¿Existe en España una cultura de incumplir la Ley?, se pregunta en ¿Hay derecho? Alberto Gil. Y como cada vez que alguien hurga en esa llaga, surge una réplica contradictoria: "la culpa no es de la cultura, es de la legislación / instituciones / mercado laboral". Contradictoria, insisto, porque las instituciones, la legislación y el mercado laboral son, hasta donde sé, consecuencia y causa de una determinada cultura. Ni nacen por generación espontánea ni se estructuran a partir de principios aleatorios, y nadie duda de que determinan hábitos, preferencias, actitudes y relaciones sociales, moldeando en gran medida nuestra mentalidad.
Lo cierto es que no creo que haya gente que opine, literalmente, que estas estructuras sean ajenas a la realidad en que son concebidas. Lo que sí creo es que hay importantes divergencias y malentendidos a la hora de trabajar con algunos conceptos. Observo, por ejemplo, que muchos de los que reniegan de las lecturas en clave cultural lo hacen tras interpretarlas -por extraño que parezca- como posturas innatistas o incluso deterministas ("no somos vagos", "no estamos condenados a hacer las cosas mal"...), como si en vez de hablar de un problema cultural hablásemos de un problema genético o de la voluntad divina. La realidad es que cuando hablamos de nuestra cultura no hablamos de ser imbéciles congénitos, ni de tener menos capacidad para la realización de ciertas tareas o el cumplimiento de ciertos preceptos que nuestros homólogos alemanes o finlandeses. Cuando hablamos de nuestra cultura nos referimos, precisamente, a cómo una suma de procesos históricos, en un contexto geopolítico determinado, con una serie de recursos e infraestructuras específicas, han configurado ciertas actitudes o predisposiciones. Dicho de otro modo: esas instituciones y legislaciones a las que continuamente apelan algunos son parte esencial de nuestra cultura, cuyo pasado explican y cuyo futuro determinan -junto a otros factores y estructuras sociales, como es lógico-.
Pensaba en esto, el lunes, mientras veía una recomendable sesión de Thinkcommons en la que Jaron Rowan abordaba la cuestión del análisis del discurso, mostrando algunas formas de construcción histórica del lenguaje y el imaginario colectivo, cuya composición y usos específicos resultan de contextos e intereses muy concretos. En este sentido, se trata de estructuras capaces de definir nuestra forma de percibir el mundo, de condicionar nuestros modos de relación e intercambio y de normalizar ciertas posturas y opiniones -en detrimento de otras, huelga decirlo-.
Son ideas que, creo, ayudan a entender que ciertas discusiones -pongamos por caso la planteada en torno a la "legitimidad de la ley como base de su cumplimiento"- no sólo no pueden ser tratadas sin atender a cuestiones culturales sino que plantean, esencialmente, análisis de tipo cultural. Porque la percepción de legitimidad de la ley es cultural, como el juicio que emitimos sobre la pertinencia de pagar o dejar de pagar un tributo o el rango de normalidad o anormalidad que atribuimos a ciertas conductas. Al fin y al cabo, y aunque sea importante hablar de la hipertrofia legislativa, un marco legal disparatado influirá, pero nunca explicará por sí solo la mayor o menor predisposición al pago del contribuyente, su idea sobre la necesidad (o no) de redistribuir la riqueza o su sentido de responsabilidad social.
Es relativamente fácil legislar y habilitar mecanismos para garantizar el cumplimiento de ciertas leyes, lo difícil, como comentaba en mi anterior entrada, es modificar la percepción social a propósito de las situaciones que éstas regulan. Primero porque uno puede actuar en contra de su propio criterio sin cuestionarlo -por diferentes motivos, como el temor ante una hipotética sanción o el interés ante un posible incentivo-; y segundo porque un determinado código legal no provoca un reset inmediato en nuestras mentes, como algunos creen, aunque sí pueda generar transformaciones culturales a medio o -más comúnmente- largo plazo.
A corto plazo tienes las cifras, claro. Puedes, por ejemplo, convocar ayudas o promulgar leyes para combatir la discriminación laboral. No discuto que, con la contundencia y enfoque adecuados, es probable que la estadística te sea propicia desde el primer día... pero que amanezcamos en una España igualitaria de la noche a la mañana se antoja complicado. A lo sumo, la presencia permanente de colectivos discriminados en puestos de responsabilidad contribuiría a normalizar este hecho socialmente. Y precisamente por ello, si el argumento es legislar para modificar esquemas perceptivos y patrones culturales, me sumo, siempre con la convicción de que son necesarias medidas políticas complementarias, fundamentalmente de tipo educativo -y no sólo en términos formales-.
En cualquier caso, habría que ir bastante más lejos y prestar atención a muchos más condicionantes, algo que no es en absoluto el propósito de esta entrada. Simplemente he querido constatar la necesidad de tener siempre presente el factor cultural, que dista mucho de ser una "bobada", por mucho Roger Senserrich diga lo contrario. Las reiteradas alusiones de este y otros autores a las deficiencias de nuestro sistema legal o su aparato burocrático son necesarias... siempre que se tenga en cuenta la clara la relación entre una determinada arquitectura legal y la cultura que la produce y en que se inserta. La cultura, no el folclore... pero ésa es otra historia.
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