Puedes leer la primera parte aquí.
***
Una vez identificadas ciertas actitudes comunes y poco recomendables en el ámbito curatorial, creo que es conveniente reflexionar, desde una perspectiva más constructiva, en torno a algunas cuestiones básicas.
Hasta hace apenas unas décadas resultaba relativamente sencillo gestionar el conocimiento a nivel personal y profesional. Existía un acceso controlado y mediatizado a la información a través de prensa, radio y televisión, la configuración por antonomasia de los mass media. En paralelo, la cultura, o más bien una idea muy concreta de ella, era custodiada por una suma de instituciones: la universidad, el museo, la academia, las industrias audiovisual y editorial (no olvidemos la importancia que mantiene el libro, en tanto que objeto, todavía hoy, como supuesto garante del conocimiento)... Más allá de ellas, el underground... Y eso era todo.
El auge de las (nuevas) tecnologías de la información, la reestructuración del sistema socioeconómico y las transformaciones culturales han dinamitado este contexto, socavando la verticalidad de los procesos comunicativos, progresivamente descentralizados, cuestionando toda forma de autoridad intelectual, estética o política; en paralelo, la omnipotencia del mercado es cada vez más obvia. Bauman define este cambio, de manera elocuente, como el tránsito de una forma sólida a una forma líquida de modernidad: desaparecen las referencias, estructuras y sistemas de valores estables, se agotan las certezas; la cultura, la historia y las formas de relación social dejan de ser unívocas y permanentes; la historia del arte abandona su concepción evolutiva vinculada a la idea ilustrada de progreso.
En este nuevo y dúctil escenario, la figura del comisario se antoja más imprescindible que nunca, pero no en su formulación convencional, como agente encargado de legitimar o enfatizar determinados discursos en el seno de una solemne y mayúscula Historia del Arte y las Ideas Estéticas, sino entregado a la tarea de generar y activar espacios públicos de diálogo, enfrentamiento y disensión.
La vieja noción de comisariado no puede ser desligada de una caduca concepción expositiva, de la muestra en tanto que evento capaz de fijar, asentar, inmortalizar, solidificar, en suma, determinados conceptos en el discurrir de un proceso evolutivo y lineal. La forma clásica de exposición -y de museo, por extensión- se define por su estatismo y unidireccionalidad, características estériles en un contexto en el que las funciones de sanción y conservación adquieren un rol secundario en favor del procesamiento y la interrelación de los contenidos, de la construcción colectiva de la cultura, de la esfera pública.
Ahora, la intervención / producción debe prevalecer sobre la reproducción. Asumir esto supone admitir una evidente crisis del modelo expositivo-museístico clásico, afanado en espacializar los nuevos flujos y procesos creativos, por definición abiertos, en permanente desarrollo y reacios a toda acotación; volcado en la defensa de una concepción aurática de la imagen que parece ignorar su nuevo estatuto digital.
De una tradición que se funda en las nociones de Autor y Obra a una realidad que exige participación y proceso (un proceso efectivo y abierto, no el arte procesual que la institución se encargó de domesticar y canonizar). No parece haber otra vía, considerando que depender del objeto y la firma es condenar la creación al mercado.
La alternativa radica en la interpretación crítica, en la exploración de los intersticios del sistema. La tarea del comisario no debe ser afirmativa, sino interrogativa; no debe reducirse a la "escena artística", sino que debe comprender la producción simbólica en un sentido amplio -atendiendo, especialmente, a las condiciones en que ésta se produce y a los intereses a los que obecede-. En un contexto de sobreabundancia de información y contenidos creativos, la tarea más necesaria es el análisis y la elaboración de una suerte de cartografía cognitiva -parafraseando a Jameson- que nos dote de herramientas para asimilar e intervenir las diferentes propuestas y nos incite a producir las nuestras.
Desbrozar, contextualizar, cuestionar, promover. El arte no es el único ámbito en que se hace necesario un cambio de paradigma.
viernes, 29 de octubre de 2010
miércoles, 27 de octubre de 2010
El comisario (primera parte)
Existe una figura fundamental para comprender cómo funciona el (mercado del) arte contemporáneo: el comisario, tercera persona de la Santísima Trinidad de la industria cultural, que completan el crítico y el director.
A grandes rasgos, el comisario de una exposición (también llamado curator o curador) es el máximo responsable de la misma: selecciona los artistas, las obras y el montaje; asume la organización conceptual y estética; escribe los textos divulgativos; supervisa la maquetación del catálogo... Siempre en función de las posibilidades de la entidad que acoge la muestra, claro.
Desde la aparición de Harald Szeemann, en los años 60 del siglo pasado, la importancia y repercusión mediática del comisario no ha dejado de crecer. Prueba de ello es que, en nuestros días, personajes como Hans Ulrich Obrist gozan de más popularidad que la mayoría de autores en la escena artística.
Sin embargo, y como cabría esperar, esta repentina y creciente valorización de la práctica curatorial ha terminado por banalizar la percepción pública de esta actividad e incluso la actividad misma. El aura del comisario-estrella, esa pieza indispensable en el engranaje del sistema artístico, ha atraído a centenares de aficionados, estudiantes, historiadores y otros profesionales, deseosos de abrirse paso en el siempre complejo mundo de la creación contemporánea, dando pie a situaciones ciertamente pintorescas.
Por ejemplo: te reencuentras, pasado el tiempo, con un compañero de promoción; intercambias algunas palabras amables antes del típico "¿qué estás haciendo ahora?", ante el cual, él, ni corto ni perezoso, te escupe un rotundo "soy comisario". Sin darte tiempo a preguntarle cómo se puede ser comisario sin haber comisariado nada, tu viejo colega extiende una tarjeta muy cool en la que se puede leer con claridad: "Comisario independiente". ¡Independiente! Sí, freelance... La independencia, esa entelequia; no sé si es peor estar obligado a quedar bien con tu jefe o tener que contentar a todo el mundo...
El caso es que estas cosas pasan. En cuanto empiezas a moverte por el mundo del arte te das cuenta de que, si das una patada a una piedra, aparecen un montón de personas que han convertido la noble tarea del comisariado en su principal actividad profesional. A medida que las conoces, adviertes, estupefacto, que ciertos patrones se repiten continuamente, dando lugar a diferentes tipos de comisarios perfectamente definidos.
En primer lugar está el comisario - decorador de interiores, todo un clásico. No es muy aficionado a la lectura (excepción hecha de las revistas de diseño y moda), pero sí al trabajo de campo, esto es, a ver exposiciones con sus amigos y a tomar copas con la crema del establishment. Llegado el momento de exponer, sus grandes preocupaciones son cosas como agrupar las obras por colores y tonalidades (como quien combina bolso y zapatos), buscar la enmarcación apropiada o probar cuarenta tipografías diferentes para las cartelas. El contenido de la exposición puede ser bochornoso, pero la puesta en escena siempre es impecable. Garantiza glamour y autocomplacencia; un valor seguro para muchas instituciones.
Un segundo tipo es el comisario - poeta. Este creador entre creadores tiene un único propósito: desarrollar su discurso. Para él, los artistas son un necesario (e incómodo) pretexto para llevar a buen puerto su Obra; en consecuencia, se decanta por textos complejísimos en los que habla de cualquier cosa menos de la exposición. En su favor (o en su contra) hay que decir que, con frecuencia, sus reflexiones sobre, digamos, la naturaleza de la imagen son mucho más interesantes que la exposición en sí. Si el artista le deja, no sólo le dice cómo debe mostrar la pieza, sino que se la hace enterita: ¿y por qué no reproduces el vídeo en slow motion con música de fondo? -¿quién dijo vergüenza?- Hombre, no sé, es que... -titubea, timorato, el autor- Nada, nada, tú hazme caso a mí, ya verás lo bien que queda...
Un tercer personaje: el comisario - colega. Maestro de maestros. No organiza exposiciones, sino fiestas; no es un teórico, sino un relaciones públicas. Por norma, tiene una nómina de diez o doce amigos que rota en todos y cada uno de los eventos que organiza y a los que también utiliza como "asesores". En la oficina-café-bar hace gala de su rigor intelectual:
- Tengo que hacer una exposición sobre arte público, estoy pensando en llamar a fulano...
- Ah, te va perfecto, ¿por qué no llamas también a mengano?
- ¡Cierto! No lo había pensado, de lujo... También quería meter algo de escultura ["meter", como quien le echa un hueso de jamón al caldo]
- Pues llama a zutano, que ahora está haciendo escultura... [tal y como suena, es pintor pero desde que se aburre le da al cincel]
- ¡Es verdad! ¡Otra ronda!
Luego está el comisario - comodín, que lo mismo te organiza una muestra de arte sonoro que un festival de artesanía; y su antítesis, el comisario - especialista, que rechaza cualquier estímulo externo ajeno a su tema de estudio. Este último adopta incontables apariencias. A menudo, su cerrazón adquiere tintes cómicos, y no es difícil encontrarse a un "experto en arte y nuevas tecnologías", pertrechado con sus iPhone, iPAD y Macbook, afanándose en enviarte una imagen de 50 MB al grito de "va muy lento, no sé qué le pasa", o frustrado ante su incapacidad para descomprimir un archivo. A modo de venganza, entiendo, te mete entre pecho y espalda una expo con veinticinco instalaciones "interactivas", a su parecer de absoluta vanguardia, en las que el espectador puede tocar malamente cuatro teclas para conseguir cuatro efectos baratos.
El comisario - oportunista es el sexto perfil. Su modus operandi no tiene miga: si está de moda la sostenibilidad, hablamos de sostenibilidad; que se lleva el new media, abrazamos lo digital; que las instituciones apoyan "cuestiones de género" (esto es digno de estudio), todos contra el machismo; que reclaman discursos patrióticos, revisión historicista del "arte nacional" al canto... "Es muy versátil", dicen.
He dejado para el final al comisario - perfeccionista, la quintaesencia de la profesión curatorial. Se rige por una máxima muy sencila: si lo hago yo, está bien; si lo haces tú, está mal. Cuando le pillas el punto, lo mejor es darle las cosas mal hechas a propósito, porque si se las das como le gustan te enviará las "correcciones" más inverosímiles y absurdas. No existe un centímetro cuadrado de la exposición en el que no deje su huella: al diseñador gráfico le dirá cómo hacer la difusión y el catálogo; al montador, cómo colocar los tornillos; al artista, cómo vestirse para la inauguración; al director de museo, cómo gestionarlo; al recepcionista, cómo saludar a los visitantes; a los visitantes, cómo contemplar las obras... Y así ad infinitum. Como colofón, todo estará siempre mal hasta el minuto previo a la apertura, a partir del cual juzgará la exposición un dechado de virtudes (no podría ser menos, estándo él/ella al mando...). Si algo saliese mal (opción de todo punto imposible), sin duda culparía al arquitecto de haber proyecto erróneamente el edificio.
Lógicamente, además de los anteriores, hay comisarios de criterio sólido y ego mesurado, poco propensos a favorecer a sus amistades, respetuosos con el trabajo ajeno, serios y sin ínfulas mesiánicas; huelga decir que no abundan, y que no hay un método infalible para localizarlos en el maremágnum del espectáculo artístico. No obstante, por regla general, se les distingue en virtud de algunas particularidades comprensibles: por un lado, tienden a apartarse en lo posible del sarao de las inauguraciones y de la pompa circense de los grandes eventos; por otro, rara vez viven del comisariado y, en muchos casos, ni siquiera se dedican de manera exclusiva a la crítica o a la gestión institucional en el ámbito del arte contemporáneo.
De cualquier forma, y antes de que me aticen, recordaré que toda regla tiene sus excepciones...
***
Lee la segunda parte.
A grandes rasgos, el comisario de una exposición (también llamado curator o curador) es el máximo responsable de la misma: selecciona los artistas, las obras y el montaje; asume la organización conceptual y estética; escribe los textos divulgativos; supervisa la maquetación del catálogo... Siempre en función de las posibilidades de la entidad que acoge la muestra, claro.
Desde la aparición de Harald Szeemann, en los años 60 del siglo pasado, la importancia y repercusión mediática del comisario no ha dejado de crecer. Prueba de ello es que, en nuestros días, personajes como Hans Ulrich Obrist gozan de más popularidad que la mayoría de autores en la escena artística.
Sin embargo, y como cabría esperar, esta repentina y creciente valorización de la práctica curatorial ha terminado por banalizar la percepción pública de esta actividad e incluso la actividad misma. El aura del comisario-estrella, esa pieza indispensable en el engranaje del sistema artístico, ha atraído a centenares de aficionados, estudiantes, historiadores y otros profesionales, deseosos de abrirse paso en el siempre complejo mundo de la creación contemporánea, dando pie a situaciones ciertamente pintorescas.
Por ejemplo: te reencuentras, pasado el tiempo, con un compañero de promoción; intercambias algunas palabras amables antes del típico "¿qué estás haciendo ahora?", ante el cual, él, ni corto ni perezoso, te escupe un rotundo "soy comisario". Sin darte tiempo a preguntarle cómo se puede ser comisario sin haber comisariado nada, tu viejo colega extiende una tarjeta muy cool en la que se puede leer con claridad: "Comisario independiente". ¡Independiente! Sí, freelance... La independencia, esa entelequia; no sé si es peor estar obligado a quedar bien con tu jefe o tener que contentar a todo el mundo...
