¿Qué papel tenemos los comisarios en un mercado como el institucional, que se ha deshecho de toda política cultural, de toda planificación territorial, de toda responsabilidad en la educación artística? ¿Qué papel tenemos los y las comisarias cuando los sucesivos ministerios de cultura manifiestan diáfanamente que la única política cultural válida es aquella que es capaz de “reconocer los méritos de una obra y, sobre todo, los contenidos de una vida entera al servicio de las artes y el saber”? ¿es la política cultural la simple otorgación de premios? ¿o la creación de mecanismos al servicio de las prácticas sociales y culturales de determinadas comunidades?
Si los diseñadores se dedican a embellecer los productos del capital, a ordenarlos, a colocarlos en el disparadero comercial, a darles valores que, por defecto, van más allá del producto en sí, entonces deberíamos preguntarnos si los comisarios no son lo mismo. ¿Hasta qué punto los comisarios no somos más que diseñadores del arte, diseñadores audiovisuales, cuyos éxitos o fracasos se miden por la capacidad de dar al poder el espectáculo necesario para camuflar un hecho incontestable: que no existe institución alguna que se dedique a promover un arte que la cuestione? Esta elocuente verdad no deja bien parada la profesión, desde luego. El comisariado, desde esta perspectiva, es directo cómplice en la institucionalización de un modelo previsible de cultura.
¿A qué me refiero con el fin de la política artística?: Hoy la política cultural está al servicio de la compleja trama turística que existe en España. Se inauguran bienales de arte o se abren decenas de museos de arte contemporáneo en otras tantas ciudades, con presupuestos que hipotecan casi completamente la financiación de cualquier otro proyecto cultural en la ciudad o la región (los casos de Artium en Vitoria, el MUSAC en León, o el CAC en Málaga son recientes espejos). Esos museos no están allí para generar estructuras locales de creación, sino para convertirse en iconos de la ciudad gracias a sus arquitecturas; para acabar albergando determinadas colecciones de artistas famosos o para acoger exposiciones de corte internacional, altamente espectacularizadas y facilmente mediatizables en las rutas turísticas.
[...] Dada esta situación de anomía institucional, el comisario debe mirar el musgo más que la seta: debe facilitar las cosas para que el tejido cultural de una comunidad pueda representarse tal y cómo ésta desea, no dependiendo ni de formulaciones culturales impuestas (como se intuyen en las políticas municipales de Barcelona) ni de las ausentes políticas culturales que han provocado en buena medida este estado de cosas (como se constata en la política cultural de estado). Directores de museo prácticamente ausentes de los centros que dirigen y absolutamente desconocedores de las ciudades en las que éstos están.
[...] El comisariado comprometido debe devenir comisariado crítico que desmantele parte o toda la estructura barroca, cortesana y formalista que ahoga las prácticas existentes o las ningunea en beneficio de las estrategias de los políticos o del mercado, y que conciben la cultura como un nuevo resorte turístico y económico o como una palanca para fijar marcas comerciales.
El comisario crítico debe, ante todo, dejar de pensar en corrientes estéticas y en adivinar cuales de ellas tienen cabida institucional, y debería centrarse en ayudar a que las prácticas y usos creativos de muchos sectores de la sociedad (incluyendo los no estrictamente artísticos) puedan desplegar su potencial; debe favorecer la comprensión de esta situación entre los responsables institucionales; debe implicarse directamente en la defensa de los derechos laborales y representacionales de los artistas, creadores, colectivos y asociaciones; debe buscar nuevas fórmulas de financiación que conduzcan a una desinstitucionalización de los costes para que estos reviertan definitivamente en los actores productivos; debe desinstitucionalizar el contexto museístico en el que habitualmente acaban secuestradas muchas experiencias creativas; debe favorecer el experimento pero en directa relación con la experiencia existente que ha dado lugar al experimento; debe deshacer, y en profundidad, la perniciosa mentalidad formalista en la realización de exposiciones, potenciando la producción horizontal e investigadora de la muestra. El comisario crítico debe aprovechar mucho más la creación de redes (Internet) por encima del fetiche del catálogo, cuya única utilidad, a menudo, es la propaganda institucional y la justificación promocional de la misma. Un comisariado libre debe dejar de pensar que no puede morder la mano que le da de comer; por muchas razones, pero la más importante es que esa mano no es la de la institución sino la del artista. Un comisario consciente de la situación política de las artes (de su uso y de su abuso) debe tener presente que el 92% de la gente (que es el porcentaje de personas que nunca va a museos) no puede estar enteramente equivocada.
No se debe caer de ninguna forma en el populismo, pero sí infiltrarse en códigos no artísticos que están mucho más cerca de la gente: esto es; aprender a camuflarse en contextos externos a los tradicionales del arte para aportar las reflexiones.
[...] El comisario-crítico debe fundamentar su trabajo, en esta era de la transformación de la política cultural bajo el paraguas de la economía de servicios, en la transmisión de conocimiento y en la fuerza de ver cómo ese conocimiento se transforma a su vez en otras muchas cosas, artísticas o no artísticas, ¡qué más dará!
El comisario frente a la desaparición de la política cultural, por Jorge Luis Marzo
vía @RubenMartinez
Así sea. Muy bien dicho, por otra parte
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