domingo, 30 de enero de 2011

Del símbolo al código

Parthenia es una de las obras más conocidas de la artista e historiadora Margot Lovejoy. Se trata de una web concebida como monumento a las víctimas de la violencia contra la mujer, un proyecto que data de 1996 y que todavía puede ser consultado en la red.

A pesar de su aspecto, inevitablemente arcaico, Parthenia propone un concepto interesante: es un monumento, sí, pero de naturaleza abierta, construido en función de las aportaciones de gente dispuesta a compartir sus experiencias personales, sus testimonios. Un "dispositivo participativo, una plataforma de colaboración de denuncia social", en palabras de Ana Martínez Collado. Una plataforma poco operativa, dicho sea de paso, lastrada no tanto por sus casi quince años de antigüedad como por una apariencia y un árbol de navegación más estéticos -para la época- que funcionales.

Reitero, sin embargo, que lo importante es el concepto. Su condición de monumento de construcción colectiva parece salvar la escisión que Brea establece entre una cultura ROM -de almacenamiento- y una cultura RAM -de proceso-, esto es, entre el pasado y el presente de la producción cultural. Monumento, del latín monumentum, es decir, recuerdo, testimonio; pero monumento abierto, cambiante, en perpetua mutación. Si llevamos la idea de Lovejoy al extremo, podremos pensar en que no sólo el contenido, sino la propia estructura monumental, el código, se produzca colectivamente.

Adolf Loos pensaba que, a nivel arquitectónico, únicamente la tumba y el monumento podían ser considerados arte, ya que en tales construcciones no primaba la funcionalidad, sino el valor simbólico. Gran parte de la historia del arte se puede explicar en función de este valor simbólico, esto es, del concepto de representación. Claro que gran parte de esa historia remite a una forma de entender el mundo que el siglo XX parece haber dinamitado, a la fractura entre doxa y episteme, conocimiento sensible y conocimiento intelectual, a un escenario en el que el arte aspiraba a superar lo contingente para expresar lo verdadero, lo trascendente.

¿Pero qué ocurre una vez quebrada esa polaridad ficticia? "Después de Platón -afirma Molinuevo-, la civilización occidental ha sido educada escolar y académicamente en un mundo de esencias y no de apariencias. Pero la educación sentimental, fuera de ese ámbito, hace tiempo que consiste básicamente en una educación en las imágenes. Hace tiempo ya que quien educa es la palabra, pero quien forma es la imagen".

En efecto, vivimos en un mundo de imágenes (copias sin original). Ése es el material del que dispone el artista, y no precisamente para señalar la verdad, la causa última a la que hemos renunciado. Ya no podemos pretender discernir lo real y lo virtual. Aquí radica el problema de la finalidad del arte, sumido en una suerte de crisis de identidad, incapaz de responder a la nueva naturaleza de la imagen. En la actualidad, lo único que caracteriza a todo aquello que consideramos arte es haber recibido la bendición de la institución y el mercado (o, más bien, de la institución-mercado). Duchamp predijo este desenlace hace casi un siglo; la imagen digital se ha limitado a certificar una muerte anunciada.

El arte ya no puede limitarse a emular / representar; debe producir, modelizar. Esto no es nada nuevo, pero se trata de una vocación que con frecuencia ha conducido al naufragio: posicionarse contra la institución desde la institución se ha revelado una estrategia inútil, una forma de que el arte sobreviva entre la subversión y la subvención, en una permanente exhibición de esterilidad.

¿Cuál es la alternativa? Un arte genuinamente político -que no politizado-; iniciativas que exploren los intersticios de los contenidos, modos y canales de comunicación tolerados -auspiciados- por el sistema. Como Brea ha sabido ver, "donde a las prácticas artísticas les será dado retener una función propia habrá de ser precisamente frente a la decisión del signo -alienador o revolucionario- que ese proceso de transformación radical de las formas de la experiencia conlleve a la postre [...] Que esa disolución suponga una intensificación de las formas de la experiencia -o la pura consagración del dominio del espectáculo y la mediación absolutizada de la experiencia por la representación-, es justamente lo que está en juego".

