lunes, 28 de noviembre de 2011

Art & Money

[...] The truth is that Cattelan’s presence at the Guggenheim has nothing to do with what the public may or may not want. Cattelan is at the Guggenheim because the big money in the art business is behind him. The other day, one of his minor works, a miniature model of two elevator doors, sold for just over a million dollars at Christie’s. (It comes in an edition of ten, one of which is hanging on Fifth Avenue and 89th Street.)
[...] The collector Eli Broad was quoted, at the end of the auction, explaining that “People would rather have art than gold or paper.” To which it seems to me the only response is that people who have millions of dollars to spend on a Cattelan, a Gober, or a Lichtenstein are not what used to be known as “the people.” Never mind. What “the people” are more and more seeing when they go to museums is what Eli Broad and a few other collectors and dealers with very deep pockets think they should see. At that same Christie’s auction, the gallerist Larry Gagosian bought an early Cy Twombly for $5.2 million. Twombly, who died in July, is nowadays regarded by some as one of the giants of modern art. His reputation is so high that over the summer the Dulwich Picture Gallery in London mounted an exhibition, “Twombly and Poussin: Arcadian Painters,” that paired him with the seventeenth-century French artist who redefined classicism for the modern world. Whatever one may think of Twombly—and I like some of his earlier work quite a bit—the Dulwich show was a rather astonishing example of reputation inflation. And who, pray tell, sponsored “Twombly and Poussin”? I can’t say I was surprised, on opening the exhibition catalogue, to discover that the sponsor was none other than Larry Gagosian.
Money and culture have never been easily disentangled, nor would one want them to be, considering that culture is by no means cost efficient. But there are different forms of patronage and different kinds of entanglements. And culture is now in retreat before the brute force of money.

[...] In 1931 Diego Rivera was the second artist selected for a one man show at MoMA; Matisse had been the first. One of the moving forces in the founding of the museum, just two years old at the time, was Abby Aldrich Rockefeller, who took an interest in Rivera’s work and lent financial support to the exhibition. She was much involved in getting Rivera, an avowed Leftist, the commission for a vast mural at Rockefeller Center, a building project dedicated to the glories of capitalism. The mural was to be devoted to the theme of man at the crossroads. And the project was nearing completion when it was scrapped by the Rockefellers, who paid Rivera the rest of his fee, sent him packing, and destroyed the mural, unwilling to accept either Rivera’s flattering portrait of Lenin or his unflattering portrait of John D. Rockefeller Jr. or both, it is not clear.
[...] During the period Rivera was in Moscow filling his sketchbook, Trotsky was expelled from the Communist Party, and by the time Rivera arrived in New York for the MoMA show he was a Trotskyite and thus aware of the Stalinist perils that no amount of brilliant red banners could disguise. Rivera’s Moscow Sketchbook was owned by none other than Abby Aldrich Rockefeller, who gave it to the Museum of Modern Art, a souvenir of the pageantry of Soviet Communism deposited in an American museum by the matriarch of one of capitalism’s defining dynasties. The ironies are almost incalculable. And we must not forget that Rivera was himself a fashionable figure in the early 1930s, at home in café society. As I said before, art and money can never be disentangled, nor would we want them to be. But there is money and there is money. And what Rockefeller money did for American art in the 1930s is a far cry from what the rich are doing to American art eighty years later.
Dirty Money, por Jed Perl.