El caso es que estas cosas pasan. En cuanto empiezas a moverte por el mundo del arte te das cuenta de que, si das una patada a una piedra, aparecen un montón de personas que han convertido la noble tarea del comisariado en su principal actividad profesional. A medida que las conoces, adviertes, estupefacto, que ciertos patrones se repiten continuamente, dando lugar a diferentes tipos de comisarios perfectamente definidos.
En primer lugar está el comisario - decorador de interiores, todo un clásico. No es muy aficionado a la lectura (excepción hecha de las revistas de diseño y moda), pero sí al trabajo de campo, esto es, a ver exposiciones con sus amigos y a tomar copas con la crema del establishment. Llegado el momento de exponer, sus grandes preocupaciones son cosas como agrupar las obras por colores y tonalidades (como quien combina bolso y zapatos), buscar la enmarcación apropiada o probar cuarenta tipografías diferentes para las cartelas. El contenido de la exposición puede ser bochornoso, pero la puesta en escena siempre es impecable. Garantiza glamour y autocomplacencia; un valor seguro para muchas instituciones.
Un segundo tipo es el comisario - poeta. Este creador entre creadores tiene un único propósito: desarrollar su discurso. Para él, los artistas son un necesario (e incómodo) pretexto para llevar a buen puerto su Obra; en consecuencia, se decanta por textos complejísimos en los que habla de cualquier cosa menos de la exposición. En su favor (o en su contra) hay que decir que, con frecuencia, sus reflexiones sobre, digamos, la naturaleza de la imagen son mucho más interesantes que la exposición en sí. Si el artista le deja, no sólo le dice cómo debe mostrar la pieza, sino que se la hace enterita: ¿y por qué no reproduces el vídeo en slow motion con música de fondo? -¿quién dijo vergüenza?- Hombre, no sé, es que... -titubea, timorato, el autor- Nada, nada, tú hazme caso a mí, ya verás lo bien que queda...
Un tercer personaje: el comisario - colega. Maestro de maestros. No organiza exposiciones, sino fiestas; no es un teórico, sino un relaciones públicas. Por norma, tiene una nómina de diez o doce amigos que rota en todos y cada uno de los eventos que organiza y a los que también utiliza como "asesores". En la oficina-café-bar hace gala de su rigor intelectual:
- Tengo que hacer una exposición sobre arte público, estoy pensando en llamar a fulano...
- Ah, te va perfecto, ¿por qué no llamas también a mengano?
- ¡Cierto! No lo había pensado, de lujo... También quería meter algo de escultura ["meter", como quien le echa un hueso de jamón al caldo]
- Pues llama a zutano, que ahora está haciendo escultura... [tal y como suena, es pintor pero desde que se aburre le da al cincel]
- ¡Es verdad! ¡Otra ronda!
Luego está el comisario - comodín, que lo mismo te organiza una muestra de arte sonoro que un festival de artesanía; y su antítesis, el comisario - especialista, que rechaza cualquier estímulo externo ajeno a su tema de estudio. Este último adopta incontables apariencias. A menudo, su cerrazón adquiere tintes cómicos, y no es difícil encontrarse a un "experto en arte y nuevas tecnologías", pertrechado con sus iPhone, iPAD y Macbook, afanándose en enviarte una imagen de 50 MB al grito de "va muy lento, no sé qué le pasa", o frustrado ante su incapacidad para descomprimir un archivo. A modo de venganza, entiendo, te mete entre pecho y espalda una expo con veinticinco instalaciones "interactivas", a su parecer de absoluta vanguardia, en las que el espectador puede tocar malamente cuatro teclas para conseguir cuatro efectos baratos.
El comisario - oportunista es el sexto perfil. Su modus operandi no tiene miga: si está de moda la sostenibilidad, hablamos de sostenibilidad; que se lleva el new media, abrazamos lo digital; que las instituciones apoyan "cuestiones de género" (esto es digno de estudio), todos contra el machismo; que reclaman discursos patrióticos, revisión historicista del "arte nacional" al canto... "Es muy versátil", dicen.
He dejado para el final al comisario - perfeccionista, la quintaesencia de la profesión curatorial. Se rige por una máxima muy sencila: si lo hago yo, está bien; si lo haces tú, está mal. Cuando le pillas el punto, lo mejor es darle las cosas mal hechas a propósito, porque si se las das como le gustan te enviará las "correcciones" más inverosímiles y absurdas. No existe un centímetro cuadrado de la exposición en el que no deje su huella: al diseñador gráfico le dirá cómo hacer la difusión y el catálogo; al montador, cómo colocar los tornillos; al artista, cómo vestirse para la inauguración; al director de museo, cómo gestionarlo; al recepcionista, cómo saludar a los visitantes; a los visitantes, cómo contemplar las obras... Y así ad infinitum. Como colofón, todo estará siempre mal hasta el minuto previo a la apertura, a partir del cual juzgará la exposición un dechado de virtudes (no podría ser menos, estándo él/ella al mando...). Si algo saliese mal (opción de todo punto imposible), sin duda culparía al arquitecto de haber proyecto erróneamente el edificio.
Lógicamente, además de los anteriores, hay comisarios de criterio sólido y ego mesurado, poco propensos a favorecer a sus amistades, respetuosos con el trabajo ajeno, serios y sin ínfulas mesiánicas; huelga decir que no abundan, y que no hay un método infalible para localizarlos en el maremágnum del espectáculo artístico. No obstante, por regla general, se les distingue en virtud de algunas particularidades comprensibles: por un lado, tienden a apartarse en lo posible del sarao de las inauguraciones y de la pompa circense de los grandes eventos; por otro, rara vez viven del comisariado y, en muchos casos, ni siquiera se dedican de manera exclusiva a la crítica o a la gestión institucional en el ámbito del arte contemporáneo.
De cualquier forma, y antes de que me aticen, recordaré que toda regla tiene sus excepciones...
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lunes, 25 de octubre de 2010
Empresas, tecnología y educación
Acabo de leer, vía @dreig, un post con una visión muy personal del Global Forum Education publicado en el blog Los mundos de yalocin, iniciativa de una profesora de secundaria que, por cierto, cuenta entre sus méritos el haberse liado la manta a la cabeza para instalar por su cuenta y riesgo una distro de Linux en los 40 ordenadores del aula de informática de su centro.
La entrada, digo, trata dos ideas que me parecen muy interesantes:
La primera es que, aunque hablemos largo y tendido de la necesidad de una sustancial reforma en la enseñanza, los alumnos "no pueden esperar ese gran cambio educativo". Las grandes transformaciones están muy bien, pero las pequeñas acciones, individuales y cotidianas, los pequeños logros en el seno de un sistema claramente imperfecto, son los verdaderamente imprescindibles. No conviene olvidar esto.
En cuanto a la segunda idea... Cito textualmente:
Pedimos una educación que abra a los estudiantes las puertas del mercado laboral, que los haga productivos y eficientes, que los adapte a las nuevas necesidades de las empresas... Es obvio que no se puede exigir esto sin asumir ciertas concesiones. Sin embargo, no creo que nadie sostenga que los programas educativos deban estar enteramente determinados por la industria: el objetivo es formar ciudadanos, no simplemente trabajadores. Es por ello que la educación no puede ser concebida en función de un criterio estricto de rentabilidad; debe aportar valores, capacidades y conocimientos tan improductivos en términos económicos como esenciales a nivel social y cultural. Estar capacitado para ejercer una determinada profesión no es garantía de que esto se cumpla.
En la primera parte de su artículo ¿Qué importa que la gente crea cosas raras?, Sergio Parra aborda una cuestión aparentemente banal (la creencia en pseudociencia, supersticiones y fenómenos paranormales) para demostrar que estas actitudes aparentemente inocuas pueden ser sintomáticas de importantes problemas. Con objeto de refrendar su razonamiento cita al físico Alan Sokal:
El antídoto contra la superstición es el mismo que permite cimentar una sociedad política y culturalmente activa, y debe estar en la base del sistema educativo: consiste en "cultivar el escepticismo", en palabras de Parra, fomentar el pensamiento crítico, desarrollar una disposición para la interpretación de la información que recibimos. Éste es el fin último, y es aquí donde difícilmente la filosofía empresarial podrá aportar las claves necesarias para redefinir el paradigma educacional. Es importante, claro está, entender el alcance y la naturaleza de las transformaciones tecnológicas, algo que las multinacionales hacen extraordinariamente bien; pero lo realmente necesario es saber qué queremos lograr con la reformulación de la enseñanza en función de estas mutaciones. Las grandes compañías analizan cantidades ingentes de información para detectar tendencias y saber cómo reaccionar ante ellas... con ánimo de lucro, no con afán de contribuir a la formación de una ciudadanía crítica. Esto es de puro sentido común, y no tiene nada de malo siempre que todos lo asumamos.
Cuando, en 1979, US Steel inició una política de adquisiciones para diversificar su actividad empresarial, su Presidente, James Roderick, justificó la decisión de una manera elocuente: "el deber de la administración es hacer dinero, no acero". Nos fascinan los métodos de Google y criticamos las políticas restrictivas de Apple, pero el objetivo de ambas es el mismo: hacer caja. A veces olvidamos esto y creemos que redes sociales, sistemas operativos, tablets o ebooks han sido desarrollados para favorecer el cambio educativo...
El mercado va a seguir produciendo las herramientas y los medios, definiendo un nuevo escenario social. En este sentido, el concurso de representantes de importantes empresas en eventos de este género será interesante y recomendable, pero sólo si se comprende cuál es su aportación y cuál su perspectiva. La interpretación de sus intervenciones y la aplicación práctica de sus ideas siempre debe recaer en los educadores -y no hablo sólo del profesorado,la educación comienza en casa-, los únicos que, en lugar de productores y consumidores, verán alumnos e hijos.
La entrada, digo, trata dos ideas que me parecen muy interesantes:
La primera es que, aunque hablemos largo y tendido de la necesidad de una sustancial reforma en la enseñanza, los alumnos "no pueden esperar ese gran cambio educativo". Las grandes transformaciones están muy bien, pero las pequeñas acciones, individuales y cotidianas, los pequeños logros en el seno de un sistema claramente imperfecto, son los verdaderamente imprescindibles. No conviene olvidar esto.
En cuanto a la segunda idea... Cito textualmente:
- Se acabó lo que se daba: lo siento, pero no se que pintaban estas empresas hablando en un foro como este ¿su objetivo no es ganar dinero? pues eso. A mi me encantaría que fuese al revés, y estas empresas se sentaran a escucharnos a nosotros, docentes, de cómo pueden colaborar en la educación de nuestros niños, y nuestras niñas. Me pone muy, muy nerviosa comprobar que , de repente, tengo delante mía a estos señores, que representan a entidades no educativas -no lo olvidemos- diciéndome como tengo que hacer mi trabajo y cómo hay que cambiar la educación ¡por favor! ¡seamos serios!
Pedimos una educación que abra a los estudiantes las puertas del mercado laboral, que los haga productivos y eficientes, que los adapte a las nuevas necesidades de las empresas... Es obvio que no se puede exigir esto sin asumir ciertas concesiones. Sin embargo, no creo que nadie sostenga que los programas educativos deban estar enteramente determinados por la industria: el objetivo es formar ciudadanos, no simplemente trabajadores. Es por ello que la educación no puede ser concebida en función de un criterio estricto de rentabilidad; debe aportar valores, capacidades y conocimientos tan improductivos en términos económicos como esenciales a nivel social y cultural. Estar capacitado para ejercer una determinada profesión no es garantía de que esto se cumpla.
En la primera parte de su artículo ¿Qué importa que la gente crea cosas raras?, Sergio Parra aborda una cuestión aparentemente banal (la creencia en pseudociencia, supersticiones y fenómenos paranormales) para demostrar que estas actitudes aparentemente inocuas pueden ser sintomáticas de importantes problemas. Con objeto de refrendar su razonamiento cita al físico Alan Sokal:
- Y si estoy preocupado por la creencia de la gente en la clarividencia y ese tipo de cosas, es en buena parte porque sospecho que la credulidad en asuntos leves prepara la mente para la credulidad en asuntos graves; y a la inversa: que el tipo de pensamiento crítico que resulta útil para distinguir la ciencia de la pseudociencia puede servir de algo para distinguir las verdades de las mentiras en los asuntos de Estado.
El antídoto contra la superstición es el mismo que permite cimentar una sociedad política y culturalmente activa, y debe estar en la base del sistema educativo: consiste en "cultivar el escepticismo", en palabras de Parra, fomentar el pensamiento crítico, desarrollar una disposición para la interpretación de la información que recibimos. Éste es el fin último, y es aquí donde difícilmente la filosofía empresarial podrá aportar las claves necesarias para redefinir el paradigma educacional. Es importante, claro está, entender el alcance y la naturaleza de las transformaciones tecnológicas, algo que las multinacionales hacen extraordinariamente bien; pero lo realmente necesario es saber qué queremos lograr con la reformulación de la enseñanza en función de estas mutaciones. Las grandes compañías analizan cantidades ingentes de información para detectar tendencias y saber cómo reaccionar ante ellas... con ánimo de lucro, no con afán de contribuir a la formación de una ciudadanía crítica. Esto es de puro sentido común, y no tiene nada de malo siempre que todos lo asumamos.
Cuando, en 1979, US Steel inició una política de adquisiciones para diversificar su actividad empresarial, su Presidente, James Roderick, justificó la decisión de una manera elocuente: "el deber de la administración es hacer dinero, no acero". Nos fascinan los métodos de Google y criticamos las políticas restrictivas de Apple, pero el objetivo de ambas es el mismo: hacer caja. A veces olvidamos esto y creemos que redes sociales, sistemas operativos, tablets o ebooks han sido desarrollados para favorecer el cambio educativo...