No parece haber otra forma de salvaguardar la especificidad de lo artístico, en un contexto hiperestetizado en el que no hay diferencia alguna en la forma y el contenido de lo que acontece dentro y fuera del museo. Todo arte que no se posicione, que no se autoafirme mediante la negación real de lo establecido, no es sino publicidad de mejor o peor factura. Todo aquello que desprecie la institución desde su propio ámbito, con su propio lenguaje, la fortalece (y le pertenece); la crítica ha de ser siempre exógena. El arte ha de posibilitar no la representación de la diferencia, sino el propio acto de diferenciación; en consecuencia, debe abandonar la retórica: su campo de acción no debe ser ya la producción o selección de las imágenes, sino más bien el código que las instaura y transmite. Esta es, en cierto modo, la tarea de construcción de un verdadero espacio público, en el sentido más literal de la expresión, cimentado sobre procesos de comunicación no mercantilizados, no institucionalizados, no espectacularizados. Recuperar la idea de establecer zonas temporalmente autónomas, en las antípodas de las grandes utopías, en el fértil escenario de lo limitado, de lo posible.

De la lógica del monumento como aserción de lo permanente, orientado hacia un pasado que se proyecta, a un espacio de disensión, de interrogación, de construcción e interpretación crítica del presente.

lunes, 24 de enero de 2011

La educación expandida

A veces te encuentras proyectos como este, de ZEMOS98 y Platoniq, y te preguntas cómo es posible que los grandes medios e instituciones planteen el debate cultural en torno a cuestiones como los modelos de negocio o la propaganda comercial.

Cuando hablar de cultura parece reducirse a barnizar de intelectualidad las miserias del mercado, es bueno recordar lo que se puede hacer trabajando desde la honestidad y al margen del espectáculo.


Pienso en el arte "político" o "socialmente comprometido" y en cómo se exhibe, inmaculado, en los grandes centros de arte contemporáneo. Está tan lejos de la realidad que parece de otro planeta.

Por suerte, me viene a la mente un post memorable de Hernán Casciari. Sonrío. Definitivamente, la nuestra es la era de la utopía limitada.

viernes, 21 de enero de 2011

Lo que César Antonio Molina olvida cuando habla de la Wikipedia

El pasado sábado, César Antonio Molina publicó un artículo de opinión en El Mundo, con motivo del décimo aniversario de la Wikipedia. Extracto algunos comentarios:
¿Quién la hace? ¿Quién la redacta? ¿Quién la guía? ¿Quién la corrige? Y aún más: ¿Qué investigadores, intelectuales y profesores están detrás de ella? ¿Quiénes firman los artículos? ¿De dónde se obtiene la información?
Son muchas las preguntas que no se dan cuando la gente accede a sus contenidos. Y todas ellas constituyen el problema: que Wikipedia no es fiable. Está llena de errores y equivocaciones, de datos falsos, de resúmenes copiados de libros... La idea, insisto, es buena, pero la realización, a día de hoy, es mala. Desde luego una enciclopedia que no sea creíble vale de poco.
Lo bueno y lo deseable sería que se volcasen los contenidos de las grandes enciclopedias, como puede ser el caso de la Britannica y la Espasa, en internet.
[...]
Por más que queramos que la situación sea otra, el conocimiento y el saber están, al final, en manos de una élite.
[...]
Nos tenemos que fiar de las cosas. Y cualquier perosna sabe que la Wikipedia no es del todo de fiar.