Vía @MaxisLovely

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Warhol vs. Beuys

You mention Occupy Wall Street. We are in a paradigm-shifting period, or so one hopes. Do you feel that, in this society in crisis, the role of the artist is changing?
When I was a kid, and started to be obsessed by art in the 1980s, the art world was in this polarity Warhol/Beuys, Beuys/Warhol. Both expended the notion of art extremely but in very different ways. Beuys was co-founder of the Green Party, and for me, as a teenager, I was really interested in this idea of him being a political activist. Warhol extended the notion of art more within art itself, but Beuys was blurring art and life. Then Beuys died, and Warhol was hugely more influential over the last 20 years than Beuys. But one can observe right now younger artists connecting to Beuys, so that might be a partial answer to your question.
What is interesting right now is that these initiatives remain very often individual and you don't necessarily have movements. When we did the Manifesto Marathon, Tino Seghal was wondering if the movement with a manifesto was a very masculine, very loud thing — very 20th century. The 21st century is more about conversations.
Hans Ulrich Obrist on His New Art Movement, "Posthastism" (Artinfo)


Es interesante que Obrist hable de la "polaridad" Warhol/Beuys. No sólo porque constituye un ejemplo elocuente de hasta qué punto es flexible el concepto arte, sino sobre todo porque permite determinar las coordenadas actuales de las instituciones artísticas.

Efectivamente, desde los años ochenta el museo ha sido, directa o indirectamente, territorio Warhol. Incluso cuando no lo ha pretendido; incluso cuando se ha puesto dadá (naïf, claro); incluso ahora que, bajo múltiples denominaciones y premisas, se disfraza de Beuys. Por decirlo de algún modo, hoy la institución-Arte se define a través de ese inverosímil acto de travestismo.

Beuys marca la pauta, es cierto, pero en la calle, cuando se apagan las luces del museo, ese lugar donde las "conversaciones" a las que alude Obrist no suelen ser tales... Ni lo pretenden.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

El Centro Niemeyer y el "poder transformador de la cultura"

El pasado martes, Baleiro organizó el segundo de sus Encontros Off, sesiones de trabajo abiertas en torno a la creación contemporánea, planteadas a modo de contraprogramación -low cost, entiéndase bien- a los principales eventos culturales de Galicia.

En esta ocasión, el I Foro Internacional de Espazos para a Cultura (FIEC) sirvió como pretexto. Streaming mediante, pudimos ver y comentar las diferentes intervenciones de su primera jornada; y entre ellas había una, la de Natalio Grueso, que un servidor esperaba con impaciencia. Considerando la trayectoria y actual situación del Centro Niemeyer y de la Ciudad de la Cultura, escuchar en ésta al director de aquél hablando sobre gestión cultural resultaba, cuando menos, paradójico.

Mis expectativas eran altas -imaginaba algo sorprendente, casi inverosímil- y he de decir que se cumplieron con creces. La charla del señor Grueso [vídeo] evidenció algunos de los rasgos característicos del discurso "oficial" de las instituciones culturales, comenzando por su tendencia a la hipérbole y a enrocarse, de manera casi enfermiza, en el territorio de lo abstracto. Sin ir más lejos, a las primeras de cambio, Grueso citó a Niemeyer -para quien sólo le faltó pedir la canonización, por cierto- con toda la pompa uno pueda imaginar: "vamos a crear una gran plaza para todos los hombres y mujeres del mundo: un espacio para la educación, para la cultura y para la paz" (min. 15:55). Aquello fue sólo el principio, ya que en cuestión de segundos completó el discurso definiendo el centro avilesino como "una fábrica de momentos de felicidad" (min. 17:03). Una "fábrica de momentos de felicidad", nada más y nada menos. Y no, no fue un arrebato de lucidez poética, ya que toda la conferencia orbitó en torno a la idea de que el Centro Niemeyer había llevado la luz y la civilización a una tierra culturalmente yerma. Bonito, ¿eh?

Es curioso, porque te pasas la vida siguiendo la actividad de, qué sé yo, Platoniq, Zemos98, Yproductions, Alg-a y tantos otros colectivos dedicados, de una u otra forma, al arte y la cultura, y te das cuenta de que todo lo que hacen es tangible y puede ser descrito de manera sencilla: educación expandida por aquí, investigación cultural por allá, software libre, financiación colectiva, programación creativa... Sus aportaciones son amplias y complejas, pero los términos con que se refieren a ellas son muy concretos. Además, sus proyectos se adaptan a públicos y espacios específicos, haciendo prevalecer lo micro (redes y comunidades locales) frente a lo macro.

