miércoles, 14 de noviembre de 2012

Teatro

Ayer por la noche, haciendo zapping dormitivo, me encontré en Correo tv con una señora que hablaba con esmero sobre las actitudes y aptitudes necesarias para triunfar en el fascinante mundo de las entrevistas laborales. Le dediqué el tiempo suficiente como para apreciar que se detenía en los pequeños detalles del asunto: la forma correcta de ofrecer la mano al saludar, el lenguaje corporal, la importancia de transmitir valores y cualidades más allá del currículo... Conociendo como conozco de primera mano el funcionamiento de varios departamentos de recursos humanos y de consultoras especializadas, me llamó la atención -hasta cierto punto, tampoco es que esperase nada profundo- que no mencionase ni por asomo muchos de los factores que suelen determinar los procesos de selección: preferencias personales, prejuicios y humor del entrevistador, incapacidad para diferenciar formación y experiencia de acreditaciones académicas y profesionales, falsedad documental, mala definición del perfil requerido, complejos y temores personales por parte de los responsables de la empresa contratante, discriminación no explícita por razón de género y/o edad, aplicación severa de filtros poco racionales con objeto de reducir el número de candidatos, aversión hacia la sobrecualificación, nepotismo, caciquismo, endogamia, arbitrariedad, concursos a medida, baremos tendenciosos, intereses políticos, sexismo... Ignorando abiertamente todos estos temas, la clave del funcionamiento del mercado laboral se reducía a cuestiones de forma, a aspectos puramente epidérmicos.

Se trata de un mecanismo propio del espectáculo (debordiano, como siempre en este blog): subsumir la realidad en su representación, diluir problemáticas sistémicas en enfrentamientos circunstanciales e inocuos con objeto de mermar nuestra capacidad de intervención política. No encontramos trabajo porque no sabemos dar la mano, porque no tenemos una sonrisa profident, porque no dominamos la etiqueta o porque no demostramos ser "dinámicos y proactivos". El mensaje es claro: el sistema funciona. Y no se admite retórica alguna a propósito de la (falta de) igualdad de oportunidades, de las asimetrías socioeconómicas o del azar. "Éxito" y "fracaso" no son conceptos ambiguos, son realidades que te definen... y que dependen de ti.

Interiorizar este tipo de discurso implica asumir los síntomas como causas y no profundizar en las estructuras que determinan los modos efectivos de organización social. En el momento en que aceptamos representarnos o percibirnos dentro de los límites que el sistema establece, nuestra fuerza política se reduce a cero. Y esto, que ocurre con algo tan aparentemente banal como una entrevista de trabajo, también ocurre con los procesos electorales, con los debates parlamentarios, con los medios de comunicación... y, cómo no, con este 14N tan estéril como bienintencionado, con esta nueva función teatral que nos asfixia con su caduco reparto: trabajadores, sindicatos, piquetes, patronal, gobierno, recortes, superioridad moral de los voceros de la rebeldía institucionalizada, desahucios -cualquiera podría pensar que empezaron en 2011, por cierto-, izquierda, derecha y una retahíla de frases hechas y argumentarios resobados. En lo que al lenguaje concierne, ni hay revolución ni se la espera. Mal comienzo.

¿Qué queda, pues? Protestar, cándidamente, respetando las reglas del juego (¿de qué me suena? Tal vez de ese -genérico- enfant terrible que grafitea sus reivindicaciones en las paredes virginales del museo). Caer en todas y cada una de las provocaciones, consumirnos en todas y cada una de las batallas, superficiales, que se nos presentan: desde las tertschadas hasta las discusiones sobre las cifras de seguimiento. Éstas últimas son, tal vez, la prueba más evidente de hasta qué punto nos ahogamos en la irrelevancia: ¿a quién le importan? A los que predican un cambio simbólico, imagino, necesario pero insuficiente, porque el "único" seguimiento que necesitamos es tomar conciencia de esa responsabilidad social (política) que funciona veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año; ésa que nos exige no transigir; ésa que requiere informarnos e informar -denunciar si es necesario-, no caer en la complicidad con el poder establecido. Ésa, y no nuestra habitual irresponsabilidad política, dicho de otro modo.

Aceptar nuestro papel implica aceptar un guion que enfatiza lo anecdótico y entierra lo trascendente. No lo repruebo, pero no le veo sentido a protestar contra "los recortes", "los mercados" o "las políticas neoliberales", porque no dejan de ser síntomas. Síntomas de nuestra falta de soberanía, de nuestra degradación moral, de la normalización de la exclusión social, de la extrema violencia inherente a nuestro sistema económico, del fracaso de nuestras estructuras de representación política y sus correspondientes mecanismos de control, de nuestra tendencia congénita al populismo y a la opinión infundada, de nuestra incapacidad para trasladar el foco del debate desde el mesianismo independentista o los hilillos de plastilina -dos entre cientos de ejemplos- hasta cuestiones esenciales sobre la educación, la igualdad o los mecanismos de redistribución de la riqueza, entre otras muchas.

Puede que sea "mejor que nada", pero no dejo de vernos -retomando el burdo paralelismo de antes- como ese técnico en recursos humanos que te cuenta cómo debe llevarse a cabo un proceso de selección diez minutos antes de escoger a un recomendado. Esa actitud, ese fingir que no pasa nada, que reluce un mecanismo que en realidad está desvencijado, nos desorienta y nos desarma. Puede que la fotografía de la multitud, la intervención deslavazada del político de turno y una camaradería impostada nos reconforten, puede que incluso sirvan para lavar alguna conciencia, pero en el fondo refuerzan una ficción interesada. El problema es que no nos preocupa tanto la farsa como el destino de nuestro personaje, por lo que asumimos, irreflexivamente, que el espectáculo debe continuar.

Es fácil derogar leyes, lo difícil es modificar las circunstancias y razones por las que fueron promulgadas. Entre otras cosas, porque para eso hay que bajarse del escenario.

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