No voy a recurrir a los tópicos... Es fácil criticar al Sr. Molina por diferentes motivos. No es mi intención tampoco refutar sus argumentos; dire más: me parecen interesantes (y no estoy siendo irónico). Lo que ocurre es que también me parecen mal enfocados. Me explico:

Pregunta el Sr. Molina qué "investigadores, intelectuales y profesores" están detrás de la Wikipedia. Se trata de una interrogación fascinante si uno la aplica a las principales instituciones culturales y académicas de este país, comenzando por una que él conoce bien y que se ha ganado a pulso la denominación de Ministerio de Industrias Culturales. Además, la pregunta da pie a muchas otras, todas ellas de gran enjundia: ¿Qué criterios rigen la concesión de las plazas de docencia universitaria, especialmente las cátedras? ¿Qué valor tiene la firma de ciertos "investigadores" que se limitan a rubricar el trabajo de "sus" becarios? ¿Quién o qué determina la dirección de los grandes museos y centros culturales de nuestro país? ¿A qué intereses obedecen las políticas gubernamentales en materia pseudocultural? ¿Por qué ocupan cargos de relevancia personajes cuyo único mérito es saber con quién tomarse las copas? Yo tengo muchas respuestas, en su mayoría crudas e incisivas; aunque me guarde algunas por conservar un ápice de sentido común.

Afirma también el Sr. Molina que la Wikipedia está "llena de errores", y que una enciclopedia que no es "creíble" vale de poco. No puedo estar en desacuerdo con esto último, pero me gustaría aplicar el mismo rigor al ámbito institucional; me gustaría saber quién es la eminencia intelectual que dirime qué contenidos son "acertados" y cuáles "erróneos" en las autoproclamadas "enciclopedias de prestigio". Leyendo al Sr. Molina, parece que es competencia de Espasa determinar qué información debe aparecer en una enciclopedia y quién es la persona adecuada para pontificar sobre cada tema. Creo inferir de sus palabras que las publicaciones de las universidades, centros culturales "de primer nivel" y organismos públicos están libres de incorrecciones; también creo entender que los intereses económicos y políticos no afectan en modo alguno al trabajo de las instituciones y empresas del sector cultural. Nadie lo diría...

Concluye el Sr. Molina con un lapidario "la Wikipedia no es de fiar". Puedo corroborarlo, aunque añadiría a la suya otra pregunta: ¿de fiar para quién? Para el poder político, los grandes lobbies y una industria editorial de configuración decimonónica, ciertamente, la Wikipedia no es de fiar.

Y sin embargo, la Wikipedia tiene una virtud incuestionable: es lo que parece. Ni pretende sustituir a la Enciclopedia Británica ni definir qué es la verdad o sobre qué principios se funda. Se trata, simplemente, de un esfuerzo colectivo por generar una plataforma abierta de acceso al conocimiento en la que el debate es norma. No es un trabajo cerrado, es un inacabable work in progress en el que todos estamos invitados a participar (también el Sr. Molina y todos los popes de la intelectualidad cuya "firma" añora). Asumámoslo: tampoco la Wikipedia se libra de los intereses particulares o las presiones políticas, pero en ella disponemos, al menos, de la oportunidad de detectar y cuestionar aquellas aportaciones que evidencien un tratamiento tendencioso de la información.

Participar en la elaboración de la Wikipedia implica ser consciente de sus límites, pero también de sus posibilidades; consultar sus contenidos exige la misma capacidad crítica que enfrentarse a a la voz inalcanzable de la autoridad y los especialistas, títulos estos que han servido históricamente para cobijar tanto a la sabiduría como a la ignorancia y a la mezquindad; denominaciones que se han impuesto a las argumentaciones y razonamientos. No me digas qué intelectual te avala, dime qué obra lo avala a él y quién lo ha sentado en su trono.

No seamos ingenuos: nada es absolutamente neutro. Pero yo me quedo con la imperfección de la Wikipedia, manipulada y manipulable por todo y por todos (con matices). La impoluta corrección del academicismo servil y la mercantilización de la cultura, la dejo para otros...

sábado, 15 de enero de 2011

Matizando conceptos: arte y cultura

A la hora de debatir, los matices son realmente importantes. No siempre decimos lo que queremos decir; a veces decimos exactamente lo contrario de lo que pretendemos y, en ocasiones, simplemente no sabemos de qué estamos hablando. Con frecuencia infravaloramos el lenguaje, olvidando que, además de una llave de acceso al conocimiento, es uno de los principales instrumentos de poder, la herramienta de control y manipulación por excelencia.