El mercado va a seguir produciendo las herramientas y los medios, definiendo un nuevo escenario social. En este sentido, el concurso de representantes de importantes empresas en eventos de este género será interesante y recomendable, pero sólo si se comprende cuál es su aportación y cuál su perspectiva. La interpretación de sus intervenciones y la aplicación práctica de sus ideas siempre debe recaer en los educadores -y no hablo sólo del profesorado,la educación comienza en casa-, los únicos que, en lugar de productores y consumidores, verán alumnos e hijos.
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sábado, 23 de octubre de 2010
Adaptando el museo al contexto digital
Un reciente artículo publicado en Technology in the Arts* expone algunas de las soluciones que varios museos están adoptando para adecuarse al nuevo escenario digital: realidad aumentada, códigos QR, aplicaciones para móviles, dispositivos específicos distribuidos en el propio centro...
La institución museística avanza tímidamente hacia la integración de las tecnologías de la información en su dinámica de trabajo, pero de momento predominan aplicaciones que se limitan a refrendar y perfeccionar una concepción muy determinada de la función del museo, la producción y distribución de la cultura y los discursos historiográficos. En otras palabras: nuevas herramientas para viejas prácticas.
En muchos centros de experimentación artística ocurre todo lo contrario: se detecta una auténtica efervescencia tecnófila, un claro compromiso con el desarrollo de proyectos que expriman las posibilidades derivadas de las nuevas tecnologías, analizando su impacto en los mecanismos de creación y divulgación.
Esta diferenciación no es fruto del azar, ya que los espacios dedicados a la experimentación tienen la ventaja de no llevar a sus espaldas la onerosa tradición museística; no se deben al pasado, pueden reconfigurarse en función de necesidades cambiantes y su propio trabajo consiste en reflexionar sobre la naturaleza de estas transformaciones. En el ADN del museo como lo conocemos, por el contrario, está escrito el pensamiento ilustrado, el proyecto moderno, un modelo cultural hegemónico que ya no parece apropiado como principio de interpretación. No se trata, por tanto, de predicar viejos principios en nuevos soportes; urge reformularlos, hacer compatible la preservación con la producción de contenidos, establecer estructuras y discursos abiertos; convertir el museo en una institución dialógica, no tanto el espejo de una cultura determinada como su continuo proceso de construcción (colectiva).
Hace falta, pues, un museo pensado desde y para el nuevo escenario socioeconómico y cultural, y no una actualización técnica del que ya existía. Las grandes instituciones presentan importantes avances en esta dirección, pero es fundamental hacerlos extensivos a los centros con menos recursos, porque son éstos precisamente los que más se podrían beneficiar de una hipotética renovación.
* Ver también 2010 Horizon Report: Museum Edition.
La institución museística avanza tímidamente hacia la integración de las tecnologías de la información en su dinámica de trabajo, pero de momento predominan aplicaciones que se limitan a refrendar y perfeccionar una concepción muy determinada de la función del museo, la producción y distribución de la cultura y los discursos historiográficos. En otras palabras: nuevas herramientas para viejas prácticas.
En muchos centros de experimentación artística ocurre todo lo contrario: se detecta una auténtica efervescencia tecnófila, un claro compromiso con el desarrollo de proyectos que expriman las posibilidades derivadas de las nuevas tecnologías, analizando su impacto en los mecanismos de creación y divulgación.
Esta diferenciación no es fruto del azar, ya que los espacios dedicados a la experimentación tienen la ventaja de no llevar a sus espaldas la onerosa tradición museística; no se deben al pasado, pueden reconfigurarse en función de necesidades cambiantes y su propio trabajo consiste en reflexionar sobre la naturaleza de estas transformaciones. En el ADN del museo como lo conocemos, por el contrario, está escrito el pensamiento ilustrado, el proyecto moderno, un modelo cultural hegemónico que ya no parece apropiado como principio de interpretación. No se trata, por tanto, de predicar viejos principios en nuevos soportes; urge reformularlos, hacer compatible la preservación con la producción de contenidos, establecer estructuras y discursos abiertos; convertir el museo en una institución dialógica, no tanto el espejo de una cultura determinada como su continuo proceso de construcción (colectiva).
Hace falta, pues, un museo pensado desde y para el nuevo escenario socioeconómico y cultural, y no una actualización técnica del que ya existía. Las grandes instituciones presentan importantes avances en esta dirección, pero es fundamental hacerlos extensivos a los centros con menos recursos, porque son éstos precisamente los que más se podrían beneficiar de una hipotética renovación.
* Ver también 2010 Horizon Report: Museum Edition.
jueves, 21 de octubre de 2010
Replanteando el sistema educativo en la sociedad de la información
Hace algunos días, Ismael Peña-López publicó una interesante entrada sobre la necesidad de desinstitucionalizar la educación con objeto de adaptarla a la nueva economía digital (o, más bien, de reinstitucionalizarla, tal y como matiza en los comentarios). La pregunta fundamental del post era si continúa siendo útil concentrar físicamente el acceso al saber en una época caracterizada por la ubicuidad de la información y la cultura, es decir, si es viable mantener el modelo ilustrado de educación y sus instituciones totémicas: escuela, biblioteca, universidad, museo...
En una línea similar se mueve otro artículo, recientemente publicado por Dolors Reig, que recoge varias afirmaciones pronunciadas en el Global Education Forum 2010, además de un excelente vídeo que sintetiza las ideas de Ken Robinson al respecto.
El diagnóstico es bastante claro: el sistema actual, concebido en función de los principios de la Ilustración y adecuado a los propósitos del Industrialismo, está dislocado del nuevo contexto económico y cultural, en el que se antoja terriblemente ineficaz. Su apego a la idea académica del conocimiento y a una pedagogía prehistórica es contraproducente, ya que cercena la capacidad creativa del alumno, sometiéndolo a modelos de comunicación anacrónicos y suscitando su aversión.
¿Cuáles son las posibles soluciones? Existen muchas direcciones en las que avanzar. Se constata la necesidad de introducir un componente lúdico en la enseñanza, que estará claramente condicionada por la adopción de las tecnologías de la información; se hace hincapié en la educación emocional, en un enfoque personalizado y en la ruptura con los corsés que imponen las diferentes disciplinas de estudio.
Personalmente, creo que la enseñanza debe desplazar progresivamente gran parte de los contenidos en favor de las metodologías, esto es, sustituir el culto a la memorización por el estímulo y el desarrollo de diferentes aptitudes y actitudes. La gran asignatura pendiente del sistema educativo es fomentar el pensamiento crítico, el cuestionamiento de lo comúnmente asumido, la reflexión pluriperspectiva... Todo aquello necesario para que cada alumno tenga criterio propio.
En este sentido, pienso en los centros educativos como en una suerte incubadoras culturales, como laboratorios en los que sea factible aprender creando, participando de proyectos colectivos surgidos del propio alumnado. Esto desembocaría en relaciones cruzadas, grupos de composición variable, investigaciones transversales y una dinámica de trabajo en permanente revisión y reformulación.
El mismo modelo podría ser perfectamente válido también para la enseñanza superior... Aunque en este ámbito los problemas son otros, más complejos. Se incide en la necesidad de colaboración entre el sector público y el sector privado, entre la universidad y la empresa, pero llevar esto a sus últimas consecuencias sólo supondrá el triunfo incontestable de la racionalidad instrumental. Si hay algo meritorio en el viejo modelo universitario, esto es, paradójicamente, su lectura idealista del papel del conocimiento en la vertebración de la sociedad; un tipo de conocimiento muy concreto, claro, académico, fundado en una cultura occidental, logo y falocéntrica, pero defendido, en cierto modo, por encima de contingencias económicas.
Digo esto porque se acumulan artículos extraordinariamente documentados en relación con la adaptación de la educación superior a las exigencias del mercado. Se habla de especialización y productividad, pero siempre a nivel económico. ¿Qué hay de la producción social y cultural? ¿Formaremos individuos perfectamente integrados en el sistema pero incapaces de cuestionarlo? ¿Desterraremos todas las áreas de conocimiento "improductivas" desde el punto de vista del tejido industrial? ¿Ignoraremos los beneficios sociales derivados de ámbitos de trabajo económicamente deficitarios?
Por mucho que queramos liberarnos de todas las ataduras, para desterrar una vieja visión dogmática tendremos que consensuar un nuevo corpus de valores, en relación con todos los cambios tecnológicos y socioculturales que han tenido lugar en las últimas décadas. Si la rentabilidad económica es la piedra angular de este proceso, lo único que haremos será sustituir unos dogmas por otros. La gestión pública de la educación no ha sido en absoluto ejemplar, pero no podemos esperar que la intervención del capital se plantee en términos salvíficos. Gran parte de la educación debería ser juzgada en función de criterios cualitativos, no cuantitativos.
Necesitamos una solución equilibrada, un sistema abierto, permeable y flexible, en las antípodas del estatismo hierático del que hasta ahora hemos conocido.
En una línea similar se mueve otro artículo, recientemente publicado por Dolors Reig, que recoge varias afirmaciones pronunciadas en el Global Education Forum 2010, además de un excelente vídeo que sintetiza las ideas de Ken Robinson al respecto.
El diagnóstico es bastante claro: el sistema actual, concebido en función de los principios de la Ilustración y adecuado a los propósitos del Industrialismo, está dislocado del nuevo contexto económico y cultural, en el que se antoja terriblemente ineficaz. Su apego a la idea académica del conocimiento y a una pedagogía prehistórica es contraproducente, ya que cercena la capacidad creativa del alumno, sometiéndolo a modelos de comunicación anacrónicos y suscitando su aversión.
¿Cuáles son las posibles soluciones? Existen muchas direcciones en las que avanzar. Se constata la necesidad de introducir un componente lúdico en la enseñanza, que estará claramente condicionada por la adopción de las tecnologías de la información; se hace hincapié en la educación emocional, en un enfoque personalizado y en la ruptura con los corsés que imponen las diferentes disciplinas de estudio.
Personalmente, creo que la enseñanza debe desplazar progresivamente gran parte de los contenidos en favor de las metodologías, esto es, sustituir el culto a la memorización por el estímulo y el desarrollo de diferentes aptitudes y actitudes. La gran asignatura pendiente del sistema educativo es fomentar el pensamiento crítico, el cuestionamiento de lo comúnmente asumido, la reflexión pluriperspectiva... Todo aquello necesario para que cada alumno tenga criterio propio.
En este sentido, pienso en los centros educativos como en una suerte incubadoras culturales, como laboratorios en los que sea factible aprender creando, participando de proyectos colectivos surgidos del propio alumnado. Esto desembocaría en relaciones cruzadas, grupos de composición variable, investigaciones transversales y una dinámica de trabajo en permanente revisión y reformulación.
El mismo modelo podría ser perfectamente válido también para la enseñanza superior... Aunque en este ámbito los problemas son otros, más complejos. Se incide en la necesidad de colaboración entre el sector público y el sector privado, entre la universidad y la empresa, pero llevar esto a sus últimas consecuencias sólo supondrá el triunfo incontestable de la racionalidad instrumental. Si hay algo meritorio en el viejo modelo universitario, esto es, paradójicamente, su lectura idealista del papel del conocimiento en la vertebración de la sociedad; un tipo de conocimiento muy concreto, claro, académico, fundado en una cultura occidental, logo y falocéntrica, pero defendido, en cierto modo, por encima de contingencias económicas.
Digo esto porque se acumulan artículos extraordinariamente documentados en relación con la adaptación de la educación superior a las exigencias del mercado. Se habla de especialización y productividad, pero siempre a nivel económico. ¿Qué hay de la producción social y cultural? ¿Formaremos individuos perfectamente integrados en el sistema pero incapaces de cuestionarlo? ¿Desterraremos todas las áreas de conocimiento "improductivas" desde el punto de vista del tejido industrial? ¿Ignoraremos los beneficios sociales derivados de ámbitos de trabajo económicamente deficitarios?
Por mucho que queramos liberarnos de todas las ataduras, para desterrar una vieja visión dogmática tendremos que consensuar un nuevo corpus de valores, en relación con todos los cambios tecnológicos y socioculturales que han tenido lugar en las últimas décadas. Si la rentabilidad económica es la piedra angular de este proceso, lo único que haremos será sustituir unos dogmas por otros. La gestión pública de la educación no ha sido en absoluto ejemplar, pero no podemos esperar que la intervención del capital se plantee en términos salvíficos. Gran parte de la educación debería ser juzgada en función de criterios cualitativos, no cuantitativos.
Necesitamos una solución equilibrada, un sistema abierto, permeable y flexible, en las antípodas del estatismo hierático del que hasta ahora hemos conocido.
martes, 19 de octubre de 2010
La sociedad del espectáculo. El caso Banksy
Antes o después tenía que hablar de la ya archiconocida cabecera que Banksy ha realizado para Los Simpsons (un conato de crítica a la explotación laboral, para los despistados). Transcurridos algunos días desde su emisión, se puede comprobar que su incidencia real, más allá de la locura tuitera del momento, ha sido escasa. Que el vídeo haya estado en boca de todos sólo ha revelado su incapacidad crítica. La jugada publicitaria de la FOX ha sido perfecta.
Guadalupe Ruiz Fajardo, Profesora de la Universidad de Columbia, lo ha definido de una manera elocuente: "es tal la inutilidad de las artes para hacer algo en contra del poder que el mismo poder ha terminado por darse cuenta de que es más fácil dejar decir que censurar. La cabecera de Banksy no va hacer [...] que los espectadores dejen de ver Los Simpsons". En esa línea se movía una entrada recién publicada en Apolorama: "la fuerza que pretendía tener la introducción se anula: es absorbida y normalizada [...] De repente, la explotación monstruosa [...] se convierte en algo aprobado, que se consume ligeramente, sin consecuencias".
