Una de las noticias del día ha sido el anuncio de Kindle Singles, un nuevo formato de publicación, lanzado por Amazon, destinado a poner en circulación obras con una extensión de entre diez y treinta mil palabras (es decir, de entre treinta y noventa páginas, según calculan). La intención de este producto es dar cabida a artículos, reportajes, relatos e investigaciones de difícil edición en papel a causa de su tamaño; aprovechar las ventajas inherentes al libro electrónico para generar un nuevo concepto y un mercado que responda a las necesidades de un nuevo lector, que se adapte a las pautas emergentes en nuestra forma de consumir información.
Es curioso, hace algunos años un amigo me comentó que se había autoimpuesto la curiosa norma de no leer "bajo ningún concepto libros de más de cien páginas". "No hay nada que no puedas contar en cien páginas, ¿no?" -añadía. Lo curioso es que cumplía su palabra salvo en escasísimas y justificadas ocasiones.
Más allá de la anécdota, este tipo de actitudes y novedades son sintomáticas de un cambio profundo en nuestra forma de producir información y de acceder a ella. En La Sociedad Red, Manuel Castells cita a Havelock y su idea de la mente alfabética, un "estado mental", producto de la invención del alfabeto en Grecia, que nos llevó a privilegiar el discurso escrito sobre cualquier otra forma de expresión durante más de dos milenios. Lo hace para oponer este patrón comunicativo al esquema cognitivo surgido a raíz de la integración de los lenguajes escrito, oral y audiovisual en virtud de las tecnologías de la información. Y difícilmente se podrá negar, al margen de algunos matices, que el contexto digital debe ser comprendido en relación con una intrincada red de soportes y lenguajes interrelacionados (hasta el punto de que hablamos ya, con frecuencia, de narrativas transmediáticas).
Sin embargo, esta serie de transformaciones pueden ser comprendidas desde otra perspectiva. Hace poco, leyendo un diálogo entre Umberto Eco y Jean Claude Carrière a propósito de la presentación de su obra Nadie acabará con los libros, me llamó la atención uno de los comentarios de Eco: "con Internet hemos vuelto a la era alfabética".
De alguna forma, y aunque parezca raro en función de lo expuesto, esto también es cierto. Leemos de manera ininterrumpida, casi sin darnos cuenta: nuestro lector de feeds, Twitter, Facebook, una cifra considerable de periódicos y revistas, blogs, chats... En un único día accedemos a una cantidad abrumadora de fuentes de información, incluyendo, cómo no, el correo electrónico. Y en todos estos servicios el soporte verbal es, hasta lo de ahora, imprescindible. Hay visos de nuevos interfaces y modos de comunicación, pero a día de hoy la imagen y el sonido continúan dependiendo en gran medida del lenguaje escrito.
Lo que ocurre, por tanto, es que se produce un cambio evidente en nuestra forma de gestionar y procesar la información. La lectura simultánea de varios textos se ha vuelto relativamente común, por no mencionar nuestra tendencia a consumir vídeo, música y texto al mismo tiempo. La expresión "lectura transversal" cobra ahora pleno sentido; el hipertexto nos invita a dibujar mapas conceptuales complejos y cambiantes. La cultura Google reemplaza a la cultura de archivo; los tags hacen estériles los intentos de establecer "categorías" de conocimiento. No hay un orden definido, los contenidos se ordenan en tiempo real y en función de nuestros intereses.
Pero, pensándolo bien, ¿no es acaso este escenario mucho más natural que el que definía la sumisión a un discurso lógico y ordenado, a una estructura jerárquica de contenidos? La tendencia enciclopédica a la clasificación ha resultado útil para la pedagogía -para una forma concreta y caduca de pedagogía, de hecho- pero cada vez muestra más claramente sus carencias. Al fin y al cabo, lo normal -lo natural- no es leer, por orden, uno a uno, a todos los poetas románticos, ni visitar las catedrales barrocas tras haber conocido en profundidad todas las construcciones renacentistas, o explorar la geografía castellana una vez recorrido cada metro de la escarpada orografía gallega... No. Un día estás leyendo a Borges y al día siguiente haces lo propio con Virgilio; ahora estás en la Tate Modern y hace 3 horas estabas en el British, y Radiohead suena de fondo mientras devoras Faulkner, subes al metro... O ambas cosas al tiempo.
Las investigaciones hipertrofiadas han perdido gran parte de su razón de ser. No es posible fijar un estado "definitivo" en la elaboración de una obra, ni siquiera aspirar a que diga algo nunca antes dicho o a que tenga un principio y un fin concretos; las ideas se propagan vertiginosamente, formando parte de obras interrelacionadas y en continuo proceso de renovación; todo estudio es una aproximación en permanente cambio, work in progress. El escritor, como tal, conecta; ata cabos, crea redes, propone asociaciones que serán discutidas, matizadas y ampliadas por otros. El lector relaciona lecturas fragmentarias; escoge y guarda textos y enlaces (aquí surgen Evernote o Instapaper), a los que accederá a la hora de producir algún tipo de contenido o con la simple intención de comprobar algún razonamiento.
Seleccionar, sintetizar y relacionar la información, ahí radica el propio acto creativo, la tarea esencial. La docencia y la comunicación deben cambiar: no tiene sentido memorizar, clasificar o restringir los contenidos cuando el acceso a un flujo ingente y continuo de información y recursos es prácticamente ubicuo. Para los que hayan crecido en un entorno digital será fácil, pero es necesario, y urgente, reconvertir las estructuras educativas y culturales, hacerlas más flexibles, para que puedan, desde ya, sacar partido de este contexto y favorecer el desarrollo de una gran cantidad de nuevas herramientas, actividades y procesos.
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