Que el papel está condenado a desaparecer es un secreto a voces. Y no sólo porque así lo haya dejado entrever hasta el editor del New York Times, Arthur Sulzberger Jr, sino porque, en la era digital, se ha convertido en un soporte claramente inapropiado para distribuir la información.
Algunos apelan a la tradición para mantener con vida "el tacto y el aroma" del papel, convertido en una suerte de fetiche; yo, por mi parte, he renunciado con mucho gusto a deslomarme cargando tomos de tamaño enciclopédico. Para los que nos dedicamos -con mayor o menor fortuna- a la investigación, no tengo conocimiento de nada más cómodo que un ereader, con pantalla táctil, para tomar y exportar notas, o para revisar citas e ideas previamente anotadas en cuestión de segundos. Poder corregir un artículo -¡o la propia tesis!-, a mano, en un dispositivo de apenas doscientos gramos y desde la butaca del autobús, no tiene precio.
En efecto, las bondades de la tinta electrónica son ilimitadas, y las tablets se perfilan como la próxima gran revolución (¿he dicho "próxima"? las cifras de ventas del iPAD asustan). Sin embargo, hay algo más fascinante que esta violenta transformación en nuestros hábitos de consumo de información: la ceguera de la industria editorial.
Adquirir un ebook es algo bastante más difícil de lo que parece. En España, la plataforma que debería haber constituido una gran referencia ha desembocado en una calamidad llamada Libranda, que conserva todos los viejos vicios editoriales al tiempo que introduce todas las limitaciones de los formatos propietarios. Es el reflejo de un sistema tan extendido como ineficaz: en lugar de hacerle la vida más fácil a los usuarios, les pone trabas.
Fuera de aquí, la cosa está mejor, pero con matices. Sí, el Kindle de Amazon ha convertido la adquisición y lectura de un ebook en algo tan natural como la vida misma, pero no ha acabado con una política de precios irracional, ni con las absurdas limitaciones de utilización y formatos.
Sin embargo, lo realmente preocupante, a día de hoy y a nivel global, es la pobreza del catálogo de ebooks disponibles. Clásicos y best-sellers no faltan, es cierto, pero si pretendes acceder a algo mínimamente específico lo llevas claro... Pongamos, por ejemplo, que estás interesado en comprar algún libro de Gombrich, o de Panofsky, dos de los mayores historiadores del arte del siglo XX: una pequeña búsqueda en Amazon y... te da la risa.
Vale, asumamos la marginación a la que nos vemos abocados los historiadores y busquemos otras referencias. David Harvey es un eminente geógrafo, pero no sale mejor parado; Manuel Castells, un reputado sociólogo, tampoco luce en las tiendas de ebooks; Popper -sí, el filósofo- puede presumir de un extenso catálogo, al igual que Krugman, Nobel de Economía hace un par de años. En ambos casos, no obstante, se da la paradoja de que resulta más barato adquirir la edición en papel que la electrónica. No sé vosotros, pero a mí me parece un fracaso, con todas las letras.
¿Y la literatura? Ciertamente, no sale mejor parada, más bien al contrario.
Una de las grandes ventajas de adquirir un ereader es que puedes dotarlo de una biblioteca de grandes clásicos en cuestión de segundos y sin coste alguno. Esto es así porque, afortunadamente, los paladines de los derechos de autor no tienen, muy a su pesar, derecho de pernada con el siglo XIX, por ejemplo. Ahora bien, el problema surge cuando algún incauto lector exige, además de un buen libro, una buena traducción; en ese momento, la cosa se complica... Descargar, por ejemplo, El Conde de Montecristo en su ordenador no le será difícil, pero una breve comparación entre la primera página del original y la de la traducción al castellano que circula por la red resultará descorazonadora.
Concedamos que no puede exigir sin haber pagado, perfecto, ¿qué pasa si paga? Sorprendentemente, más de lo mismo: en España no encontramos una sola tienda online que distribuya una edición digna de la obra en cuestión, mientras que en Amazon nos venden una versión de la que no sabemos prácticamente nada: ni traducción, ni fecha, ni número de páginas...
No es de extrañar que la mayoría de españoles siga prefiriendo el móvil al ereader a la hora de leer. Y es que la prensa -ámbito en que un ereader, de momento, no puede competir con un móvil o una tablet- sí se está desplazando claramente hacia los formatos digitales, mientras que los libros de divulgación y las novelas "de toda la vida", hábitat natural de los lectores electrónicos, se están quedando estancadas en el mundo analógico.
No es de extrañar que la mayoría de españoles siga prefiriendo el móvil al ereader a la hora de leer. Y es que la prensa -ámbito en que un ereader, de momento, no puede competir con un móvil o una tablet- sí se está desplazando claramente hacia los formatos digitales, mientras que los libros de divulgación y las novelas "de toda la vida", hábitat natural de los lectores electrónicos, se están quedando estancadas en el mundo analógico.
Todo está preparado, pues, para abandonar el papel y abrazar las innumerables ventajas de la edición digital. Sin embargo, es fundamental, por el bien de la industria del libro y por el nuestro propio, que alguien comience a tomarse en serio los nuevos formatos y un renovado modo de acceder a la información, que merece -requiere- propuestas de calidad. Somos muchos los que preferiríamos pagar por buenos contenidos -un precio razonable, huelga decirlo- a disponer, gratuitamente, de sucedáneos descafeinados. Los lectores de ebooks son herramientas excepcionales, pero su función principal es facilitar el acceso a los recursos, no su producción.
Como de costumbre, por cierto, los términos "Humanidades" y "carestía" se dan la mano, cuando antropólogos, historiadores, filósofos o lingüistas deberíamos ser los primeros interesados en producir y distribuir contenidos para los nuevos soportes digitales.
Es necesario un cambio de mentalidad en una industria anclada en el pasado, y lo peor es que no se vislumbra ninguna reacción positiva a corto plazo.
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