Me permito algunos comentarios al respecto:
1. Cuando el arte aboga por una vía de activismo y crítica política debe subvertir -o al menos abandonar- los modos de narración, representación y difusión de su propia institución y del mercado. Todo aquello que se inscribe de manera legítima en este contexto sólo puede aspirar a ser, en el mejor de los casos, crítica teatralizada. La amplificación mediática se deriva siempre de un mayor o menor grado de sumisión formal por parte del autor, y se traduce en una desvalorización del contenido crítico; la masificación comporta necesariamente banalización: iconizar es mercantilizar.
Hay que buscar las fisuras, moverse en los márgenes, allí donde la expresión no está regulada por las pretensiones del mercado; no hay que temer la pequeña escala, mucho más efectiva, sincera y transparente. Es un problema de perspectiva, no de inutilidad de las artes.
2. La red no siempre es sinónimo de comunicación. Las millones de visualizaciones del vídeo de Banksy han generado más eco que diálogo. Se constata la primacía del consumo pasivo; las opiniones mayoritarias en la blogosfera revisten un carácter ilusorio, representando a un colectivo minoritario y específico. Cuando se logra obtener una respuesta masiva, ésta se vincula a la opinión (o a la acción estéril, tipo ataques DDOS). La vía de actuación más productiva ("si no estás de acuerdo con algo, no lo consumas") es ignorada sistemáticamente.
3. Banksy dejó de tener sentido en el mismo momento en que todos empezamos a hablar de él y lo introdujimos en el ámbito institucional, es decir, desde que lo convertimos en trademark. No se puede combatir el fuego con fuego.
4. Por La sociedad del espectáculo no pasan los años, tristemente.
Guadalupe Ruiz Fajardo, Profesora de la Universidad de Columbia, lo ha definido de una manera elocuente: "es tal la inutilidad de las artes para hacer algo en contra del poder que el mismo poder ha terminado por darse cuenta de que es más fácil dejar decir que censurar. La cabecera de Banksy no va hacer [...] que los espectadores dejen de ver Los Simpsons". En esa línea se movía una entrada recién publicada en Apolorama: "la fuerza que pretendía tener la introducción se anula: es absorbida y normalizada [...] De repente, la explotación monstruosa [...] se convierte en algo aprobado, que se consume ligeramente, sin consecuencias".
Me permito algunos comentarios al respecto:
1. Cuando el arte aboga por una vía de activismo y crítica política debe subvertir -o al menos abandonar- los modos de narración, representación y difusión de su propia institución y del mercado. Todo aquello que se inscribe de manera legítima en este contexto sólo puede aspirar a ser, en el mejor de los casos, crítica teatralizada. La amplificación mediática se deriva siempre de un mayor o menor grado de sumisión formal por parte del autor, y se traduce en una desvalorización del contenido crítico; la masificación comporta necesariamente banalización: iconizar es mercantilizar.
Hay que buscar las fisuras, moverse en los márgenes, allí donde la expresión no está regulada por las pretensiones del mercado; no hay que temer la pequeña escala, mucho más efectiva, sincera y transparente. Es un problema de perspectiva, no de inutilidad de las artes.
2. La red no siempre es sinónimo de comunicación. Las millones de visualizaciones del vídeo de Banksy han generado más eco que diálogo. Se constata la primacía del consumo pasivo; las opiniones mayoritarias en la blogosfera revisten un carácter ilusorio, representando a un colectivo minoritario y específico. Cuando se logra obtener una respuesta masiva, ésta se vincula a la opinión (o a la acción estéril, tipo ataques DDOS). La vía de actuación más productiva ("si no estás de acuerdo con algo, no lo consumas") es ignorada sistemáticamente.
3. Banksy dejó de tener sentido en el mismo momento en que todos empezamos a hablar de él y lo introdujimos en el ámbito institucional, es decir, desde que lo convertimos en trademark. No se puede combatir el fuego con fuego.
4. Por La sociedad del espectáculo no pasan los años, tristemente.
domingo, 17 de octubre de 2010
Hacia una lectura abierta e interconectada
El presidente del grupo Planeta, José Manuel Lara, está realmente preocupado por el futuro del libro: "no se ha pillado ni una sola web de las que permiten descargas ilegales; no puede ser; necesitamos ya una legislación contra la piratería en la red efectiva y acorde con el siglo XXI si no queremos que le pase al libro lo del disco".
Leyendo sus declaraciones, es fácil entender que lo que le preocupa no es el futuro, sino el pasado del libro; y lo que es peor, del libro como tal, en tanto que soporte físico. Pide una legislación acorde con el siglo XXI, pero no habla de una industria en consonancia. Queda claro que a los editores les preocupa más defender un modelo de negocio obsoleto que abrir nuevos mercados. Menos mal que la venta de ebooks crece de manera espectacular, y no sólo en América, pese a la lamentable oferta existente.
Lo importante es que la gente lea, cuanto más mejor, el soporte o las condiciones son irrelevantes. Si la demanda de contenidos crece, la industria tiene en su mano rentabilizar esta tendencia; si hasta ahora no lo ha hecho, no puede culpar a la piratería de su incapacidad, tal vez el DRM, la falta de estándares sólidos y un sistema de distribución desastroso tienen buena parte de la culpa.
El libro electrónico está en pañales. En los próximos años seremos testigos de una importante evolución a nivel de hardware (comenzando por tecnologías como Mirasol, de Qualcomm), pero sobre todo de la reformulación de nuestra experiencia como lectores interconectados. El sistema Popular Highlights, de Amazon, es un primer paso: si muchos diferentes lectores resaltan una determinada frase o párrafo del libro que estás leyendo, tú lo verás marcado. Como es lógico, la función puede ser deshabilitada, por si queremos preservar la forma original del libro, pero a nadie se le escapa que el sistema prefigura posibilidades realmente interesantes.
En el pasado, compartir impresiones sobre nuestras lecturas no era tarea sencilla, salvo quizás en aquellos lugares en que se concentraba el acceso de la información: comunidades universitarias, grandes ciudades con numerosos clubes y asociaciones de lectura, entornos profesionales... Y ni siquiera estos contextos garantizaban la participación en un intercambio fluido de información.
Ahora no es difícil imaginar una red social organizada en función de lo que leemos. Podemos pensar en libros en los que sea posible difundir nuestros comentarios, identificar a los usuarios cuyas anotaciones queramos conocer, filtrarlas en función de nuestros intereses o ampliar las referencias de los textos originales con enlaces a contenidos que el autor no haya considerado. Pensemos, por ejemplo, en las infinitas posibilidades de este tipo de recursos a nivel educativo.
Estas aplicaciones u otras similares serán desarrolladas, antes o después, con el concurso de las editoriales o frente a su desaprobación. En sus manos está el sumarse y participar de este nuevo escenario o contentarse con languidecer entre protestas.
Leyendo sus declaraciones, es fácil entender que lo que le preocupa no es el futuro, sino el pasado del libro; y lo que es peor, del libro como tal, en tanto que soporte físico. Pide una legislación acorde con el siglo XXI, pero no habla de una industria en consonancia. Queda claro que a los editores les preocupa más defender un modelo de negocio obsoleto que abrir nuevos mercados. Menos mal que la venta de ebooks crece de manera espectacular, y no sólo en América, pese a la lamentable oferta existente.
Lo importante es que la gente lea, cuanto más mejor, el soporte o las condiciones son irrelevantes. Si la demanda de contenidos crece, la industria tiene en su mano rentabilizar esta tendencia; si hasta ahora no lo ha hecho, no puede culpar a la piratería de su incapacidad, tal vez el DRM, la falta de estándares sólidos y un sistema de distribución desastroso tienen buena parte de la culpa.
El libro electrónico está en pañales. En los próximos años seremos testigos de una importante evolución a nivel de hardware (comenzando por tecnologías como Mirasol, de Qualcomm), pero sobre todo de la reformulación de nuestra experiencia como lectores interconectados. El sistema Popular Highlights, de Amazon, es un primer paso: si muchos diferentes lectores resaltan una determinada frase o párrafo del libro que estás leyendo, tú lo verás marcado. Como es lógico, la función puede ser deshabilitada, por si queremos preservar la forma original del libro, pero a nadie se le escapa que el sistema prefigura posibilidades realmente interesantes.
En el pasado, compartir impresiones sobre nuestras lecturas no era tarea sencilla, salvo quizás en aquellos lugares en que se concentraba el acceso de la información: comunidades universitarias, grandes ciudades con numerosos clubes y asociaciones de lectura, entornos profesionales... Y ni siquiera estos contextos garantizaban la participación en un intercambio fluido de información.
Ahora no es difícil imaginar una red social organizada en función de lo que leemos. Podemos pensar en libros en los que sea posible difundir nuestros comentarios, identificar a los usuarios cuyas anotaciones queramos conocer, filtrarlas en función de nuestros intereses o ampliar las referencias de los textos originales con enlaces a contenidos que el autor no haya considerado. Pensemos, por ejemplo, en las infinitas posibilidades de este tipo de recursos a nivel educativo.
Estas aplicaciones u otras similares serán desarrolladas, antes o después, con el concurso de las editoriales o frente a su desaprobación. En sus manos está el sumarse y participar de este nuevo escenario o contentarse con languidecer entre protestas.
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sábado, 16 de octubre de 2010
Inventar, copiar, reproducir, jugar
La semana pasada, Lawrence Lessig intervino en una de las mesas redondas del Vimeo Festival + Awards. Allí, tuvo a bien hablar del derecho de fair use, es decir, de la posibilidad de emplear parcialmente contenidos protegidos por copyright, sin necesidad de autorización expresa su correspondiente autor, de acuerdo con propósitos informativos, académicos, de investigación...
A grandes rasgos, y como cualquiera en su sano juicio comprende, este "uso razonable" puede ser determinado en razón del puro sentido común (de lo contrario pasaríamos más tiempo pidiendo permisos para escribir que escribiendo). Pero como el sentido común es el menos común de los sentidos, una frase sacada de contexto se tradujo en un aluvión de críticas a Lessig, acusado de apelar a la "infracción masiva" en materia de derechos de autor.
El tema trascendió hasta el punto de que el propio Lessig publicó un artículo explicando en detalle lo ocurrido. Pero, desde mi punto de vista, sus elocuentes aclaraciones eran innecesarias, teniendo en cuenta que sólo una mente retorcida podría concebir un alegato criminal en la frase que motivó la polémica: "tienes derecho a cogerlo [el material protegido] y usarlo".
Pese a todo, la cosa trajo cola. Tal vez porque el mito del artista como genio creador está demasiado arraigado; parece que reproduciendo parte de una obra profanamos un territorio sagrado, el espacio en que el autor ha plasmado la singularidad de su pensamiento. Sin embargo, es difícil pensar en una actividad humana en la que la deuda con la tradición sea tan evidente e incuestionable. "El arte es un juego entre los hombres de todas las épocas", decía Duchamp. ¿Y no es lógico, entonces, que el juego prevalezca sobre los jugadores, referencias transitorias en un fluir permanente? No se trata tanto de subvertir la célebre idea de Gombrich ("no hay arte, sino artistas") como de entender que todos los creadores necesitan del acervo que este inmemorial juego les lega. Crean, sí, pero no ex nihilo... Recordemos que "inventar" procede del verbo latino invenio, es decir, encontrar.
Puede que lo que cause desconcierto sean las profundas transformaciones de los medios y formatos. Lo que antes era inspiración es ahora una reproducción perfecta; en la era digital el mero hecho de reproducir implica copiar; las secuencias de bytes no saben nada de "originales" y "réplicas".
Esto es un hecho, y es irreversible, aunque, lejos de ser algo negativo, debe ser el punto de partida de una cultura que renuncie a la copia como actividad subrepticia y explote su fecundidad desde la transparencia. Los autores deben ser reconocidos, pero ni sus ideas deben ser encarceladas ni las nuevas formas de expresión reprimidas. Los artistas siempre han trabajado reelaborando material preexistente, sólo que ahora las reglas del juego han cambiado, y en esto Bourriaud, con quien no siempre coincido, tiene razón.
A grandes rasgos, y como cualquiera en su sano juicio comprende, este "uso razonable" puede ser determinado en razón del puro sentido común (de lo contrario pasaríamos más tiempo pidiendo permisos para escribir que escribiendo). Pero como el sentido común es el menos común de los sentidos, una frase sacada de contexto se tradujo en un aluvión de críticas a Lessig, acusado de apelar a la "infracción masiva" en materia de derechos de autor.
El tema trascendió hasta el punto de que el propio Lessig publicó un artículo explicando en detalle lo ocurrido. Pero, desde mi punto de vista, sus elocuentes aclaraciones eran innecesarias, teniendo en cuenta que sólo una mente retorcida podría concebir un alegato criminal en la frase que motivó la polémica: "tienes derecho a cogerlo [el material protegido] y usarlo".
