Hemos dedicado más de una entrada en el blog a señalar las contradicciones inherentes al concepto de industria cultural, recordando los perjuicios derivados tanto de su comprensión economicista de la cultura como de su incapacidad para promover y poner en valor las expresiones culturales ajenas a la lógica de distribución mercantil-mass-mediática.
Sería bueno, no obstante, completar estas ideas con el análisis de una realidad menos discutida pero igualmente problemática. Me refiero a la necesidad de evaluar el trabajo desarrollado por las entidades culturales públicas en todas sus formas.
Desde hace décadas, uno de los grandes caballos de batalla del sector cultural es la creación y consolidación de estructuras total o parcialmente financiadas con dinero público, pero (teóricamente) independientes del poder político. Una reivindicación que puede ser resumida en una palabra: autonomía.
El problema es que la autonomía no es buena per se. Es una condición, no una garantía, y no sirve de mucho cuando se dedica a la perpetuación de ciertos vicios como la endogamia o el clientelismo. Es necesario disponer mecanismos de gestión y control adecuados para materializar en proyectos tangibles las promesas redentoras que atiborran los discursos sobre la emancipación de la esfera cultural. Y son necesarios un objetivo y un modelo (necesariamente políticos). Porque de lo que se trata es de evitar que las fuentes de financiación determinen las decisiones, y esto es algo mucho más fácil de decir que de hacer.
En la actualidad, sin embargo, un estado permanente de indecisión en torno a la gestión cultural y una variopinta nómina de organismos autonómicos dibujan un panorama complejo en nuestro país, una acumulación de apuestas contradictorias cuyo único denominador común es la identificación de la cultura con su visibilidad institucional. En cierto modo, se podría decir que nos movemos en un régimen burocultural, que establece qué debemos y qué no debemos considerar cultura, cómo podemos distribuirla y quién y cómo puede acceder a ella.
Este régimen habla a través de las diferentes instituciones culturales, públicas o privadas, que se estructuran en torno a un mensaje dogmático: nosotros somos la cultura. En función del contexto pueden existir diferentes interpretaciones sobre aquello que tiene cabida en este nosotros, pero nunca sobre el contenido último del mensaje, que convierte la cultura en una suerte de adecuación formal a las pautas establecidas por ciertas estructuras de legitimación.
La burocultura entiende las instituciones no como entidades destinadas a trabajar en el multiforme ámbito de lo cultural, sino como lo cultural en sí mismo. Y éstas, convertidas en fines, terminan por dedicar más recursos y tiempo a desarrollar políticas de expansión y autoconservación que a atender necesidades culturales reales, porque el foco se desplaza desde la creación y el patrimonio hacia un buen número de intermediarios que programan para sí mismos.
Así se entiende que algunos agentes culturales se preocupen más de seguir siendo requeridos por diferentes equipamientos culturales que de favorecer la distribución y el acceso a la cultura. Así se entiende, también, la rapidez con que se montan y desmontan departamentos y comités dedicados a supervisar líneas de actuación que naufragan en un mar de generalidades antes de ser llevadas a cabo.
"Para qué concretar", pensarán, cuando lo importante, la cultura, se identifica con una suma de reglamentaciones, procedimientos e informes. Muchas instituciones dedican más tiempo a celebrar jornadas y congresos que analizan sus propias carencias que a corregirlas; y no pocas solicitan más recursos para ampliar sus infraestructuras y plantillas que para traducir sus investigaciones en programas concretos. Por si fuera poco, cuando cuando consiguen concretarlas nadie se entera, porque tienen notorias dificultades de comunicación. Todo nace y muere en esa jaula de hierro burocrática ajena a la realidad.
En Galicia sufrimos claramente las consecuencias de esta lógica burocultural. La evidencia más reciente de ello es que, en vez de localizar, poner en valor y difundir los innumerables puntos de creación cultural y riqueza patrimonial existentes, se haya optado por construir, en medio de ninguna parte, una Ciudad de la Cultura. Una ciudad que ni es ciudad ni tiene cultura, sino que es, más bien, un nuevo centro de peregrinación constituido en torno al antedicho dogma: yo soy la cultura. De nuevo, la parte por el todo, y los ciudadanos (productores culturales, no olvidemos) obligados a ir a su encuentro.
Irónicamente, quienes se acerquen hasta el faraónico complejo del Gaiás durante las próximas semanas podrán disfrutar de una exposición que es, también, una sugerente metáfora: Typewriter. Se trata de un acercamiento al olvidado mundo de la máquina de escribir -objeto de culto del siglo XIX- desde nuestro digitalizado siglo XXI. Un viaje al pasado, como lo es la visita a esta mole arquitectónica que, sin estar todavía acabada, es ya, por su visión miope y reduccionista de la cultura, plenamente decimonónica.
Lo último sobre la exposición "Typewriter" me a recordado a la divertida canción instrumental "The Typewriter" http://www.youtube.com/watch?v=g2LJ1i7222c Enjoy
ResponderEliminarQué bueno ;-)
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