Por eso, cuando escuchas a los grandes nombres de las grandes instituciones exhibiendo una retórica tan imprecisa como grandilocuente, te quedas de piedra. ¿Por qué conformarse con proyectos mundanos pudiendo aspirar a la gloria eterna? Es que oyes hablar de "una plaza para todos los hombres y mujeres del mundo" y de una "fábrica de felicidad" y sólo puedes imaginar a los avilesinos bebiendo champán de los pechos de Afrodita de la mañana a la noche, mientras reciben con besos, sonrisas y flores a todos los huérfanos de la tierra. Paz, ilusión, amor, comunión entre las razas... ¿Es tan difícil explicar lo que uno hace sin tanta tontería? Parece que sí, al menos cuando uno no está convencido de lo que hace o no tiene muy claro en qué consiste... He aquí uno de nuestros múltiples cánceres institucionales.

La verdad es que la cosa tiene más miga de lo que parece. Recuerdo con nitidez la primera vez que alguien me contó en primera persona su experiencia en el Niemeyer. Fue el pasado mes de agosto, cuando un matrimonio alemán comenzó preguntándome a propósito de la Ciudad de la Cultura y terminó narrándome las dificultades que había tenido para visitar el nuevo hito arquitectónico de Avilés. Al parecer, el acceso para minusválidos presentaba ciertas complicaciones y, por si fuera poco, la señalización del centro era deficiente. No puedo corroborarlo, ya que no he tenido ocasión de comprobarlo in situ, pero lo poco que se puede encontrar al respecto en internet [ver también temas parking e indicadores] parece refrendar la opinión de la pareja germana.

Es ciertamente irónico. Creas una plaza para todos los seres humanos (¡todos, me encanta!), pero te olvidas de que tienen que entrar en ella. ¿No sería más fácil dejar el cuento del ágora de la humanidad y centrarse en algo más tangible, como un centro cultural en Avilés, por ejemplo? Probablemente, pero contra el glamour del binomio arquitecto-mesías / gestor-profeta no se puede competir.

En cualquier caso, hasta este punto y a pesar de todo, la conferencia había sido relativamente tolerable. El verdadero drama llegó más tarde, aunque estaba cantado desde los primeros minutos, concretamente desde que el señor Grueso tuvo la feliz idea de decir -¡en la Ciudad de la Cultura, señores!- que un proyecto arquitectónico serio tiene que estar subordinado a un programa y adaptado a su entorno. La tentación era demasiado grande y, al final de la charla, alguien hizo la pregunta obvia: ¿no es contradictorio decir eso en un lugar como éste?

Grueso se fue por las ramas y habló de la economía del Eje Atlántico (! min. 64), justo antes de afirmar no poder juzgar el proyecto compostelano por no conocerlo en profundidad (!! min. 65). Hasta aquí, seamos sinceros, la respuesta fue previsible, ¿qué clase de huésped mordería la mano de su anfitrión? Lo sorprendente vino después y merece la pena transcribirlo:

"Lo que sí puedo decir es que cualquier euro gastado en cultura me parece muy bien gastado, comparado con lo que se hace en otra serie de cosas, y eso yo creo que es algo que tenemos que reflexionar y que es importante [...] Hay una equivocación terrible por la que se equipara cultura a entretenimiento, a espectáculo. Eso lo han hecho nuestros amigos estadounidenses muy bien. El entertainment. Son los grandes en eso. Pero la cultura no es eso. Si acaso el entretenimiento es una parte de la cultura. La cultura es algo mucho más importante, es más, me atrevería a decir que en un país como España es la piedra fundamental que todavía mantiene unido a este país" (min. 65:05).

Vale que la conferencia había sido demagógica desde el primer momento, pero lo de este fragmento es indescriptible. Es tan ambiguo y tan falaz que no sé ni por dónde empezar.