Pese a todo, la cosa trajo cola. Tal vez porque el mito del artista como genio creador está demasiado arraigado; parece que reproduciendo parte de una obra profanamos un territorio sagrado, el espacio en que el autor ha plasmado la singularidad de su pensamiento. Sin embargo, es difícil pensar en una actividad humana en la que la deuda con la tradición sea tan evidente e incuestionable. "El arte es un juego entre los hombres de todas las épocas", decía Duchamp. ¿Y no es lógico, entonces, que el juego prevalezca sobre los jugadores, referencias transitorias en un fluir permanente? No se trata tanto de subvertir la célebre idea de Gombrich ("no hay arte, sino artistas") como de entender que todos los creadores necesitan del acervo que este inmemorial juego les lega. Crean, sí, pero no ex nihilo... Recordemos que "inventar" procede del verbo latino invenio, es decir, encontrar.
Puede que lo que cause desconcierto sean las profundas transformaciones de los medios y formatos. Lo que antes era inspiración es ahora una reproducción perfecta; en la era digital el mero hecho de reproducir implica copiar; las secuencias de bytes no saben nada de "originales" y "réplicas".
Esto es un hecho, y es irreversible, aunque, lejos de ser algo negativo, debe ser el punto de partida de una cultura que renuncie a la copia como actividad subrepticia y explote su fecundidad desde la transparencia. Los autores deben ser reconocidos, pero ni sus ideas deben ser encarceladas ni las nuevas formas de expresión reprimidas. Los artistas siempre han trabajado reelaborando material preexistente, sólo que ahora las reglas del juego han cambiado, y en esto Bourriaud, con quien no siempre coincido, tiene razón.
viernes, 15 de octubre de 2010
Entre Beijing y Nueva York
Me ha llamado la atención un post publicado hoy en el blog Inside / Out (MoMA - PS1) acerca del célebre Christina's World, de Andrew Wyeth, que podéis ver bajo estas líneas.
Nunca he tenido especial interés por Wyeth (no he tenido interés alguno, de hecho) pero me ha sorprendido sobremanera el que su obra haya tenido una influencia decisiva en un movimiento surgido en China en los años setenta, la "Pintura contemplativa", que, a grandes rasgos, pretendía renovar el agotado discurso del Realismo Socialista.
Por aquel entonces, el régimen chino comenzaba su (tímida) apertura y esto hacía posible el acceso a documentación procedente de Occidente. De entre todo lo que los autores de la época pudieron ver, lo que más captó su atención fue una obra realizada en 1948 por un artista que, adorado por el público americano, alcanzó el status de celebrity, granjeándose a un tiempo la indiferencia de la crítica y una desorbitada cotización en las casas de subastas. Cabe recordar que fue coetáneo de Pollock, encarnación del auge de la escena artística estadounidense y apoteosis del formalismo, su genuina antítesis.
Nada de esto es casual, claro, pero no por ello deja de resultar paradójico.
No hay una historia, sino muchas, tantas como contextos de interpretación. Lo que para algunos resulta alienante para otros constituye la fuente misma de la libertad; lo que en una sociedad apela al pasado y al conservadurismo en otra dibuja un horizonte de progreso. Y en el nuevo escenario global, profundamente interconectado, parece que la Historia será reemplazada por una suma de (micro)historias, maleables, parciales y en contradicción. Los conflictos deberán imponerse a las certezas y la interpretación de los contextos al contexto de las interpretaciones... Cualquier otra ecuación será problemática.
Nunca he tenido especial interés por Wyeth (no he tenido interés alguno, de hecho) pero me ha sorprendido sobremanera el que su obra haya tenido una influencia decisiva en un movimiento surgido en China en los años setenta, la "Pintura contemplativa", que, a grandes rasgos, pretendía renovar el agotado discurso del Realismo Socialista.
Por aquel entonces, el régimen chino comenzaba su (tímida) apertura y esto hacía posible el acceso a documentación procedente de Occidente. De entre todo lo que los autores de la época pudieron ver, lo que más captó su atención fue una obra realizada en 1948 por un artista que, adorado por el público americano, alcanzó el status de celebrity, granjeándose a un tiempo la indiferencia de la crítica y una desorbitada cotización en las casas de subastas. Cabe recordar que fue coetáneo de Pollock, encarnación del auge de la escena artística estadounidense y apoteosis del formalismo, su genuina antítesis.
Nada de esto es casual, claro, pero no por ello deja de resultar paradójico.
No hay una historia, sino muchas, tantas como contextos de interpretación. Lo que para algunos resulta alienante para otros constituye la fuente misma de la libertad; lo que en una sociedad apela al pasado y al conservadurismo en otra dibuja un horizonte de progreso. Y en el nuevo escenario global, profundamente interconectado, parece que la Historia será reemplazada por una suma de (micro)historias, maleables, parciales y en contradicción. Los conflictos deberán imponerse a las certezas y la interpretación de los contextos al contexto de las interpretaciones... Cualquier otra ecuación será problemática.
jueves, 14 de octubre de 2010
Kindle Singles es la punta del iceberg
Una de las noticias del día ha sido el anuncio de Kindle Singles, un nuevo formato de publicación, lanzado por Amazon, destinado a poner en circulación obras con una extensión de entre diez y treinta mil palabras (es decir, de entre treinta y noventa páginas, según calculan). La intención de este producto es dar cabida a artículos, reportajes, relatos e investigaciones de difícil edición en papel a causa de su tamaño; aprovechar las ventajas inherentes al libro electrónico para generar un nuevo concepto y un mercado que responda a las necesidades de un nuevo lector, que se adapte a las pautas emergentes en nuestra forma de consumir información.
Es curioso, hace algunos años un amigo me comentó que se había autoimpuesto la curiosa norma de no leer "bajo ningún concepto libros de más de cien páginas". "No hay nada que no puedas contar en cien páginas, ¿no?" -añadía. Lo curioso es que cumplía su palabra salvo en escasísimas y justificadas ocasiones.
Más allá de la anécdota, este tipo de actitudes y novedades son sintomáticas de un cambio profundo en nuestra forma de producir información y de acceder a ella. En La Sociedad Red, Manuel Castells cita a Havelock y su idea de la mente alfabética, un "estado mental", producto de la invención del alfabeto en Grecia, que nos llevó a privilegiar el discurso escrito sobre cualquier otra forma de expresión durante más de dos milenios. Lo hace para oponer este patrón comunicativo al esquema cognitivo surgido a raíz de la integración de los lenguajes escrito, oral y audiovisual en virtud de las tecnologías de la información. Y difícilmente se podrá negar, al margen de algunos matices, que el contexto digital debe ser comprendido en relación con una intrincada red de soportes y lenguajes interrelacionados (hasta el punto de que hablamos ya, con frecuencia, de narrativas transmediáticas).
Sin embargo, esta serie de transformaciones pueden ser comprendidas desde otra perspectiva. Hace poco, leyendo un diálogo entre Umberto Eco y Jean Claude Carrière a propósito de la presentación de su obra Nadie acabará con los libros, me llamó la atención uno de los comentarios de Eco: "con Internet hemos vuelto a la era alfabética".
De alguna forma, y aunque parezca raro en función de lo expuesto, esto también es cierto. Leemos de manera ininterrumpida, casi sin darnos cuenta: nuestro lector de feeds, Twitter, Facebook, una cifra considerable de periódicos y revistas, blogs, chats... En un único día accedemos a una cantidad abrumadora de fuentes de información, incluyendo, cómo no, el correo electrónico. Y en todos estos servicios el soporte verbal es, hasta lo de ahora, imprescindible. Hay visos de nuevos interfaces y modos de comunicación, pero a día de hoy la imagen y el sonido continúan dependiendo en gran medida del lenguaje escrito.
Lo que ocurre, por tanto, es que se produce un cambio evidente en nuestra forma de gestionar y procesar la información. La lectura simultánea de varios textos se ha vuelto relativamente común, por no mencionar nuestra tendencia a consumir vídeo, música y texto al mismo tiempo. La expresión "lectura transversal" cobra ahora pleno sentido; el hipertexto nos invita a dibujar mapas conceptuales complejos y cambiantes. La cultura Google reemplaza a la cultura de archivo; los tags hacen estériles los intentos de establecer "categorías" de conocimiento. No hay un orden definido, los contenidos se ordenan en tiempo real y en función de nuestros intereses.
Pero, pensándolo bien, ¿no es acaso este escenario mucho más natural que el que definía la sumisión a un discurso lógico y ordenado, a una estructura jerárquica de contenidos? La tendencia enciclopédica a la clasificación ha resultado útil para la pedagogía -para una forma concreta y caduca de pedagogía, de hecho- pero cada vez muestra más claramente sus carencias. Al fin y al cabo, lo normal -lo natural- no es leer, por orden, uno a uno, a todos los poetas románticos, ni visitar las catedrales barrocas tras haber conocido en profundidad todas las construcciones renacentistas, o explorar la geografía castellana una vez recorrido cada metro de la escarpada orografía gallega... No. Un día estás leyendo a Borges y al día siguiente haces lo propio con Virgilio; ahora estás en la Tate Modern y hace 3 horas estabas en el British, y Radiohead suena de fondo mientras devoras Faulkner, subes al metro... O ambas cosas al tiempo.
Las investigaciones hipertrofiadas han perdido gran parte de su razón de ser. No es posible fijar un estado "definitivo" en la elaboración de una obra, ni siquiera aspirar a que diga algo nunca antes dicho o a que tenga un principio y un fin concretos; las ideas se propagan vertiginosamente, formando parte de obras interrelacionadas y en continuo proceso de renovación; todo estudio es una aproximación en permanente cambio, work in progress. El escritor, como tal, conecta; ata cabos, crea redes, propone asociaciones que serán discutidas, matizadas y ampliadas por otros. El lector relaciona lecturas fragmentarias; escoge y guarda textos y enlaces (aquí surgen Evernote o Instapaper), a los que accederá a la hora de producir algún tipo de contenido o con la simple intención de comprobar algún razonamiento.
Seleccionar, sintetizar y relacionar la información, ahí radica el propio acto creativo, la tarea esencial. La docencia y la comunicación deben cambiar: no tiene sentido memorizar, clasificar o restringir los contenidos cuando el acceso a un flujo ingente y continuo de información y recursos es prácticamente ubicuo. Para los que hayan crecido en un entorno digital será fácil, pero es necesario, y urgente, reconvertir las estructuras educativas y culturales, hacerlas más flexibles, para que puedan, desde ya, sacar partido de este contexto y favorecer el desarrollo de una gran cantidad de nuevas herramientas, actividades y procesos.
Es curioso, hace algunos años un amigo me comentó que se había autoimpuesto la curiosa norma de no leer "bajo ningún concepto libros de más de cien páginas". "No hay nada que no puedas contar en cien páginas, ¿no?" -añadía. Lo curioso es que cumplía su palabra salvo en escasísimas y justificadas ocasiones.
Más allá de la anécdota, este tipo de actitudes y novedades son sintomáticas de un cambio profundo en nuestra forma de producir información y de acceder a ella. En La Sociedad Red, Manuel Castells cita a Havelock y su idea de la mente alfabética, un "estado mental", producto de la invención del alfabeto en Grecia, que nos llevó a privilegiar el discurso escrito sobre cualquier otra forma de expresión durante más de dos milenios. Lo hace para oponer este patrón comunicativo al esquema cognitivo surgido a raíz de la integración de los lenguajes escrito, oral y audiovisual en virtud de las tecnologías de la información. Y difícilmente se podrá negar, al margen de algunos matices, que el contexto digital debe ser comprendido en relación con una intrincada red de soportes y lenguajes interrelacionados (hasta el punto de que hablamos ya, con frecuencia, de narrativas transmediáticas).
Sin embargo, esta serie de transformaciones pueden ser comprendidas desde otra perspectiva. Hace poco, leyendo un diálogo entre Umberto Eco y Jean Claude Carrière a propósito de la presentación de su obra Nadie acabará con los libros, me llamó la atención uno de los comentarios de Eco: "con Internet hemos vuelto a la era alfabética".
De alguna forma, y aunque parezca raro en función de lo expuesto, esto también es cierto. Leemos de manera ininterrumpida, casi sin darnos cuenta: nuestro lector de feeds, Twitter, Facebook, una cifra considerable de periódicos y revistas, blogs, chats... En un único día accedemos a una cantidad abrumadora de fuentes de información, incluyendo, cómo no, el correo electrónico. Y en todos estos servicios el soporte verbal es, hasta lo de ahora, imprescindible. Hay visos de nuevos interfaces y modos de comunicación, pero a día de hoy la imagen y el sonido continúan dependiendo en gran medida del lenguaje escrito.
Lo que ocurre, por tanto, es que se produce un cambio evidente en nuestra forma de gestionar y procesar la información. La lectura simultánea de varios textos se ha vuelto relativamente común, por no mencionar nuestra tendencia a consumir vídeo, música y texto al mismo tiempo. La expresión "lectura transversal" cobra ahora pleno sentido; el hipertexto nos invita a dibujar mapas conceptuales complejos y cambiantes. La cultura Google reemplaza a la cultura de archivo; los tags hacen estériles los intentos de establecer "categorías" de conocimiento. No hay un orden definido, los contenidos se ordenan en tiempo real y en función de nuestros intereses.
Pero, pensándolo bien, ¿no es acaso este escenario mucho más natural que el que definía la sumisión a un discurso lógico y ordenado, a una estructura jerárquica de contenidos? La tendencia enciclopédica a la clasificación ha resultado útil para la pedagogía -para una forma concreta y caduca de pedagogía, de hecho- pero cada vez muestra más claramente sus carencias. Al fin y al cabo, lo normal -lo natural- no es leer, por orden, uno a uno, a todos los poetas románticos, ni visitar las catedrales barrocas tras haber conocido en profundidad todas las construcciones renacentistas, o explorar la geografía castellana una vez recorrido cada metro de la escarpada orografía gallega... No. Un día estás leyendo a Borges y al día siguiente haces lo propio con Virgilio; ahora estás en la Tate Modern y hace 3 horas estabas en el British, y Radiohead suena de fondo mientras devoras Faulkner, subes al metro... O ambas cosas al tiempo.