Pensaba en esto, ayer, mientras veía en diferido la Redada 3, en la que los términos arte, cultura, ciencia, creación, creador, producto cultural y artista eran utilizados para aludir a una cantidad infinita de ideas, en algún caso antitéticas. Por momentos, la confusión conducía a una auténtica anarquía conceptual en la que Javier de la Cueva trataba de poner orden en vano. Tal vez no era el lugar apropiado para entrar en disquisiciones sobre los términos antedichos, pero lo cierto es que es difícil articular un debate como el citado sin tenerlos en cuenta.

Creo que lo sucedido este miércoles en Medialab-Prado evidencia el modo en que los términos arte y cultura son tergiversados e instrumentalizados por los poderes político y económico hasta perder su sentido. Hemos hablado antes de ello, pero es necesario poner de relieve ciertas fracturas en las realidades que los discursos públicos pretenden subsumir en categorías conceptuales del todo inoperantes.

La primera aclaración, quizás la más importante, fue bosquejada por Juan Varela en la Redada 2 y por el propio Javier de la Cueva en esta última cita. Se trata de un significado amplio de la palabra cultura, íntimamente ligado a lo que comprendemos como acceso al conocimiento. Se ajusta a la definición de la UNESCO de 1982: cultura es aquello que da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo [...] aquello que nos hace específicamente humanos, seres racionales dotados de juicio crítico. Esta capacidad de reflexión se sustenta, a mi modo de ver, en tres pilares: el acceso a la información, la posibilidad de utilizar herramientas y métodos que permiten su procesamiento y el desarrollo de la capacidad crítica que hace factible su análisis e interpretación. Cuando hablamos de cultura en este sentido nos referimos a la educación, a la investigación, a una suma de procesos y mecanismos de reflexión colectiva; hablamos de libertad de pensamiento y, por tanto, de libertad de expresión y comunicación. Desde este punto de vista, la cultura es una prioridad absoluta, una necesidad de primer orden, y su defensa, en relación con los términos planteados en la última Redada, pasa por mejorar el sistema educativo; facilitar el acceso a las obras de dominio público (algo que, por cierto, no se logrará con una mentalidad arcaica); crear archivos de investigación de acceso abierto; universalizar la utilización de Internet (siempre que se preserve como una red neutral que haga viable generar estructuras de comunicación no depotenciadas políticamente); y, en general, garantizar que todos los ciudadanos dispongan de los medios necesarios para recibir, interpretar, valorar, modificar y distribuir información.

Hay un segundo plano, en el cual se identifica cultura con producción intelectual o, más específicamente, con producción estética. Es aquí donde aparece el binomio arte/cultura y donde surgen las dudas. Parece obvio que toda manifestación artística forma parte de lo que conocemos por cultura, pero no está tan claro qué contenidos culturales consideramos arte y cuáles no. Se trata de una problemática comprensible, ya que llevamos discutiendo qué es el arte desde el principio de los tiempos y, todavía hoy, arrastramos las secuelas de haber restringido el ámbito artístico a las llamadas Bellas Artes o, más frecuentemente, a las Artes Plásticas. Cierta concepción de la cultura como producción intelectual/estética ha sido un buen cajón de sastre en el que han tenido cabida expresiones como la fotografía y el cine, cuyos respectivos lenguajes han sido desarrollados, en gran medida, lejos de las instituciones artísticas. Instituciones, por cierto, que han terminado por acoger este tipo de formas expresivas... de un modo parcial. Digo esto porque no resulta extraño contraponer, todavía hoy, "literatura y arte", o pensar en términos de música popular (comercial) vs. música culta o clásica (artística). Hay algo que ha fallado en este proceso de asimilación, algo que nuestro propio lenguaje pone de manifiesto: pensemos en los medios de comunicación y en cómo se refieren a todos los cantantes y actores como artistas... pese a ser incapaces de referirse a los discos y películas como "arte". Un repaso a las noticias en torno a la Ley Sinde basta para comprobarlo: es fácil leer que "la cultura" o "los artistas" están indignados, pero no es posible leer lo propio acerca del "arte"... ni siquiera acerca del "mundo del arte".