Bueno, sí, descarto por falta de ganas la unidad de España y el entertainment (tiene gracia que Grueso reivindique la alta cultura cuando le han criticado, desde el primer día, por programar sin criterio, a golpe de figuras del mundo del espectáculo). Me centro, pues, en una cuestión básica: ¿qué significa exactamente eso de "gastar en cultura"?

Estamos tan acostumbrados a escuchar "gastar en sanidad", "gastar en educación" o "gastar en defensa" que pocas veces nos paramos a reflexionar sobre el significado real de estas expresiones. No existe tal cosa como "gastar en sanidad": gastas en el personal de un centro médico, en el instrumental quirúrgico o en las instalaciones hospitalarias, pero nunca, de manera genérica, en "sanidad". Lo que ocurre es que asumimos que el presupuesto del Ministerio de Sanidad y el gasto sanitario son lo mismo, y como tenemos bien atado el concepto de "sanidad" y lo que comporta, nos quedamos tranquilos. Sin embargo... ¿qué queremos decir cuando hablamos de cultura? Nada. ¿Y cuando hablamos de gasto en cultura? Nada, obviamente. Obras de arte, museos, programas educativos, producciones musicales y cinematográficas, publicidad, literatura, patrimonio histórico... Desde el punto de vista teórico es una idea tan amplia y tan etérea que no hay forma de acotarla; y desde el punto de vista de los organismos públicos comprende tantas cosas y tan diferentes entre sí que parece una broma de mal gusto.

Lo único que tenemos claro del concepto de cultura es que funciona como un mecanismo defensivo/ofensivo al servicio de determinados organismos y de quienes los gobiernan. El planteamiento es simple: las instituciones culturales afirman que cultura es aquello que ellas definen como tal -y ellas mismas, en tanto que tales. De este modo, si las criticas eres un bárbaro que quiere destruir la cultura y se acaba la partida. ¿Qué quiere decir, entonces, el señor Grueso cuando habla de gastar en cultura? Quiere decir gastar en centros y organismos culturales como los que le alimentan. Y cuando dice que cualquier género de gasto en ellos está justificado, quiere decir que los gestores de estos organismos no deben rendir cuentas de su gestión ante nadie. Es decir -hablemos claro-, que con tal de poner un cartel que diga "museo" en la puerta de cualquier edificio podemos tirar de dinero público para hacer lo que nos plazca en su interior, sin admitir reproche alguno. Si alguien nos critica porque la programación está montada para nuestros amigos o nuestro lucimiento personal, porque malgastamos el dinero a manos llenas o porque lo "invertimos" en montar un harén o en botellas de cava, lo despachamos tildándolo de "enemigo de la cultura". El corporativismo hace el resto.

La cosa es muy sencilla: en los centros culturales el dinero se puede gastar muy bien o muy mal, porque la valoración correspondiente no depende del sujeto, sino del objeto del gasto. A un gestor cultural no se le puede pedir, por tanto, que arregle el mundo -y mucho menos que venda el favor de arreglarlo-, pero sí se le puede -y debe- pedir que demuestre que el presupuesto que maneja revierte positivamente en la comunidad que lo paga. Por eso es muy poco ético hablar en esos términos de gastar en cultura; y por eso es muy poco ético que mucha gente que trabaja en el sector siga callándose -¡cuando no aplaudiendo!- ante este tipo de discursos. Lo peor es que después vienen los lloriqueos -nunca faltan- por el descrédito de las instituciones culturales... Pues haberlo pensado mejor antes de respaldar las elucubraciones de turno.

Paradójicamente, aunque la conferencia de Grueso llevaba por título El poder transformador de la Cultura, en una hora de speech lo único que quedó claro fue que el Niemeyer transformó el paisaje urbano y las cuentas públicas. De la cultura, con minúsculas, como procomún, como capacidad de reflexión y crítica o como elemento de transformación social y empoderamiento ciudadano, ni rastro.

