sábado, 6 de noviembre de 2010

La renuncia de Santiago Sierra

Santiago Sierra renunció ayer al Premio Nacional de Artes Plásticas:

    Madrid, Brumaire 2010
    Estimada señora González-Sinde, Agradezco mucho a los profesionales del arte que me recordasen y evaluasen en el modo en que lo han hecho. No obstante, y según mi opinión, los premios se conceden a quien ha realizado un servicio, como por ejemplo a un empleado del mes. 
    Es mi deseo manifestar en este momento que el arte me ha otorgado una libertad a la que no estoy dispuesto a renunciar. Consecuentemente, mi sentido común me obliga a rechazar este premio. Este premio instrumentaliza en beneficio del estado el prestigio del premiado. Un estado que pide a gritos legitimación ante un desacato sobre el mandato de trabajar por el bien común sin importar qué partido ocupe el puesto. Un estado que participa en guerras dementes alineado con un imperio criminal. Un estado que dona alegremente el dinero común a la banca. Un estado empeñado en el desmontaje del estado de bienestar en beneficio de una minoría internacional y local. 
    El estado no somos todos. El estado son ustedes y sus amigos. Por lo tanto, no me cuenten entre ellos, pues yo soy un artista serio. No señores, No, Global Tour.
    ¡Salud y libertad! 
    Santiago Sierra

    Aquí está la carta original
    , que lleva veinticuatro horas provocando reacciones tan viscerales como enfrentadas, entusiasmando y repugnando a partes iguales.  

    Muchos besan sus pies y aplauden su desplante con devoción fanática; no menos lo tachan de incongruente, hurgando en la llaga: si Santiago Sierra es un artista crítico con las estructuras de poder, ¿por qué actúa, desde hace años, como una de las referencias del sistema artístico, alimentando el mercado que dice aborrecer? ¿Por qué ha trabajado, directa e indirectamente, para el Estado que dice denostar? Es mera "pose de artista", afirman.

    Todo puede ser... Aunque el argumento es ciertamente endeble, a la luz de la pobreza conceptual y la inocuidad política de la inmensa mayoría de las propuestas que llenan las salas de los centros y museos de arte contemporáneo; a su lado, el gesto de Sierra parece mesiánico.

    En el fondo, la duda es lógica (y necesaria). Es tan difícil saber dónde termina la crítica y dónde comienza el espectáculo... Pero el juego de Sierra es muy viejo: contra el sistema desde el sistema. La institución es necesaria, incluso para ser refutada: Duchamp y Beuys lo tenían muy claro.

    ¿Cuál es la capacidad crítica del silencio? Ninguna. Tal vez Sierra habría tenido las manos más limpias -es un decir- si hubiese vivido sus días como un eremita, pero en ese caso su voluntad crítica habría resultado absolutamente estéril, y hoy ya habríamos olvidado el nombre del nuevo Premio Nacional de Artes Plásticas. Un nombre más, uno de tantos, incapaz de arrancar una sola palabra; una nota marginal en un diario prescindible, a medio camino entre el café y las tostadas.

    Sierra ha hecho lo que siempre exigimos a quienes tienen la potestad de obrar a su antojo, a aquellos que no tienen que comulgar con el credo establecido para sobrevivir (en el sentido más literal de la palabra): decir no, provocar, anteponer el exabrupto a la hipocresía, entorpecer la producción espectacular de la realidad.

    Toda institución busca reafirmar su legitimidad, y el trabajo de Sierra es más que apropiado para conseguirla. Si se le invita a exponer, se le da la oportunidad de hablar -como ocurrió en la Bienal de Venecia de 2004- y tiene lugar un enfrentamiento real. Un galardón, sin embargo, es una forma mucho más taimada y sutil de domesticación: su aceptación es siempre pasiva. El rechazo no era la mejor opción, sino la única.

    Sierra no es un profeta, ni aspira a serlo; es un artista que, pese a moverse en los circuitos establecidos -esto debe quedar claro-, conserva cierta capacidad epatante. Articula un discurso rotundo y consigue generar un debate relativamente efectivo, incluso más allá del ámbito del arte contemporéno, ese espacio que cuanto más habla del mundo real más se aleja de él.

    Y no es de extrañar ni el tono zafio de muchos de sus mensajes ni su vocación polémica y mediática. Santiago Sierra también se ríe de quienes le aplaudimos, de quienes transigimos, de quienes consentimos. Se ríe del espectador, cómplice de la institución y responsable de la desigualdad social que critica desde la complacencia. Se ríe incluso de sí mismo: todos estamos en el mismo barco.

    Cierra Nietzsche:
    La palabra más soez y la carta más grosera son mejores, son más educadas que el silencio.
    Actualización, 7 de noviembre:
    El affaire Sierra ya monopoliza salonKritik; los comentarios se multiplican en contraindicaciones. Por fin un mínimo debate, un pequeño triunfo... A propósito, yo no me tomaría tan en serio algunas de las afirmaciones del artista en su carta; me parecen parte del teatro, de la burla, de la provocación.

    Dos artículos muy  recomendables: el de María Virginia Jaua y el de Daniel Cerrejón (por cierto, tiene razón: la renuncia de Sierra es "una obra más"; hay que juzgarla como tal).

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