Las investigaciones hipertrofiadas han perdido gran parte de su razón de ser. No es posible fijar un estado "definitivo" en la elaboración de una obra, ni siquiera aspirar a que diga algo nunca antes dicho o a que tenga un principio y un fin concretos; las ideas se propagan vertiginosamente, formando parte de obras interrelacionadas y en continuo proceso de renovación; todo estudio es una aproximación en permanente cambio, work in progress. El escritor, como tal, conecta; ata cabos, crea redes, propone asociaciones que serán discutidas, matizadas y ampliadas por otros. El lector relaciona lecturas fragmentarias; escoge y guarda textos y enlaces (aquí surgen Evernote o Instapaper), a los que accederá a la hora de producir algún tipo de contenido o con la simple intención de comprobar algún razonamiento.
Seleccionar, sintetizar y relacionar la información, ahí radica el propio acto creativo, la tarea esencial. La docencia y la comunicación deben cambiar: no tiene sentido memorizar, clasificar o restringir los contenidos cuando el acceso a un flujo ingente y continuo de información y recursos es prácticamente ubicuo. Para los que hayan crecido en un entorno digital será fácil, pero es necesario, y urgente, reconvertir las estructuras educativas y culturales, hacerlas más flexibles, para que puedan, desde ya, sacar partido de este contexto y favorecer el desarrollo de una gran cantidad de nuevas herramientas, actividades y procesos.
miércoles, 13 de octubre de 2010
Lo bello y lo útil
Tenía en mente dedicar este post a las jornadas "Arte + Grandes Eventos", organizadas por el Consello da Cultura Galega con objeto de "analizar la presencia de las artes visuales en los grandes eventos y la dialéctica planteada por las políticas culturales", pero en vista de que los vídeos de las intervenciones no están todavía colgados en la web del CCG, creo que va siendo hora de descartarlo.
Aprovecho, pues, para comentar brevemente un artículo de Stanley Fish para el New York Times, The Crisis of Humanities Officially Arrives, cuyo punto de partida es la decisión del Presidente de la Universidad de Albany de cargarse las filologías francesa, italiana, rusa y clásica, así como los estudios de teatro, argumentando la imposibilidad de mantener estas licenciaturas ante la drástica reducción de la financiación estatal en los últimos años.
La noticia no debería sorprendernos ya que, a la hora de recortar gastos, la cultura y las humanidades son siempre la primera opción: desde el punto de vista del mercado, destinar amplias (o no tan amplias) partidas presupuestarias a la investigación y formación en disciplinas poco "productivas" se antoja absurdo. El problema es la reacción de los de letras, que a menudo entramos al trapo recalcando la supuesta utilidad de nuestras habilidades en el entorno empresarial y aportando decenas de argumentos que, en muchos casos, atentan contra el sentido común. Por mucho que nos amparemos en la idea de que las ciencias humanas confieren una perspectiva muy particular y abierta de las relaciones sociales, la producción simbólica y los procesos comunicativos, por poner algunos ejemplos, entiendo que es un error ver ésta como su mayor virtud. Lo que las hace necesarias, lo que les otorga su especificidad, es precisamente su filiación con todo aquello que es inútil.
Paul Auster expresó esta misma idea, de una manera mucho más elocuente que la mía, en su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006:
Aprovecho, pues, para comentar brevemente un artículo de Stanley Fish para el New York Times, The Crisis of Humanities Officially Arrives, cuyo punto de partida es la decisión del Presidente de la Universidad de Albany de cargarse las filologías francesa, italiana, rusa y clásica, así como los estudios de teatro, argumentando la imposibilidad de mantener estas licenciaturas ante la drástica reducción de la financiación estatal en los últimos años.
La noticia no debería sorprendernos ya que, a la hora de recortar gastos, la cultura y las humanidades son siempre la primera opción: desde el punto de vista del mercado, destinar amplias (o no tan amplias) partidas presupuestarias a la investigación y formación en disciplinas poco "productivas" se antoja absurdo. El problema es la reacción de los de letras, que a menudo entramos al trapo recalcando la supuesta utilidad de nuestras habilidades en el entorno empresarial y aportando decenas de argumentos que, en muchos casos, atentan contra el sentido común. Por mucho que nos amparemos en la idea de que las ciencias humanas confieren una perspectiva muy particular y abierta de las relaciones sociales, la producción simbólica y los procesos comunicativos, por poner algunos ejemplos, entiendo que es un error ver ésta como su mayor virtud. Lo que las hace necesarias, lo que les otorga su especificidad, es precisamente su filiación con todo aquello que es inútil.
Paul Auster expresó esta misma idea, de una manera mucho más elocuente que la mía, en su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006:
- "...En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo..."
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martes, 12 de octubre de 2010
Odisea comprando un ebook
Hace unos días salió a la venta el último libro de Steven Johnson, Where Good Ideas Come From, una amplia reflexión acerca de los procesos creativos y el origen de la innovación.
A grandes rasgos, y por lo que he podido ver y leer, el libro profundiza en el hecho de que las grandes ideas no responden a momentos puntuales de inspiración de individuos aislados, sino más bien a la puesta en común de proyectos e intuiciones en redes de colaboración abiertas. Los hallazgos más valiosos surgen, en opinión de Johnson, tras largos periodos de "incubación" en ambientes propicios, a menudo alejados de la iniciativa empresarial.
Sin embargo, hoy no me interesa hablar del contenido del libro, sino de mi triste experiencia cuando, anoche, se me ocurrió la brillante idea de comprarlo y leerlo.
Lo primero que hice fue buscarlo en Amazon: algo más de 19 dólares por el ebook frente a los 14 de la edición impresa... Are you kidding me?; no fue difícil encontrar otra opción, y 12 dólares me pareció un precio más razonable... hasta que, nada más iniciar el proceso de compra, me encontré con el siguiente mensaje:
Mal asunto, considerando mi aversión por el DRM. Hasta ese momento nunca había comprado un libro que tuviese este tipo de protección pero, cosas que pasan, me planteé, pese a mis prejuicios, adquirirlo, comprobar de primera mano todos los defectos que, me consta, tiene el citado sistema y satisfacer mis curiosidad lectora. De modo que hice una pequeña búsqueda para enterarme de los pasos que debía seguir de cara a leerlo en mi Sony PRS-600: registrarme en Adobe, descargar e instalar el software Adobe Digital Editions, "autorizar" mi e-reader como dispositivo de lectura y, finalmente, transferirle el contenido. ¿Todo eso para comprar un libro del cual no podré disponer libremente?
La única alternativa, llegado este punto, era saltarse la protección DRM, pero el problema no cambiaría: no le veo sentido a comprar un libro para, acto seguido, tener que desbloquearlo con el único fin de poder leerlo.
Fue entonces cuando me acordé de la sección dedicada al DRM en la web de Calibre (magnífico gestor de ebooks, multiplataforma y de código abierto, por cierto), en la que se puede leer algo tan sencillo como lo siguiente: como lector y comprador de ebooks, puedes ayudar en la lucha contra el DRM. No compres ebooks con DRM. Tan sencillo como certero: por mucho que critiquemos este sistema, mientras compremos contenidos protegidos por DRM estaremos incentivando su uso.
Total, que desistí de comprar el libro, asombrado tras comprobar que a gran parte de la industria editorial le parece algo terrible el que alguien pretenda algo tan sencillo como pagar por descargar un ebook y leerlo.
Por cierto, qué poco pegan esa filosofía de conocimiento y aprendizaje compartido de Where Good Ideas Come From y las políticas restrictivas en la distribución de las obras digitales.
A grandes rasgos, y por lo que he podido ver y leer, el libro profundiza en el hecho de que las grandes ideas no responden a momentos puntuales de inspiración de individuos aislados, sino más bien a la puesta en común de proyectos e intuiciones en redes de colaboración abiertas. Los hallazgos más valiosos surgen, en opinión de Johnson, tras largos periodos de "incubación" en ambientes propicios, a menudo alejados de la iniciativa empresarial.
Sin embargo, hoy no me interesa hablar del contenido del libro, sino de mi triste experiencia cuando, anoche, se me ocurrió la brillante idea de comprarlo y leerlo.
Lo primero que hice fue buscarlo en Amazon: algo más de 19 dólares por el ebook frente a los 14 de la edición impresa... Are you kidding me?; no fue difícil encontrar otra opción, y 12 dólares me pareció un precio más razonable... hasta que, nada más iniciar el proceso de compra, me encontré con el siguiente mensaje:
To protect copyrights in the digital environment, our eBooks are encrypted and MAY NOT BE PRINTED or otherwise reproduced. Our eBooks are digitally rights managed and can be opened with Adobe Digital Editions--.ascm is the file extension used by Adobe Digital Editions to read DRM eBooks--such as ePub or PDF.
Mal asunto, considerando mi aversión por el DRM. Hasta ese momento nunca había comprado un libro que tuviese este tipo de protección pero, cosas que pasan, me planteé, pese a mis prejuicios, adquirirlo, comprobar de primera mano todos los defectos que, me consta, tiene el citado sistema y satisfacer mis curiosidad lectora. De modo que hice una pequeña búsqueda para enterarme de los pasos que debía seguir de cara a leerlo en mi Sony PRS-600: registrarme en Adobe, descargar e instalar el software Adobe Digital Editions, "autorizar" mi e-reader como dispositivo de lectura y, finalmente, transferirle el contenido. ¿Todo eso para comprar un libro del cual no podré disponer libremente?
La única alternativa, llegado este punto, era saltarse la protección DRM, pero el problema no cambiaría: no le veo sentido a comprar un libro para, acto seguido, tener que desbloquearlo con el único fin de poder leerlo.
Fue entonces cuando me acordé de la sección dedicada al DRM en la web de Calibre (magnífico gestor de ebooks, multiplataforma y de código abierto, por cierto), en la que se puede leer algo tan sencillo como lo siguiente: como lector y comprador de ebooks, puedes ayudar en la lucha contra el DRM. No compres ebooks con DRM. Tan sencillo como certero: por mucho que critiquemos este sistema, mientras compremos contenidos protegidos por DRM estaremos incentivando su uso.
Total, que desistí de comprar el libro, asombrado tras comprobar que a gran parte de la industria editorial le parece algo terrible el que alguien pretenda algo tan sencillo como pagar por descargar un ebook y leerlo.
Por cierto, qué poco pegan esa filosofía de conocimiento y aprendizaje compartido de Where Good Ideas Come From y las políticas restrictivas en la distribución de las obras digitales.
lunes, 11 de octubre de 2010
¿Qué pasa con las humanidades en la red?
Vaya por delante que el contenido de este post no nace de un análisis exhaustivo, sino de la mera observación; carece, por tanto, del rigor de la estadística, pero aporta, creo, ese componente de sinceridad -y de subjetividad, como es lógico- de la experiencia personal. ¿Acerca de qué? Pues acerca de la escasez de contenidos e iniciativas de humanidades en la red.
Puede que no sea el más indicado para hablar, habida cuenta de mi escasa actividad reciente en este medio. Sin embargo, siempre me han interesado cuestiones como la web 2.0, la blogosfera, los sistemas de código abierto, la incidencia de las tecnologías de la información en los procesos creativos y un largo etcétera de temas afines. Hasta hace tres años, sin ir más lejos, estuve involucrado en diversas publicaciones digitales y, a pesar de haber abandonado estos proyectos, he tratado de seguir informándome en relación con estos temas.
Una de las múltiples razones que me han llevado a ver los toros desde la barrera ha sido el moverme en un escenario poco propenso a asumir la comunicación digital. Trabajo en una galería de arte contemporáneo y estoy (indirectamente) vinculado a la investigación académica en este mismo campo. En este contexto, la indiferencia con que se habla de las nuevas tecnologías es sorprendente: cualquiera diría que todo lo que tiene relación con la red es de obligatoria restricción al ámbito geek e inaccesible para el historiador, antropólogo o filólogo de a pie (cuando, en mi opinión, es justamente todo lo contrario).
Me diréis que Internet alberga un buen número de proyectos interesantes en relación con estas disciplinas, pero conviene matizar porque:
a) los debemos, mayoritariamente, a arquitectos, urbanistas y tecnólogos vinculados a los medios de comunicación
b) cuando responden a la iniciativa de profesionales del ámbito de las humanidades, se debe, casi exclusivamente, a que el objeto de estudio de éstos alude a las nuevas tecnologías o a sus efectos en la sociedad.
Dicho con otras palabras: la actividad en la red de aquellos que investigan iconografía medieval, etnografía, literatura decimonónica o vanguardias históricas, por ejemplo, es más bien escasa o, en su defecto... cómo decirlo... muy web 1.0. Me explico:
Al consultar webs sobre arte contemporáneo (incluso sobre new media art, por difícil que parezca), observo que hay muy pocos enlaces, muy pocos comentarios, muy poca participación... es decir, no hay bidireccionalidad en la producción y distribución de los contenidos. Encuentro algunos artículos excepcionales, es verdad, muy interesantes conceptualmente hablando, plagados de citas a los grandes teóricos de las últimas décadas pero anémicos de alusiones a recursos disponibles en la web. No se ha conseguido generar todavía una esfera crítica sólida online, en parte porque no se ha conseguido disponer de un catálogo de recursos en condiciones: cientos de textos son condenados al olvido del papel, a los fondos de los archivos y las bibliotecas o a las actas de los congresos. ¿Por qué no se difunden públicamente? Es algo difícil de entender.