Parece que existe una barrera infranqueable que preserva una visión ideal y romántica del arte como una actividad superior, incluso en relación con otras formas de expresión cultural. No obstante, una vez que el arte contemporáneo ha derribado todos los prejuicios en lo que a soporte y género concierne, ¿qué mantiene, en la práctica, la distinción entre la "simple" creación cultural y lo "genuinamente" artístico? El contexto, la estructura en que la propuesta estética es concebida (y, en consecuencia, definida). Una vez abolida la distinción entre la cultura de élite y la de masas, aparece un nuevo y pueril elemento de diferenciación: aquello que la institución y el museo legitiman, es arte; aquello que se inscribe en el circuito comercial de las mal llamadas industrias culturales, producción cultural. Lo de los "artistas" no deja de ser una pequeña concesión (¿o una conquista del mercado?). Dos contextos diferentes, en cualquier caso, con sus respectivas connotaciones y exigencias, a menudo intrascendentes y ajenas al contenido de las obras en ellos generadas. Uno de los mejores ejemplos de este hecho es la falsa dicotomía entre cine y vídeo-arte. Las películas se exhiben en las salas de cine y, con suerte, se comercializan en videoclubes y grandes superficies; las obras de vídeo-arte se proyectan en museos y se distribuyen (una vez seriadas, a pesar de lo absurdo de esta actitud en el escenario digital) a través de galerías. Generalmente, el formato de presentación es idéntico (DVD) y la única diferencia tangible entre ambas es un certificado que acredita la efectiva "artisticidad" de una de las dos filmaciones. Cuestión de contexto, de circuito; así de sencillo.

Carlos Jean hablaba en la Redada 3 de la imposibilidad de hacer juicios de valor acerca del componente cultural o artístico de una determinada obra (minuto 91:35, Camela vs. Filarmónica de Londres). Algunos creen que reabrir este debate supone tratar de recuperar una visión elitista del arte; pero nada más lejos de la realidad. Tan cierto es que no se puede plantear una escisión en función de categorías, temas, soportes o disciplinas como que no se puede admitir un sistema de clasificación que únicamente diferencia entre obras sancionadas por el mercado y obras legitimadas por la institución. Si estas entidades plantean suprimir ciertos criterios es, precisamente, para imponer los suyos, para hacer valer una serie de intereses particulares sobre los procesos de reflexión colectiva. El debate sobre la naturaleza del arte y la cultura es esencial, pero hace falta saber en qué términos formularlo. Polarizarlo en torno a la dualidad institución / industria del entretenimiento resulta estéril: cuando creemos "salvar" la creación de las fauces de la industria, la entregamos ingenuamente al control de los poderes públicos, cerrando un peligroso círculo. Tengo la certeza de que grabar un CD con mis canciones de la ducha no me convertirá en músico o artista. ¿Lo hará el hecho de que se venda en las tiendas de discos? ¿Lo hará el que un centro de arte contemporáneo decida dedicarme una amplia retrospectiva? Estas son preguntas que surgen cuando renunciamos al análisis crítico de la producción estética (máxime cuando los cacareados códigos de buenas prácticas que rigen las instituciones artísticas se convierten en una forma de justificar la arbitrariedad y el nepotismo).

De todos modos, independientemente de una amplia (y necesaria) discusión acerca de la gestión pública de la producción artística, lo que resulta obvio es que la industria del entretenimiento tiene unos objetivos muy claros. Su cometido es hacer dinero, no arte. El arte no es una categoría que podamos conceder a priori, sino algo en lo que, eventualmente, puede (o no) desembocar la industria. No hay que confundir la parte con el todo: que Kiarostami, Godard o Chris Marker trabajen o hayan trabajado en el mismo sector que Santiago Segura o Andrés Pajares no confiere la misma naturaleza o intención a sus respectivas creaciones. Ni mucho menos.

