lunes, 17 de febrero de 2014

En off

Arte, industria cultural, estilo, lenguaje, propiedad intelectual, ficción, propaganda, público... Una hora de cine entre Lang y Godard.



domingo, 22 de diciembre de 2013

Antropología

Beati hispani quibus bibere et vivere idem est... Y no lo digo por la cuestión fonética.

 

La entrevista es en español, por cierto. No sé si lo más apropiado para resucitar el blog, pero muy divertida.

martes, 30 de abril de 2013

Más propaganda

La delgada línea entre el afán de superación, la meritocracia y el darwinismo social.

lunes, 22 de abril de 2013

Clasicismo publicitario y espacio público

Siempre me ha llamado la atención el rechazo que la publicidad provoca en el público más conservador en lo que a cuestiones estéticas/artísticas se refiere. Es frecuente que quienes critican la degeneración de la creación contemporánea desprecien también los excesos de la propaganda televisiva. Frecuente y curioso, porque hay pocas cosas tan clásicas como la publicidad.

En realidad, la propia historia del arte precontemporáneo (y de buena parte del contemporáneo) es la de la propaganda. Podemos pensar en la arquitectura, claro, en cualquier templo religioso o edificio de gobierno, pero también en la producción pictórica y escultórica que siempre ha formado parte de la estudiada escenografía de éstos, de sus programas iconográficos, más o menos amplios y complejos, pensados para infundir temor, reforzar un determinado vínculo identitario -desde la pertenencia a una polis griega hasta la idea moderna de nación pasando por la fe religiosa- o, simplemente, consolidar e inculcar un determinado orden social.

Incluso en las colecciones privadas ha primado siempre una finalidad promocional (autopromocional, se entiende). La idea de exhibición, en toda su amplitud, está indisolublemente ligada a la historia del arte.  También lo está, consecuentemente, la de espacio público. No la de la idealizada visión que tenemos del mismo (ya sabemos que lo que entendemos por espacio público no existe, salvo, tal vez, de forma efímera), sino más bien la instrumentalización de ésta, ese escenario artificial construido mediante la concreción -artística- de determinados discursos y repertorios simbólicos (de dominación).

Lo que controla este espacio público "real", asimétrico y excluyente, es precisamente la publicidad (en tanto capacidad de hacer público), y el territorio por antonomasia de la publicidad contemporánea es, cómo no, un espacio privado que consideramos público, el de los medios de comunicación y, muy especialmente, el de la televisión. Puede que no nos reconozcamos en su antidialéctica, pero nos hemos acostumbrado a comunicarnos con y a través de ella. Al fin y al cabo, "nuestros medios de comunicación son nuestras metáforas y nuestras metáforas crean el contenido de nuestra cultura" (imagino que no hará falta incidir ni en la dependencia de la publicidad digital de la lógica vídeo-televisiva ni en la privatización creciente de la red).

El lenguaje de estas metáforas (el lenguaje del poder) es esencialmente conservador. Cuando la prioridad es la claridad en la transmisión del mensaje, se imponen los contextos y códigos más reconocibles. De ahí que toda revolución estalle con un lenguaje nuevo y se diluya al comenzar a expresarse en el antiguo. El orden verbal es social y moral.

En la actualidad, ese orden único es el del mercado, naturalmente, y la publicidad cumple el propósito de legitimarlo. La propaganda comercial no vende sólo un producto, vende (fortalece, legitima) un sistema, una escala de valores, un statu quo socioeconómico. Y hay que reconocer que lo hace con un dominio absoluto de los modos y contenidos narrativos convencionales (como es lógico, habida cuenta de la necesidad de captar la atención del espectador en un espacio sobresaturado y con un margen de tiempo exiguo).



El caso de Johnnie Walker es más que conocido. Nuestra capacidad para establecer un vínculo entre identidad, deseo y marca comercial es fascinante,  y el motto "keep walking" todo un filón. Parte de la idea (moderna) de progreso, mito constituyente de la sociedad capitalista, firmemente asentada en la convicción de la posibilidad y necesidad de cuantificarlo y jerarquizarlo todo. Éxito, satisfacción, innovación y calidad son mensurables. Si es posible determinar una linealidad histórica, un relato unívoco, es posible también objetivar la superioridad de un producto (de una marca, en realidad). Johnnie Walker va más allá de y vale más que, sin importar el baremo.

Esta idea de progreso se proyecta en el orden establecido a partir de un sustrato épico que encuentra en dos conceptos claves de la economía de mercado: el héroe (léase emprendedor, léase el individuo como marca) y el deseo/capacidad de superación que lo caracteriza.