Me diréis que el arte contemporáneo no tiene mucho que ver con las nuevas tecnologías. Discrepo; pero, aunque así fuese, tampoco la moda tiene una relación evidente con ellas y, sin embargo, cuando das una patada a una piedra salen 100 cool hunters sustentando comunidades tan activas como ajenas a los mecanismos que rigen la comunicación digital. Por otra parte, teóricos no faltan, por lo que es obvio que han decidido decantarse, de manera voluntaria, por el silencio digital.
Es posible identificar, en paralelo, otro hecho destacable: la preponderancia de webs y blogs institucionales, también muy 1.0, en los que abundan los contenidos del tipo "mañana inauguramos" tal exposición, "en noviembre presentamos" tales jornadas, "he aquí nuestro calendario de actividades"... Esto se traslada a las redes sociales, reducidas a la condición de mero soporte publicitario, y se completa con otra tendencia detectable en los blogs que tratan de aportar algo diferente: textos muy largos y actualizaciones poco frecuentes.
Las excepciones, que las hay, no son el propósito de este texto. Sí me gustaría destacar, a modo de pequeño homenaje y como muestra de que hay un amplio campo para la investigación en este sentido, la figura de José Luis Brea, uno de los grandes referentes de la teoría del arte en nuestro país y el responsable de proyectos como w3art, aleph, La Societé Anonyme o SalonKritik. Brea, como activista entusiasta, fue realmente un ejemplo de coherencia: practicó lo que predicó, desde el net.art hasta la crítica, implicándose ampliamente en la construcción de un espacio público "no depotenciado políticamente", es decir, de comunicación efectiva y diálogo real. Y además, nunca se mordió la lengua.
Su fallecimiento, el pasado 1 de septiembre, fue una noticia especialmente triste. Nos dejó, no obstante, un valioso legado, y muchas de las claves que deberían animarnos a participar activamente en la definición de un nuevo espacio social en una época tan convulsa como estimulante.
El cambio que ha tenido lugar en los últimos años es sólo una parte de la violenta transformación que experimentará nuestra forma de relacionarnos. Creo es especialmente importante -y urgente- aumentar la presencia de las humanidades en Internet y tejer redes de colaboración abiertas e interdisciplinares.
Concluyo con algunos fragmentos del manifiesto de Redefinición de las prácticas artísticas s.21 (lsa47) de LSA:
No somos artistas, tampoco por supuesto «críticos». Somos productores, gente que produce. Tampoco somos autores, pensamos que cualquier idea de autoría ha quedado desbordada por la lógica de circulación de las ideas en las sociedades contemporáneas. Incluso cuando nos auto-describimos como productores sentimos la necesidad de hacer una puntualización: somos productores, sí, pero también productos. [...]
En las sociedades del siglo 21, el arte no se expondrá. Se difundirá. [...] En las sociedades del siglo 21 el artista no percibirá sus ingresos de la plusvalía que se asocie a la mercantización de los objetos producto de su trabajo, sino que percibirá unos derechos asociados a la circulación pública de las cantidades de concepto y afecto que su trabajo inmaterial genere (será un generador de riqueza inmaterial, no el primer eslabón en una cadena de comercio de mercancías suntuarias). La nueva economía del arte no entenderá más al artista como productor de mercancías específicas destinadas a los circuitos del lujo en las economías de la opulencia, sino como un generador de contenidos específicos destinados a su difusión social. [...]
Si las nuevas sociedades pueden hoy ser definidas como sociedades del trabajo inmaterial, sociedades del conocimiento, hay que reconocer entonces que a las prácticas de producción simbólica -a las actividades orientadas a la producción, transmisión y circulación en el dominio público de los afectos y los conceptos (los deseos y los significados, los pensamientos y las pasiones)- les incumbe en ellas un papel protagonista, absoluta y seriamente prioritario. El artista como productor ya no opera en ellas como una figura simbólico-totémica, sino como un genuino participante en los intercambios sociales –de producción intelectual y producción deseante. [...]
Lo que está en juego en las nuevas sociedades del capitalismo avanzado es el proceso mediante el que se va a decidir cuáles son y cuáles van a ser los mecanismos y aparatos de subjetivación y socialización que se van a constituir en hegemónicos, cuáles los dispositivos y maquinarias abstractas y molares mediante las que se va a articular la inscripción social de los sujetos, los agenciamientos efectivos mediante los que nos aventuraremos de ahora en adelante al proceso de devenir ciudadanos, miembros de un cuerpo social.
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domingo, 10 de octubre de 2010
Pan y circo
Ayer se publicó la segunda parte de la interesante entrevista que Antonio Ortiz ha realizado a David del Val, Director de Desarrollo de Nuevos Productos y Servicios de Telefónica I+D, para Xataka.
A mí me ha llamado la atención una parte en concreto:
- Xataka: De hecho la tele tiene una experiencia de usuario muy difícil de mejorar: te “repanchingas” en el sofá, “pulsas” y ya está funcionando. Dudo mucho que la gente quiera un ordenador conectado a la tele.
David del Val: A veces digo que la televisión del futuro es peor que la del presente. La de ahora tiene dos ventajas: te echan lo que quieren y no tienes que pensar y que es social, se ve en familia. En la del futuro ¿buscar todo el rato para ver clips de 10 segundos en youtube? (risas, lo explica bromeando) y todavía no es social. El que consiga hacer la tele del futuro tan buena como la del presente, ese se va a forrar.
Dudo que lo que haga falta sea un buscador, lo que hace falta es un “curator”, alguien que te recomienda y haga el trabajo por ti. Hasta ahora ese rol es el de las cadenas, pero con todo el contenido de internet se puede hacer personalizado. Hacer eso bien no está solucionado bien técnicamente, quien lo haga tendrá la tele del futuro tan buena como la del presente.
Pero profundicemos, por un momento, en una idea clave: "te echan lo que quieren y no tienes que pensar" [...] "lo que hace falta es un curator, alguien que te recomienda y haga el trabajo por ti".
Desde un punto de vista empresarial, el razonamiento es impecable y se reduce a esto: consumo rápido, fácil y dirigido. Nada que objetar.
Desde un punto de vista cultural, por el contrario, el razonamiento es terrible y se expresa de esta otra forma: en la era de la información, tú, como usuario, dispones de la capacidad de producir y distribuir contenidos y de generar espacios de comunicación ajenos a la lógica del mercado; pero te resultará infinitamente más cómodo regresar al papel de espectador, al liviano consumo de lo que otros han dispuesto para ti.
Y, en la intersección de estas dos perspectivas, nosotros, los usuarios, que todavía y a pesar de todo tenemos la posibilidad de definir los nuevos modelos de comunicación: nos asiste, al menos, el derecho a (la responsabilidad de) no consumir lo que no nos gusta. Ésa es nuestra capacidad de influir en el mercado, porque -a pesar de lo que algunos piensan- el fin último de las empresas es el lucro, no el adoctrinamiento, y de buena gana nos ofrecerán aquello que demandemos.
Nos corresponde decidir, optar por implicarnos directa y activamente en la producción y transmisión de la información o contentarnos, desde la pasividad y la complacencia, con fuegos de artificio; pan y circo. Lo fácil es encender la tele y criticar la programación. El reto está en proponer y hacer posibles otras vías.
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sábado, 9 de octubre de 2010
Las alternativas a La Noche en Blanco
En el último número de A*Desk, Clara Paolini dedica un artículo a La Noche en Blanco, poniendo sobre la mesa algunas de las cuestiones fundamentales en relación con éste y otros eventos similares, a saber: la falta de criterio, la tergiversación del (teórico) propósito inicial y la banalización del contenido en favor del continente. En este sentido, suscribo gran parte del artículo.
Sin embargo, contrastando con su moderado optimismo y con su apuesta por una vía "reformista", yo me cuento entre los más escépticos: tengo claro que, en gran medida, La Noche en Blanco hace honor a la expresión que le da nombre y que, efectivamente, hay un problema de base.
Dice Paolini que "cultura y espectáculo van intrínsecamente unidos". Quiero creer que no, sobre todo porque considero que uno de los grandes valores de la cultura consiste en hacer visible / inteligible esta "conflictiva" asociación, reflexionando sobre los mecanismos que someten los procesos de producción artística a intereses de cualquier género.
Por otro lado, no estoy de acuerdo tampoco con que sea necesario "maquillar" la cultura para intentar "impresionar" al público. Atendiendo a estos términos, parece que la cultura es patrimonio de alguien o de algo (¿de la "industria cultural", tal vez?) y que es necesario acercarla a quienes no la poseen. Afortunadamente, las tecnologías de la información han fomentado procesos de creación abiertos y colaborativos, democratizando la participación en el escenario cultural y dando voz a quienes no suelen tenerla. El resultado, como sabemos, es que fuera de los grandes centros culturales se produce más -y muchas veces mejor- que dentro de ellos. Por todo esto, creo que es posible obtener resultados mucho más interesantes permeabilzando las iniciativas culturales públicas que manteniendo contra viento y marea sus tradicionales "grandes citas", condenadas a naufragar en discusiones sobre su dirección y comisariado (inconveniente propio de los modelos de gestión verticales).
Esta idea, por cierto, nos conduce al último razonamiento de Paolini, que afirma, no si razón, que es más fácil quejarse que ofrecer alternativas. A mi modo de ver, no son ideas lo que falta, lo que ocurre es que es necesario aparcar cualquier prejuicio y juzgar la validez de las propuestas sin importar que quienes las aporten sean personas o grupos totalmente ajenos a la "escena" cultural (algo que, paradójicamente, sólo puede ser beneficioso).
En cuanto a la última pregunta... ¿Una manera productiva de invertir esos 840.000 euros de presupuesto de La Noche en Blanco? Posiblemente la clave radique en que no hay una manera de invertirlos, sino muchas, y en que con ese dinero podrían ser sufragados decenas de micro-proyectos, tan localizados como transparentes, sacrificando la repercusión mediática en favor de la efectividad y de la capacidad para generar participación.
Descentralizar el reparto sólo podría traer consecuencias positivas, ya que evitaría tentaciones, anularía posibles intereses y, lo que es mejor, enfrentaría visiones e ideas, produciendo un diálogo real y una implicación efectiva, basada en la disensión; en las antípodas, por tanto, de los grandes medios y su tendencia a producir el más estéril consenso. Dicho de otro modo, supondría renunciar a un ejercicio de estilo para promover una comunicación productiva y no mediatizada, esto es, una genuina esfera pública.
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viernes, 8 de octubre de 2010
Una acción contraproducente
Lo he intentado, pero no hablar del ataque DDOS a las webs de la SGAE y el Ministerio de Cultura me ha resultado absolutamente imposible.
Obviemos las cuestiones técnicas, detalladas en el enlace superior o en este otro. El debate se centra en dirimir la legitimidad de la acción y en saber si este tipo de ciberprotestas son la opción más adecuada para que los ciudadanos manifiesten su disconformidad con la actuación de diferentes organizaciones públicas o privadas.
Son muchos quienes defienden la conveniencia de estas prácticas, empezando por Enrique Dans, referencia en estas lides. Mi opinión, sin embargo, es que el análisis de Antonio Ortiz es mucho más interesante, y tristemente más certero: este tipo de ataques beneficia, única y exclusivamente, a aquellos grupos y lobbies que presionan para introducir legislaciones restrictivas en el ciberespacio, esto es, para controlar Internet en el sentido más amplio -y temible- de la expresión.
Mucho ruido y pocas nueces, pues. Seamos sinceros, se ha generado una expectación mediática desproporcionada, para nada acorde con el alcance de una acción que no menoscabará las ambiciones de la SGAE, que no aumentará su descrédito y que no evitará que se siga avanzando en la aprobación de medidas que socavarán la libertad y la neutralidad de la red.
Lawrence Lessig, "padre" de Creative Commons, comprendió esto con claridad en su célebre El código 2.0, en el que ya alertaba sobre el interés del poder público y privado en disponer de argumentos para aprobar una regulación severa de la red y, en consecuencia, cercenar la libertad de expresión y el derecho a la privacidad.
Mitificar la capacidad de la red para generar actitudes de oposición a los designios de los grandes poderes es, a largo plazo, contraproducente. Llevamos años amaneciendo con titulares acerca del hackeo webs de servicios de inteligencia y gobiernos de todo el mundo. En muchas ocasiones, se atribuye la autoría de estas acciones a jóvenes que actúan de manera aislada; es entonces cuando nuestro amor por la épica sale a relucir, y creemos vislumbrar los poderes salvíficos de Internet al otro lado de estas hazañas. No obstante, la vieja concepción de Critical Art Ensemble de la desobediencia civil electrónica sigue pareciendo más lúcida; y las acciones que tienen más repercusión a nivel mediático que a nivel estructural siguen siendo, en gran medida, humo.
No quiero que ser malinterpretado. Es extraordinariamente importante que exista un espacio público como tal, un escenario de debate, de disensión, de actuación; es fundamental la intervención ciudadana, independientemente de su signo, y apostar por generar una cultura y unas estructuras verdaderamente democráticas, en las que la defensa de la libertad de expresión y la oposición a los intereses de aquellos que pretendan transgredirlas sean prioritarias. Internet es un escenario privilegiado para construir este escenario, como lo es para favorecer el acceso a los procomunes, pero es importante acertar con la tecla, saber en qué dirección apuntar para no convertir buenas intenciones en acciones contraproducentes y destructivas. Canalizando adecuadamente la ingente cantidad de creatividad que circula por la red, (casi) todo es posible. Hay muchas otras formas de hacer las cosas.