Cuando cuestionamos la mercantilización de la producción cultural y hablamos de la imposibilidad de que la industria determine qué es arte y qué no lo es no pretendemos establecer dogmas, ni una postura clasista ante la creación cultural. Aspiramos a definir criterios sólidos, desvinculados de ciertas estructuras y cadenas de intereses, ajenas a la cultura, cuya existencia debemos enfatizar. No hay que olvidar que el arte no es una actividad que pueda ser ejercida al margen de las pautas que determinan las estructuras sociales. No hay que olvidar que el factor económico y las injerencias externas siempre han condicionado el trabajo de los artistas; pero tampoco conviene abandonar el sentido crítico o perder de vista los perjuicios que acarrean este tipo de agentes e influencias.

Me vienen a la memoria, al decir esto, desde la vacuidad pictórica de los José de Madrazo, José Aparicio u otros pintores de corte, hasta la cantidad de películas inanes que se han rodado mientras a Víctor Erice se le cerraban una tras otra las opciones de producción. La preponderancia de los factores político y económico ha sido perniciosa en infinidad de ocasiones y contextos, hasta el punto de que matizar estas ideas nos lleva a preguntarnos quién o qué constituye una agresión contra los creadores y contra la cultura. Para que el "futuro decida quién se pone las medallas", como pide Jean, necesitamos que la cultura tenga futuro. El suyo es un razonamiento falaz, porque presupone que el mercado y la institución dan cabida a todo aquello susceptible de ser considerado de interés artístico/cultural a largo plazo, algo de todo punto falso. Se trata de la misma demagogia que se instala en otro discurso tópico, ese que reza que los artistas no deben renunciar a vender, que no deben morir de hambre para hacer algo realmente "interesante". ¿Y quién dice que deban? ¿Y quién dice que su manutención tenga relación alguna con el nivel de interés de su trabajo? Lo único que se exige al artista es que no pague el oneroso peaje que conlleva la bendición de la industria o de la institución artística, según corresponda. Una aprobación que invalida parte del contenido autorreflexivo y crítico, el carácter metacultural que creo debe caracterizar a cualquier producción artística, fundamentalmente tras una historia reciente en la que el arte se ha liberado de la obligación de servir a programas de propaganda política o religiosa, transformando lo que era necesidad en opción, con todo lo que ello supone. Hay que asumir la evidencia, aunque esto comporte liquidar gran parte del arte institucionalizado. En la época de la estetización difusa, la función crítica es absolutamente indispensable.

jueves, 6 de enero de 2011

José Luis Molinuevo

Mentalidad "premoderna" en el uso de las nuevas tecnologías, terminología digital vacua, esterilidad en ciertos usos de las redes sociales... Estos cinco controvertidos minutos de Molinuevo merecen la pena.

Por cierto, su muy recomendable Retorno a la imagen. Estética del cine en la modernidad melancólica se puede descargar en PDF de forma gratuita. Alguna de sus anteriores publicaciones está disponible en epub, aunque sea difícil encontrarla. Seguimos con un serio problema para adquirir e-books en España.

domingo, 2 de enero de 2011

La necesidad de defender las humanidades

El pasado mes de octubre comenté un artículo de Stanley Fish titulado The Crisis of the Humanities Officially Arrives, una acertada crítica de la progresiva marginación de las humanidades en la educación superior que, a mi juicio, dejaba en el tintero algunas cuestiones fundamentales. Cuestiones como las que, recientemente, Terry Eagleton ha abordado de forma realmente incisiva, a partir de una pregunta oportunamente malintencionada: ¿Están a punto de desaparecer las humanidades de nuestras universidades?

