El presidente del grupo Planeta, José Manuel Lara, está realmente preocupado por el futuro del libro: "no se ha pillado ni una sola web de las que permiten descargas ilegales; no puede ser; necesitamos ya una legislación contra la piratería en la red efectiva y acorde con el siglo XXI si no queremos que le pase al libro lo del disco".
Leyendo sus declaraciones, es fácil entender que lo que le preocupa no es el futuro, sino el pasado del libro; y lo que es peor, del libro como tal, en tanto que soporte físico. Pide una legislación acorde con el siglo XXI, pero no habla de una industria en consonancia. Queda claro que a los editores les preocupa más defender un modelo de negocio obsoleto que abrir nuevos mercados. Menos mal que la venta de ebooks crece de manera espectacular, y no sólo en América, pese a la lamentable oferta existente.
Lo importante es que la gente lea, cuanto más mejor, el soporte o las condiciones son irrelevantes. Si la demanda de contenidos crece, la industria tiene en su mano rentabilizar esta tendencia; si hasta ahora no lo ha hecho, no puede culpar a la piratería de su incapacidad, tal vez el DRM, la falta de estándares sólidos y un sistema de distribución desastroso tienen buena parte de la culpa.
El libro electrónico está en pañales. En los próximos años seremos testigos de una importante evolución a nivel de hardware (comenzando por tecnologías como Mirasol, de Qualcomm), pero sobre todo de la reformulación de nuestra experiencia como lectores interconectados. El sistema Popular Highlights, de Amazon, es un primer paso: si muchos diferentes lectores resaltan una determinada frase o párrafo del libro que estás leyendo, tú lo verás marcado. Como es lógico, la función puede ser deshabilitada, por si queremos preservar la forma original del libro, pero a nadie se le escapa que el sistema prefigura posibilidades realmente interesantes.
En el pasado, compartir impresiones sobre nuestras lecturas no era tarea sencilla, salvo quizás en aquellos lugares en que se concentraba el acceso de la información: comunidades universitarias, grandes ciudades con numerosos clubes y asociaciones de lectura, entornos profesionales... Y ni siquiera estos contextos garantizaban la participación en un intercambio fluido de información.
Ahora no es difícil imaginar una red social organizada en función de lo que leemos. Podemos pensar en libros en los que sea posible difundir nuestros comentarios, identificar a los usuarios cuyas anotaciones queramos conocer, filtrarlas en función de nuestros intereses o ampliar las referencias de los textos originales con enlaces a contenidos que el autor no haya considerado. Pensemos, por ejemplo, en las infinitas posibilidades de este tipo de recursos a nivel educativo.
Estas aplicaciones u otras similares serán desarrolladas, antes o después, con el concurso de las editoriales o frente a su desaprobación. En sus manos está el sumarse y participar de este nuevo escenario o contentarse con languidecer entre protestas.
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