En el siguiente vídeo, Haile Gebrselassie es, simultáneamente, héroe universal, superación personal de cada uno de los espectadores, África y striding man. La relación con el producto publicitado es inexistente, pero como sabemos la televisión habla al cuerpo.



Sorprendentemente, incluso cuando esa relación sí existe, la atención suele seguir desviándose del objeto. En este otro anuncio, por ejemplo, el paralelismo entre los logros deportivos y los político-morales de Emil Zatopek resulta clave. La contraposición entre su desvencijada bota de entrenamiento y la zapatilla de Adidas ejemplifica el progreso técnico, la fuerza de la voluntad humana y, cómo no, el triunfo de la libertad capitalista (de consumo) sobre la opresión comunista (de monopolización de lo público/publicitario).



Un discurso que continúa vigente, convenientemente evolucionado, como demuestra la campaña presentada por Lenovo en 2011 bajo el eslogan "for those who do" ("para los que hacen").



El guion es tan elocuente que Lenovo lo ha adoptado como carta de presentación.
"El mundo no avanzará por sí solo. Necesitamos un empujón [...] y gente con la determinación y la imaginación para llevarlo a cabo. Gente que se niega esperar de brazos cruzados la próxima gran evolución. Gente que hace. Los que trastean, los que construyen, los que crean. Nosotros construimos las máquinas [...] que ayudan a la gente que hace a hacer más, a hacerlo mejor, a hacer lo que nunca ha sido hecho [...]".
"Una campaña dirigida al público de Apple", apuntaba en su momento The New York Times, que destacaba el hecho nada trivial de que Lenovo fuese una multinacional china. Una compañía procedente de una emergente potencia económica (ex)comunista que, tras adquirir IBM, aspira a conquistar la audiencia de otro icono norteamericano. ¿Con qué argumentos? Paradójicamente, con los del pragmatismo y la autenticidad: los que hacen frente a los que observan, los que innovan frente a los que plagian, los que aportan frente a los que destruyen, la renovación frente a la resistencia al cambio... La dicotomía winner/loser con todos sus matices -el capitalismo, vaya- y el progreso a través de la técnica [Vorsprung durch Technik que diría Audi]. Moderando el tecnodeterminismo, claro, ya que el mercado apela ambigua y simultáneamente a la omnipotencia de las voluntades individual y colectiva, tal vez por entenderlas como la realización a través del consumo.

En este contexto conceptual se desarrollaba otra acertada campaña, en la que Vodafone se vestía de benefactor social: ¿recuerdas cuando llamabas a un lugar y no a una persona? Pocas declaraciones más efectivas que ese "la vida es móvil. Móvil es Vodafone".



El sector automovilístico, por su parte, encuentra su particular leitmotiv en la idea de perfección (Lexus la explicita, de hecho, en su "relentless pursuit of perfection"). Idea que, a mi modo de ver, tiene bastante relación con un componente fundamental del sistema: el producto como promesa de felicidad y la felicidad como horizonte permanente.



Es obvio que no se puede superar la promesa de perfección, pero parece que sí se puede renovar perpetuamente, apelando en parte al carácter circunstancial del concepto y en parte a nuestra extraordinaria capacidad para olvidar y para creer (olvidar para creer, más bien).



En cuanto a las propuestas supuestamente alternativas, como las conocidas fotografías de Oliviero Toscani para Benetton o las últimas campañas de Dolce & Gabbana, no se puede decir que rompan ningún esquema. El patrón que todas ellas repiten es claro: temática provocadora y conservadurismo formal.


Lo de la provocación, por cierto, es bastante relativo. Es asombrosa la facilidad con que algunas compañías logran que se les retiren campañas publicitarias. El arte contemporáneo lleva décadas rizando el rizo, anestesiado por el cubo blanco y la saturación de un público sumamente restringido, pero el territorio de los mass media sigue siendo asequible cuando lo que se pretende es epatar al burgués (quienquiera que éste sea hoy). Una cita religiosa o histórica, una nota sexual divergente o violenta, y el éxito en forma de polémica está garantizado. Tal vez porque hemos interiorizado plenamente, como decía, que el espacio privado de la prensa y la televisión es el espacio público de facto... mientras que lo que ocurre en el espacio teóricamente público del museo tiene un carácter plenamente privado. 

Curiosamente, además de beber de la historia del arte, la publicidad se emancipa al emularla, buscando cada vez más en su propia cultura sus referentes, su legitimidad y sus recursos formales. Un excelente ejemplo de ello es el universo de referencias y símbolos creado en torno a la figura de Michael Jordan. La codificación de sus gestos y actuaciones por parte del engranaje mediático que siempre lo ha rodeado constituye una verdadera mitología de la cultura comercial.