Quedémonos, pues, con que, por fortuna y aunque alguno no se haya enterado, en Avilés, como en Compostela, había cultura antes de los proyectos de Niemeyer y Eisenman... Y con que la seguirá habiendo después -y a pesar- de ellos.

domingo, 6 de noviembre de 2011

¿Cultura libre?

[...] Unfortunately, The Free Software Foundation does not extend “Freedom to Tinker” to Culture:
Cultural works released by the Free Software Foundation come with “No Derivatives” restrictions. They rationalize it here: Works that express someone's opinion—memoirs, editorials, and so on—serve a fundamentally different purpose than works for practical use like software and documentation. Because of this, we expect them to provide recipients with a different set of permissions (notice how users are now called "recipients," and their Freedoms are now called "permissions" --NP): just the permission to copy and distribute the work verbatim. (link)
The problem with this is that it is dead wrong. You do not know what purposes your works might serve others. You do not know how works might be found “practical” by others. To claim to understand the limits of “utility” of cultural works betrays an irrational bias toward software and against all other creative work. It is anti-Art, valuing software above the rest of culture. It says coders alone are entitled to Freedom, but everyone else can suck it. Use of -ND restrictions is an unjustifiable infringement on the freedom of others.

[...] Some filmmakers are beginning to think the term “Free Culture” is cool, but they still want to restrict others' freedom and impose commercial monopolies on their works. The book Free Culture by Lawrence Lessig its itself not Free culture, but it is widely looked up to. It sets an unfortunate and confusing example with its Non-Commercial license. It illustrates the absence of guiding principles in the Free Culture movement. 
I have spoken to many artists who insist there's “no real difference” between Non-Commercial licenses and Free alternatives. Yet these differences are well known and unacceptable in Free Software, for good reason. Calling Non-Commercial restrictions “Free Culture” neuters what could be an effective movement, if it only had principles.

[...] I want Free Software people to take Culture seriously. I want a Free Culture movement guided by principles of Freedom, just as the Free Software movement is guided by principles of Freedom. I want a name I can use that means something – the phrase “Free Culture” is increasingly meaningless, as it is often applied to unFree practices, and is also the name of a famous book that is itself encumbered with Non-Commercial restrictions.
[...] There is little reward to help your neighbor, when you are guaranteed to lose money doing so. “Free Culture” with non-Commercial restrictions will remain a hobby for those with a surplus of time and labor, and those who only accept money from monopolists.

I want commerce without monopolies. I want people to understand the difference.

Why are the Freedoms guaranteed for Free Software not guaranteed for Free Culture?, por Nina Paley.

vía @pjorge

martes, 1 de noviembre de 2011

El comisario frente a la desaparición de la política cultural

¿Qué papel tenemos los comisarios en un mercado como el institucional, que se ha deshecho de toda política cultural, de toda planificación territorial, de toda responsabilidad en la educación artística? ¿Qué papel tenemos los y las comisarias cuando los sucesivos ministerios de cultura manifiestan diáfanamente que la única política cultural válida es aquella que es capaz de “reconocer los méritos de una obra y, sobre todo, los contenidos de una vida entera al servicio de las artes y el saber”? ¿es la política cultural la simple otorgación de premios? ¿o la creación de mecanismos al servicio de las prácticas sociales y culturales de determinadas comunidades?