Se trata de un texto muy breve, pero basta para expresar sin ambages las verdaderas razones por las que las humanidades deberían disponer de una mejor consideración en el ámbito académico. Eagleton abandona los tópicos, ñoñerías y complejos que con frecuencia monopolizan la defensa de la cultura para centrarse en dos aspectos fundamentales: por una parte, afirma que las humanidades no deben ser consideradas una disciplina aislada, sino más bien el sustrato común de toda ciencia o estudio; por otra, recalca que lo que las define es, en las antípodas de la rentabilidad económica, su naturaleza crítica.
Las humanidades deberían constituir el núcleo de cualquier universidad digna de ese nombre. El estudio de la historia y la filosofía, acompañado de cierto conocimiento del arte y la literatura, debería contar tanto para abogados e ingenieros como para quienes estudian en facultades de artes. Si las humanidades no se encuentran tan gravemente amenazadas en los Estados Unidos es, entre otras cosas, porque se contemplan como parte integral de la educación superior como tal. [...] De lo que hemos sido testigos en nuestro tiempo es de la muerte de las universidades como centros de crítica. Desde Margaret Thatcher, el papel de mundo académico ha consistido en servir al status quo, no en desafiarlo en nombre de la justicia, la tradición, la imaginación, el bienestar humano, el libre juego de la mente o las visiones alternativas de futuro [...] una reflexión crítica sobre los valores y principios debería ser central para cualquier cosa que acontezca en las universidades, y no sólo el estudio de Rembrandt o Rimbaud.
Asumidas estas dos nociones, es necesario añadir una tercera: su carácter interrogativo, su indisimulada preferencia por preguntar en lugar de responder. Cualidad ésta que Daniel Innerarity pone de manifiesto en su Elogio de la inexactitud:
La perspectiva de la creatividad nos enseña que son más importantes los problemas que las soluciones, del mismo modo que las preguntas requieren generlamente más inteligencia que las respuestas. Con frecuencia reducimos la creatividad a la solución de problemas reconocidos, pero la creatividad más necesaria es aquella que identifica problemas hasta ahora desconocidos. [...] Por eso la creatividad implica siempre un cierto sabotaje contra la división del trabajo establecida, contra la parcelación del saber y la especialización, contra la exactitud de las soluciones habituales; supone una revisión de las competencias y de las expectativas, una fuerte disposición a aprender fuera del saber y las prácticas establecidas. Y para eso son indispensables las ciencias humanas y sociales, las grandes olvidadas en medio de un furor tecnológico que nos hace analfabetos en todo lo que se refiere a la interpretación y el sentido de las cosas importantes de nuestra vida, personal o colectiva.
Por sí solo, este rasgo basta para explicar por qué las humanidades no deben ser comprendidas como un conjunto de conocimientos y estudios específicos, sino, más bien, como una actitud, una forma de abordar e intervenir la realidad desde una perspectiva crítica, apostando por el juicio cualitativo en detrimento del cuantitativo. Su cometido es socavar la dictadura de la razón instrumental, el ridículo que surge inevitablemente cuando los medios se ponen al servicio de la nada. Una función incómoda en un sistema que traduce personas en cifras y vidas en índices.

Desterrar las humanidades supone consagrar una retórica repleta de conceptos que parecen condenar al olvido el factor humano: productor, consumidor, target, modelo de negocio, industria cultural... No es de extrañar que algunos pretendan subsumir la creación cultural en la industria del entretenimiento con objeto de cuantificarla en términos económicos.

Las humanidades implican reflexionar sobre el sentido de las diversas aplicaciones del conocimiento y la técnica, anteponer la orientación a la ejecución y la proyección a partir de lo ya ocurrido a la fe en la improbabilidad de lo hipotético. Su ámbito de actuación no es el cómo, sino el qué; su formulación, la duda; su praxis, un ejercicio de autocrítica netamente político.

Me viene a la memoria una afirmación de Heidegger que sigue plenamente vigente: ninguna época ha sabido tantas y tan diversas cosas del hombre como la nuestra. Pero en verdad, nunca se ha sabido menos qué es el hombre. Esta pregunta, ¿qué es el hombre?, no puede ser formulada plenamente desde lo que se ha dado en llamar ciencias exactas; pero reviste un carácter fundacional en la historia del pensamiento que dejo a la inagotable lucidez de Foucault (minuto 7):



Hay razones de peso para considerar la defensa de las humanidades una necesidad y, en cierto modo, una auténtica obligación moral.