Parthenia es una de las obras más conocidas de la artista e historiadora Margot Lovejoy. Se trata de una web concebida como monumento a las víctimas de la violencia contra la mujer, un proyecto que data de 1996 y que todavía puede ser consultado en la red.
A pesar de su aspecto, inevitablemente arcaico, Parthenia propone un concepto interesante: es un monumento, sí, pero de naturaleza abierta, construido en función de las aportaciones de gente dispuesta a compartir sus experiencias personales, sus testimonios. Un "dispositivo participativo, una plataforma de colaboración de denuncia social", en palabras de Ana Martínez Collado. Una plataforma poco operativa, dicho sea de paso, lastrada no tanto por sus casi quince años de antigüedad como por una apariencia y un árbol de navegación más estéticos -para la época- que funcionales.
Reitero, sin embargo, que lo importante es el concepto. Su condición de monumento de construcción colectiva parece salvar la escisión que Brea establece entre una cultura ROM -de almacenamiento- y una cultura RAM -de proceso-, esto es, entre el pasado y el presente de la producción cultural. Monumento, del latín monumentum, es decir, recuerdo, testimonio; pero monumento abierto, cambiante, en perpetua mutación. Si llevamos la idea de Lovejoy al extremo, podremos pensar en que no sólo el contenido, sino la propia estructura monumental, el código, se produzca colectivamente.
Adolf Loos pensaba que, a nivel arquitectónico, únicamente la tumba y el monumento podían ser considerados arte, ya que en tales construcciones no primaba la funcionalidad, sino el valor simbólico. Gran parte de la historia del arte se puede explicar en función de este valor simbólico, esto es, del concepto de representación. Claro que gran parte de esa historia remite a una forma de entender el mundo que el siglo XX parece haber dinamitado, a la fractura entre doxa y episteme, conocimiento sensible y conocimiento intelectual, a un escenario en el que el arte aspiraba a superar lo contingente para expresar lo verdadero, lo trascendente.
¿Pero qué ocurre una vez quebrada esa polaridad ficticia? "Después de Platón -afirma Molinuevo-, la civilización occidental ha sido educada escolar y académicamente en un mundo de esencias y no de apariencias. Pero la educación sentimental, fuera de ese ámbito, hace tiempo que consiste básicamente en una educación en las imágenes. Hace tiempo ya que quien educa es la palabra, pero quien forma es la imagen".
En efecto, vivimos en un mundo de imágenes (copias sin original). Ése es el material del que dispone el artista, y no precisamente para señalar la verdad, la causa última a la que hemos renunciado. Ya no podemos pretender discernir lo real y lo virtual. Aquí radica el problema de la finalidad del arte, sumido en una suerte de crisis de identidad, incapaz de responder a la nueva naturaleza de la imagen. En la actualidad, lo único que caracteriza a todo aquello que consideramos arte es haber recibido la bendición de la institución y el mercado (o, más bien, de la institución-mercado). Duchamp predijo este desenlace hace casi un siglo; la imagen digital se ha limitado a certificar una muerte anunciada.
El arte ya no puede limitarse a emular / representar; debe producir, modelizar. Esto no es nada nuevo, pero se trata de una vocación que con frecuencia ha conducido al naufragio: posicionarse contra la institución desde la institución se ha revelado una estrategia inútil, una forma de que el arte sobreviva entre la subversión y la subvención, en una permanente exhibición de esterilidad.
¿Cuál es la alternativa? Un arte genuinamente político -que no politizado-; iniciativas que exploren los intersticios de los contenidos, modos y canales de comunicación tolerados -auspiciados- por el sistema. Como Brea ha sabido ver, "donde a las prácticas artísticas les será dado retener una función propia habrá de ser precisamente frente a la decisión del signo -alienador o revolucionario- que ese proceso de transformación radical de las formas de la experiencia conlleve a la postre [...] Que esa disolución suponga una intensificación de las formas de la experiencia -o la pura consagración del dominio del espectáculo y la mediación absolutizada de la experiencia por la representación-, es justamente lo que está en juego".
No parece haber otra forma de salvaguardar la especificidad de lo artístico, en un contexto hiperestetizado en el que no hay diferencia alguna en la forma y el contenido de lo que acontece dentro y fuera del museo. Todo arte que no se posicione, que no se autoafirme mediante la negación real de lo establecido, no es sino publicidad de mejor o peor factura. Todo aquello que desprecie la institución desde su propio ámbito, con su propio lenguaje, la fortalece (y le pertenece); la crítica ha de ser siempre exógena. El arte ha de posibilitar no la representación de la diferencia, sino el propio acto de diferenciación; en consecuencia, debe abandonar la retórica: su campo de acción no debe ser ya la producción o selección de las imágenes, sino más bien el código que las instaura y transmite. Esta es, en cierto modo, la tarea de construcción de un verdadero espacio público, en el sentido más literal de la expresión, cimentado sobre procesos de comunicación no mercantilizados, no institucionalizados, no espectacularizados. Recuperar la idea de establecer zonas temporalmente autónomas, en las antípodas de las grandes utopías, en el fértil escenario de lo limitado, de lo posible.
De la lógica del monumento como aserción de lo permanente, orientado hacia un pasado que se proyecta, a un espacio de disensión, de interrogación, de construcción e interpretación crítica del presente.
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