cosecha, en Francia en 2011. En estas obras realizadas fuera de los espacios del arte, ¿te importa la imagen que crean, el relato o la realización misma en la comunidad implicada?

Los artistas del land art decían que para ellos la naturaleza era como un papel en blanco en donde dibujar. A mí me gustaba mucho esa idea, pero no pensando en una hoja en blanco sino en un papel sucio. El sitio de Sumisión es una zona desértica, pero no es el desierto limpio, virginal. Estamos en Anapra, que es un barrio pegado a la frontera de Estados Unidos en Ciudad Juárez, una zona en donde viven muchos trabajadores, sin agua potable en muchos casos, sin nada. Es gente sometida a una represión brutal, no digamos ya las mujeres, a quienes descuartizan y reparten en pedacitos. El grueso de los trabajadores de la maquila son mujeres porque los hombres suelen saltar la verja y se van, lo que explica la brutalidad hacia ellas. Yo quería entonces hacer un gesto como el de la línea para sacar a relucir esa historia. Me gusta crear una imagen que tiene detrás una historia y, sí, me gustan las historias cargadas. En cuanto a la obra de los trabajadores que se entierran, se trata de senegaleses de Livorno, un puerto en una zona industrial, víctimas de un racismo brutal. Los contraté para hacerlos desaparecer enterrándolos. La serie fotográfica, compuesta de cuatro fotos, puede ordenarse de dos maneras, de modo que desaparezcan o aparezcan. Así que el coleccionista... (sonríe) puede ordenar las fotos como quiera, con los trabajadores saliendo o entrando en la tierra... Cuando las obras pasan a manos de un coleccionista, el significado cambia totalmente. Porque si yo soy un millonario y tengo un NO en mi casa, ¿qué estoy diciendo? Estoy diciendo, “¿Qué pasa aquí?”, ¿no?

¿Y el NO en el sembrado?

Es una suerte de homenaje a una gente que a mí me gusta mucho, los circlemakers, que se dedican a trazar círculos en sembrados, pero no lo hacen para llamar la atención del mundo del arte sino para engañar a la gente que cree en los extraterrestres. Es una especie de land art graffiti y lo hacen de maravillas, porque cuanto más perfecto, más se creen los ingenuos que lo hizo un marciano. A mí me parecen unos tipos interesantísimos, sobre todo porque no quieren nada, no es arte profesional. No sé cómo el mundo del arte todavía no ha reparado en ellos.

Un efecto que produce tu obra es que gran parte del arte contemporáneo resulta por comparación un poco ingenuo, falso, insuficiente. ¿Con qué artistas encontrás sintonía?
Bueno, muchos de mis amigos son artistas y sí encuentro sintonía. Pero pienso que el mundo del arte está arrodillado a los pies de la usura. Realmente creo que estamos haciendo un papelón. Parecemos la orquesta del Titanic, tocando mientras el barco se hunde para que la nobleza abandone el barco contenta. Si estamos cabreados y no nos gusta lo que hay alrededor, ¿por qué vamos a hacer cosas bonitas? Deberíamos hacer una huelga estética y negarnos a presentar cosas bellas en museos e instituciones.
¿Y cuáles son tus propios límites? ¿Qué tipo de cosas no harías?
Mis límites son los de la realidad y los del sistema capitalista. Lo que no haría es volar, por ejemplo. Y no puedo hacer nada que no resulte en un producto comercial, o que carezca de un mecanismo comercial para hacerlo. Sin dinero no se puede trabajar. Es la imposición, la marca de la bestia. El 666. El dinero y la ley natural.
Según lo que tratamos de recomponer en la conversación, tu obra ha atacado francamente y reformulado muchas de las categorías del arte: la representación, el rol del espectador, la relación del arte con la política. El lugar que ha quedado más intocado quizás es el del autor, el rédito simbólico que finalmente le queda al autor. ¿Te interesa este problema?
Yo creo que el autor es siempre colectivo. Yo me hago responsable, yo lo firmo, digo que la obra es mía, pero hay muchas cosas que yo no he hecho. El NO no es mío, no lo he inventado, ni he creado la situación con el Papa. Normalmente procuro que sean piezas sin originalidad, que en la obra no sea la originalidad lo que llame la atención, sino que sea lo redundante, lo conectado, lo implicado con la realidad. Al autor lo traté con mucho desprecio y coraje al principio de mi carrera, sobre todo en la etapa mexicana, en la que aparece como un ser vil, despreciable, como un tipo explotador. En México esto funcionaba muy bien porque al ser yo español era más fácil identificarme con el explotador. Ahí creo que había un ataque al autor que tenía más cerca, que era yo mismo. Porque es por ahí por donde hay que empezar, ¿no?