Obviemos las cuestiones técnicas, detalladas en el enlace superior o en este otro. El debate se centra en dirimir la legitimidad de la acción y en saber si este tipo de ciberprotestas son la opción más adecuada para que los ciudadanos manifiesten su disconformidad con la actuación de diferentes organizaciones públicas o privadas.
Son muchos quienes defienden la conveniencia de estas prácticas, empezando por Enrique Dans, referencia en estas lides. Mi opinión, sin embargo, es que el análisis de Antonio Ortiz es mucho más interesante, y tristemente más certero: este tipo de ataques beneficia, única y exclusivamente, a aquellos grupos y lobbies que presionan para introducir legislaciones restrictivas en el ciberespacio, esto es, para controlar Internet en el sentido más amplio -y temible- de la expresión.
Mucho ruido y pocas nueces, pues. Seamos sinceros, se ha generado una expectación mediática desproporcionada, para nada acorde con el alcance de una acción que no menoscabará las ambiciones de la SGAE, que no aumentará su descrédito y que no evitará que se siga avanzando en la aprobación de medidas que socavarán la libertad y la neutralidad de la red.
Lawrence Lessig, "padre" de Creative Commons, comprendió esto con claridad en su célebre El código 2.0, en el que ya alertaba sobre el interés del poder público y privado en disponer de argumentos para aprobar una regulación severa de la red y, en consecuencia, cercenar la libertad de expresión y el derecho a la privacidad.
Mitificar la capacidad de la red para generar actitudes de oposición a los designios de los grandes poderes es, a largo plazo, contraproducente. Llevamos años amaneciendo con titulares acerca del hackeo webs de servicios de inteligencia y gobiernos de todo el mundo. En muchas ocasiones, se atribuye la autoría de estas acciones a jóvenes que actúan de manera aislada; es entonces cuando nuestro amor por la épica sale a relucir, y creemos vislumbrar los poderes salvíficos de Internet al otro lado de estas hazañas. No obstante, la vieja concepción de Critical Art Ensemble de la desobediencia civil electrónica sigue pareciendo más lúcida; y las acciones que tienen más repercusión a nivel mediático que a nivel estructural siguen siendo, en gran medida, humo.
No quiero que ser malinterpretado. Es extraordinariamente importante que exista un espacio público como tal, un escenario de debate, de disensión, de actuación; es fundamental la intervención ciudadana, independientemente de su signo, y apostar por generar una cultura y unas estructuras verdaderamente democráticas, en las que la defensa de la libertad de expresión y la oposición a los intereses de aquellos que pretendan transgredirlas sean prioritarias. Internet es un escenario privilegiado para construir este escenario, como lo es para favorecer el acceso a los procomunes, pero es importante acertar con la tecla, saber en qué dirección apuntar para no convertir buenas intenciones en acciones contraproducentes y destructivas. Canalizando adecuadamente la ingente cantidad de creatividad que circula por la red, (casi) todo es posible. Hay muchas otras formas de hacer las cosas.
jueves, 7 de octubre de 2010
Arte y espectáculo
Cada vez que leo o escucho la expresión "industria cultural" viene a mi memoria la célebre afirmación de Groucho en Un día en las carreras: "inteligencia militar es una contradicción de términos".
Siempre me ha fascinado que se puedan conciliar de esa manera los términos "industria" y "cultura", pero ahí está esa maquiavélica asociación, más vigente que nunca. El Consello da Cultura Galega, sin ir más lejos, dio comienzo hoy a unas jornadas que, bajo el título de "Arte + Grandes eventos", analizan el conflicto entre arte y espectáculo.
Arturo Rodríguez Morató, José Luis Pardo y Santiago Olmo han sido los primeros en intervenir, pero de sus respectivas aportaciones apenas tenemos una breve reseña en la web del CCG. Los vídeos de las conferencias llegarán en los próximos días -espero- para aquellos a los que el trabajo nos ha impedido asistir.
De momento, y a la espera de material adicional para hacer valoraciones, me gustaría apuntar algún detalle:
En primer lugar, es curioso que hablemos de la industria cultural pero sigamos sosteniendo, desde un prisma teórico, la autonomía del Arte (nótese la mayúscula) y un supuesto distanciamiento crítico en relación con el hecho artístico (me pregunto cómo puede ser tal hecho localizado y diferenciado en el seno de la industria, esto es, en la galería, el museo, el mercado...). En otras palabras, si asumimos que el sistema económico ha fagocitado nuestra vieja concepción del Arte, no parece oportuno que sea la propia industria -o, más bien, la "masa cultural", en palabras de Bell- la encargada de diferenciar el objeto artístico del mero producto de consumo (si es que tal distinción puede tener lugar en el contexto presente).
En segundo lugar, y en relación con lo anteriormente expuesto, es necesario profundizar en esa voluntad del Arte (en tanto que institución) de permanecer ajeno a "todo lo demás". Cuando hablamos del arte como "industria cultural" todo tiene cabida, empezando por el primero que coge un micrófono (los medios utilizan la denominación "artista" de manera absolutamente indiscriminada); cuando hablamos del "gran Arte" ni siquiera Pink Floyd es bienvenido. En ocasiones decimos "Arte contemporáneo" y, paradójicamente, barremos de un plumazo el 99% de la cultura contemporánea, es decir, todo lo que acontece al margen del espectáculo de los grandes centros e instituciones artísticas.
Pongamos un ejemplo: Susan Philipsz forma parte de la supuesta elite de la creación. Es "artista sonora", que no música, es decir, se adapta al patrón expositivo tradicional, al modelo museístico, a la lógica del mercado; los músicos, por el contrario, no, entre otras cosas porque sus discos se venden por millones y el viejo sueño del "aura" de la Obra de Arte ha sobrevivido a Benjamin, a las tecnologías de la información y hasta al sentido común. Es curioso, en este caso concreto parece haber más transparencia y "sentido" en un sector estricta e indisimuladamente industrial que en torno a los anhelos de independencia del Arte. ¿Se invierten acaso las tornas?
En las últimas páginas de Cultura RAM, José Luis Brea (terrible pérdida la suya) reclama una crítica que opere desde fuera del sistema, cargando de manera durísima contra esa concepción de la crítica como parte indispensable del propio establishment, como ese fingido contrapoder, como mera ficción interesada. En su opinión, el sistema asume y gestiona la crítica de su propio funcionamiento, anulándola de facto.
En sus propias palabras, "esa condición refractaria, blindada a la crítica exógena [...] se sostiene ahora muy ladinamente en la invocación -estratégica se dice- del carácter autónomo del arte, acaso la fabulación más tramposa que se ha tomado la decisión de mantener contra toda evidencia como irrenunciable herencia y legado de la invención moderna del arte contemporáneo [...] la práctica artística no es sino un hacer generador de narrativas e imaginarios [...] La suposición de que esas narrativas e imaginarios abanderan valores supuestamente antagónicos ignora [...] el principio mismo de toda la tradición de la crítica de la ideología: que la forma que ésta adquiere nunca es veraz y directa. Que la ideología nunca enuncia los valores de lo que encubre, sino antes bien las retóricas que lo hacen (a eso encubierto) tolerable, convivible, aceptable como escenario de la vida común)".
El reto, en efecto, consiste en desnudar la cadena de intereses y circunstancias (no necesariamente negativos, matizo) a la que obedece la producción artística (cultural, en sentido amplio), en lugar de perseverar en el aislamiento del Arte, en esa autonomía falaz que no hace sino alimentar un ingente círculo vicioso.
Siempre me ha fascinado que se puedan conciliar de esa manera los términos "industria" y "cultura", pero ahí está esa maquiavélica asociación, más vigente que nunca. El Consello da Cultura Galega, sin ir más lejos, dio comienzo hoy a unas jornadas que, bajo el título de "Arte + Grandes eventos", analizan el conflicto entre arte y espectáculo.
Arturo Rodríguez Morató, José Luis Pardo y Santiago Olmo han sido los primeros en intervenir, pero de sus respectivas aportaciones apenas tenemos una breve reseña en la web del CCG. Los vídeos de las conferencias llegarán en los próximos días -espero- para aquellos a los que el trabajo nos ha impedido asistir.
De momento, y a la espera de material adicional para hacer valoraciones, me gustaría apuntar algún detalle:
En primer lugar, es curioso que hablemos de la industria cultural pero sigamos sosteniendo, desde un prisma teórico, la autonomía del Arte (nótese la mayúscula) y un supuesto distanciamiento crítico en relación con el hecho artístico (me pregunto cómo puede ser tal hecho localizado y diferenciado en el seno de la industria, esto es, en la galería, el museo, el mercado...). En otras palabras, si asumimos que el sistema económico ha fagocitado nuestra vieja concepción del Arte, no parece oportuno que sea la propia industria -o, más bien, la "masa cultural", en palabras de Bell- la encargada de diferenciar el objeto artístico del mero producto de consumo (si es que tal distinción puede tener lugar en el contexto presente).
En segundo lugar, y en relación con lo anteriormente expuesto, es necesario profundizar en esa voluntad del Arte (en tanto que institución) de permanecer ajeno a "todo lo demás". Cuando hablamos del arte como "industria cultural" todo tiene cabida, empezando por el primero que coge un micrófono (los medios utilizan la denominación "artista" de manera absolutamente indiscriminada); cuando hablamos del "gran Arte" ni siquiera Pink Floyd es bienvenido. En ocasiones decimos "Arte contemporáneo" y, paradójicamente, barremos de un plumazo el 99% de la cultura contemporánea, es decir, todo lo que acontece al margen del espectáculo de los grandes centros e instituciones artísticas.
Pongamos un ejemplo: Susan Philipsz forma parte de la supuesta elite de la creación. Es "artista sonora", que no música, es decir, se adapta al patrón expositivo tradicional, al modelo museístico, a la lógica del mercado; los músicos, por el contrario, no, entre otras cosas porque sus discos se venden por millones y el viejo sueño del "aura" de la Obra de Arte ha sobrevivido a Benjamin, a las tecnologías de la información y hasta al sentido común. Es curioso, en este caso concreto parece haber más transparencia y "sentido" en un sector estricta e indisimuladamente industrial que en torno a los anhelos de independencia del Arte. ¿Se invierten acaso las tornas?
En las últimas páginas de Cultura RAM, José Luis Brea (terrible pérdida la suya) reclama una crítica que opere desde fuera del sistema, cargando de manera durísima contra esa concepción de la crítica como parte indispensable del propio establishment, como ese fingido contrapoder, como mera ficción interesada. En su opinión, el sistema asume y gestiona la crítica de su propio funcionamiento, anulándola de facto.
En sus propias palabras, "esa condición refractaria, blindada a la crítica exógena [...] se sostiene ahora muy ladinamente en la invocación -estratégica se dice- del carácter autónomo del arte, acaso la fabulación más tramposa que se ha tomado la decisión de mantener contra toda evidencia como irrenunciable herencia y legado de la invención moderna del arte contemporáneo [...] la práctica artística no es sino un hacer generador de narrativas e imaginarios [...] La suposición de que esas narrativas e imaginarios abanderan valores supuestamente antagónicos ignora [...] el principio mismo de toda la tradición de la crítica de la ideología: que la forma que ésta adquiere nunca es veraz y directa. Que la ideología nunca enuncia los valores de lo que encubre, sino antes bien las retóricas que lo hacen (a eso encubierto) tolerable, convivible, aceptable como escenario de la vida común)".
El reto, en efecto, consiste en desnudar la cadena de intereses y circunstancias (no necesariamente negativos, matizo) a la que obedece la producción artística (cultural, en sentido amplio), en lugar de perseverar en el aislamiento del Arte, en esa autonomía falaz que no hace sino alimentar un ingente círculo vicioso.
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miércoles, 6 de octubre de 2010
Nuevas interfaces: lo visual y lo táctil
Hace unos días Wired publicó un artículo de Clive Thompson acerca del poder del pensamiento visual, una breve reflexión acerca de la naturaleza profundamente logocéntrica de nuestra cultura y de la necesidad de reivindicar lo visual, de poner en valor los esquemas gráficos y el dibujo.
Creo que es evidente que la evolución de la tecnología camina ya en esa dirección. Sin ir más lejos, una de las mayores virtudes que podemos citar del iPAD no es tanto lo que permite hacer como el camino que ha definido para la evolución de las interfaces de usuario de los dispositivos digitales. Y es que la introducción del componente táctil va a reformular nuestro modo de visualizar las imágenes, modificando por completo nuestra manera de producirlas. En cierto modo, lo táctil reviste un carácter lúdico que resulta sorprendentemente eficaz a la hora de procesar la información y que ha demostrado ser imprescindible en los procesos de aprendizaje; nos gusta poder manipular, literalmente, los contenidos, y en una interfaz de estas características la imagen alcanza la maleabilidad que le hemos atribuido desde que es digital, esto es, desde que ha dejado de estar irremisiblemente vinculada a un soporte físico, a una forma concreta de darse.
No hay duda de que el futuro de las interfaces de usuario pasa por permitirnos "traducir" visualmente determinadas asociaciones o esquemas mentales, imposibles de reducir al discurso lingüístico. A estas alturas, estamos más cerca de lo que parece de esa suerte de Exposé "a lo bestia" de Minority Report, y empezamos a desligarnos del todavía imprescindible binomio teclado-ratón.
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