Si los diseñadores se dedican a embellecer los productos del capital, a ordenarlos, a colocarlos en el disparadero comercial, a darles valores que, por defecto, van más allá del producto en sí, entonces deberíamos preguntarnos si los comisarios no son lo mismo. ¿Hasta qué punto los comisarios no somos más que diseñadores del arte, diseñadores audiovisuales, cuyos éxitos o fracasos se miden por la capacidad de dar al poder el espectáculo necesario para camuflar un hecho incontestable: que no existe institución alguna que se dedique a promover un arte que la cuestione? Esta elocuente verdad no deja bien parada la profesión, desde luego. El comisariado, desde esta perspectiva, es directo cómplice en la institucionalización de un modelo previsible de cultura.
¿A qué me refiero con el fin de la política artística?: Hoy la política cultural está al servicio de la compleja trama turística que existe en España. Se inauguran bienales de arte o se abren decenas de museos de arte contemporáneo en otras tantas ciudades, con presupuestos que hipotecan casi completamente la financiación de cualquier otro proyecto cultural en la ciudad o la región (los casos de Artium en Vitoria, el MUSAC en León, o el CAC en Málaga son recientes espejos). Esos museos no están allí para generar estructuras locales de creación, sino para convertirse en iconos de la ciudad gracias a sus arquitecturas; para acabar albergando determinadas colecciones de artistas famosos o para acoger exposiciones de corte internacional, altamente espectacularizadas y facilmente mediatizables en las rutas turísticas.
[...] Dada esta situación de anomía institucional, el comisario debe mirar el musgo más que la seta: debe facilitar las cosas para que el tejido cultural de una comunidad pueda representarse tal y cómo ésta desea, no dependiendo ni de formulaciones culturales impuestas (como se intuyen en las políticas municipales de Barcelona) ni de las ausentes políticas culturales que han provocado en buena medida este estado de cosas (como se constata en la política cultural de estado). Directores de museo prácticamente ausentes de los centros que dirigen y absolutamente desconocedores de las ciudades en las que éstos están.
[...] El comisariado comprometido debe devenir comisariado crítico que desmantele parte o toda la estructura barroca, cortesana y formalista que ahoga las prácticas existentes o las ningunea en beneficio de las estrategias de los políticos o del mercado, y que conciben la cultura como un nuevo resorte turístico y económico o como una palanca para fijar marcas comerciales.
El comisario crítico debe, ante todo, dejar de pensar en corrientes estéticas y en adivinar cuales de ellas tienen cabida institucional, y debería centrarse en ayudar a que las prácticas y usos creativos de muchos sectores de la sociedad (incluyendo los no estrictamente artísticos) puedan desplegar su potencial; debe favorecer la comprensión de esta situación entre los responsables institucionales; debe implicarse directamente en la defensa de los derechos laborales y representacionales de los artistas, creadores, colectivos y asociaciones; debe buscar nuevas fórmulas de financiación que conduzcan a una desinstitucionalización de los costes para que estos reviertan definitivamente en los actores productivos; debe desinstitucionalizar el contexto museístico en el que habitualmente acaban secuestradas muchas experiencias creativas; debe favorecer el experimento pero en directa relación con la experiencia existente que ha dado lugar al experimento; debe deshacer, y en profundidad, la perniciosa mentalidad formalista en la realización de exposiciones, potenciando la producción horizontal e investigadora de la muestra. El comisario crítico debe aprovechar mucho más la creación de redes (Internet) por encima del fetiche del catálogo, cuya única utilidad, a menudo, es la propaganda institucional y la justificación promocional de la misma. Un comisariado libre debe dejar de pensar que no puede morder la mano que le da de comer; por muchas razones, pero la más importante es que esa mano no es la de la institución sino la del artista. Un comisario consciente de la situación política de las artes (de su uso y de su abuso) debe tener presente que el 92% de la gente (que es el porcentaje de personas que nunca va a museos) no puede estar enteramente equivocada.
No se debe caer de ninguna forma en el populismo, pero sí infiltrarse en códigos no artísticos que están mucho más cerca de la gente: esto es; aprender a camuflarse en contextos externos a los tradicionales del arte para aportar las reflexiones.
[...] El comisario-crítico debe fundamentar su trabajo, en esta era de la transformación de la política cultural bajo el paraguas de la economía de servicios, en la transmisión de conocimiento y en la fuerza de ver cómo ese conocimiento se transforma a su vez en otras muchas cosas, artísticas o no artísticas, ¡qué más dará!

El comisario frente a la desaparición de la política cultural, por Jorge Luis Marzo

vía @RubenMartinez