En realidad no son dos, sino un único sistema. Lo que cambia es nuestra perspectiva y el contexto.

lunes, 11 de marzo de 2013

La posmodernidad de Bárcenas

De un tiempo a esta parte, me llama más la atención el aspecto estético que el aspecto ético de la retahíla de escándalos políticos que exportamos bajo la marca España. No es una cuestión menor. Desde que Benjamin hablase de la estetización de la política a propósito del auge del fascismo, no hemos dejado de analizar la pérdida de protagonismo del discurso y la ideología en favor de puestas en escena y repertorios simbólicos cada vez más complejos. "Todo está medido, no hay lugar para la improvisación". Por eso sorprende -en parte- que llevemos semanas sumidos en un vodevil barato: todólogas-pop inexistentespolíticos reconvertidos en marchantes que multiplican panes y peceschicas Bond en la Zarzuela, duques injustamente empobrecidos...

Nuestra democracia está repleta de episodios bochornosos, no vamos a descubrir América, pero creo que ciertas cuestiones que podríamos considerar formales dicen mucho de la deriva que está tomando la situación actual. Al fin y al cabo, el ejercicio "institucional" de la política exige capacidad para salvar las apariencias bajo cualquier circunstancia. Horas después de perder dos millones de votos en unas elecciones, repatriando cadáveres o recortando en sanidad, el espectáculo debe continuar de tal forma que siempre haya lugar para transmitir un mensaje de legitimidad. Si pierdes, vas a trabajar por defender políticas que abandonaste cuando gobernabas; si no has cumplido tus promesas, has cumplido con tu deber... Y así hasta el hastío.

Abuso del símil, pero todo espacio político es un espacio teatral, que como tal requiere tanto de la suspensión de la incredulidad por parte del ciudadano-espectador, como de la supresión del pasado en sentido histórico (ya que todo se reduce a lo reciente o lo inmediato de la escena). Existe un pacto tácito por el cual aceptamos cualquier desliz o ultraje siempre que no exponga o altere el equilibrio ficcional, esto es, siempre que preserve la verosimilitud de la representación. Aquí radica el sustento de la corrupción institucionalizada: es posible amputar un miembro para salvar el cuerpo, admitir un supuesto error para utilizarlo como muestra inequívoca de integridad. En el ámbito de la política, como en el del arte, la autocrítica blinda frente a la crítica exógena. "Los corruptos son expulsados, luego entonces los que estamos dentro estamos limpios", "la justicia funciona", "tolerancia cero", "ovejas negras", falibilidad humana... ¿No es acaso el juego del personaje creado (voluntaria o involuntariamente) por (¿para?) Beatriz Talegón?



"Incluso yo puedo alzar mi voz aquí contra vosotros" (¡ah, la semántica!), ergo el sistema funciona. No digo que invalide los demás, pero ése es sin duda el mensaje último de su discurso.

¿Qué ha ocurrido recientemente? Que nos hemos despertado en cueros y sin atrezzo: el poder ha perdido hasta la necesidad de guardar las apariencias. Ya todo vale. Por eso surge un personaje fascinante, el de Luis Bárcenas, quien ante el frontón de lo inverosímil ("ese señor pasaba por aquí, a mí que me registren"), redobló su apuesta con sendas denuncias por despido improcedente y por maltrato. Qué genialidad, qué capacidad para anular el efecto ilusorio de la disculpa política. Eso sí es dinamitar el escenario. Enfrentar la dialéctica del poder a sus propios términos la desnuda. ¿Y después? La apoteosis de la "indemnización en diferido en forma de simulación", que viene siendo admitir que ya no hay discurso alguno... ni entre bastidores ni de cara al público.



Bárcenas no lo sabe, pero es un auténtico apóstol de la guerrilla de la comunicación. Pocos están en condiciones de aplicar el principio de la sobreidentificación tan eficazmente como él.

Su actitud constata la descomposición de un determinado orden estético, hasta el punto de que ya no nos parece tan ofensivo el hecho de que se nos robe (y cuando conjugo "robar" hablo tanto de recursos materiales como inmateriales) como la falta de disimulo y compostura con que se nos roba. El cómo.

En cuanto a la nueva poética, puede ser entendida a partir de la entrada de la lisérgica escena política española en el universo posmoderno (ya no le viene grande la etiqueta pospolítica). Aunque también cabe pensar en un pintoresco regreso al pasado: si lo de Grillo se explica echando mano de la Comedia del Arte, la gravedad con que nuestros gerifaltes se presentan a sí mismos remite al esperpento valleinclanesco. "Enanos y patizambos que juegan una tragedia". Y tanto. Nos queda el consuelo de pensar que, mal por mal, es preferible la estética de nuestra extravagancia congénita a otra que también parece regresar: la de la pulcritud fascista.