martes, 5 de abril de 2011

Arte como programación

Internet, redes sociales, realidad aumentada, copyleft, publicidad interactiva, crowdfunding... Nuestro mundo parece girar alrededor de una única pregunta: cómo producir, distribuir y rentabilizar la información.

A menudo nuestra obsesión con este concepto es tal que olvidamos que la información ha sido la piedra angular de cualquier estructura socieconómica desde el principio de los tiempos. Conviene recordar que toda forma de control, como toda forma de libertad, ha sido siempre y por definición control o libertad de información.

Sin embargo, si singularizamos nuestra realidad con términos como capitalismo cognitivo o sociedad de la información es porque algo ha cambiado. Habitamos un escenario que exige nuevas herramientas e incluso nuevos patrones cognitivos para gestionar la sobreabundancia informativa. No es casual la proliferación de importantes vías de investigación en torno a la visualización y el análisis de datos, tareas imprescindibles para generar comunicación, transmisión efectiva de conocimiento.

En muchas disciplinas las preguntas esenciales se han reducido a dos: qué podemos hacer con la información y cómo podemos hacerlo. Paradójicamente, donde esto apenas ha ocurrido es en un espacio, el de la práctica artística, idóneo para reflexionar a propósito de este tipo de interrogantes.

En cierto modo, la historia del arte es la historia de la manipulación de contenidos culturales altamente codificados, es decir, de información condensada. Toda obra de arte remite a una tradición precedente y a un imaginario colectivo muy específico: las mismas catedrales que, a nuestros ojos, encierran misterios sólo comprensibles por los especialistas en iconografía, fueron, tiempo atrás, libros abiertos para la práctica totalidad de los fieles, en su mayoría analfabetos.

La riqueza semántica de la imagen no es algo que el paso del tiempo haya sepultado, como algunos creen. Muy al contrario, la tendencia a la hipercodificación en la producción artística, lejos de remitir, se acentuó a lo largo del siglo XX, en paralelo a la (parcial) emancipación del arte respecto al poder político o religioso, en lo que supuso su consagración como metalenguaje. La producción estética se encaminó hacia una lógica de autocuestionamiento, hacia una autorreferencialidad que experimentaba con la propia concepción de lo artístico, poniendo en tela de juicio no sólo los modos de representación tradicionales sino el sistema que define las condiciones de producción y recepción de la experiencia estética, es decir, la institución-arte.

Sin embargo, esta línea de trabajo se limitó con frecuencia al territorio de lo simbólico, a menudo a causa de limitaciones técnicas que impedían una (deseable) actuación efectiva sobre los mecanismos de difusión de los contenidos artísticos. Hay que pensar también que esta vía de experimentación y ruptura fue paulatinamente fagocitada por el propio sistema contra el que había sido originalmente planteada. Es fácil entender la dificultad de la escena artística (en su formulación convencional) para lidiar con cuestiones como la imagen digital, la disolución de la dualidad original/copia, la pérdida de importancia del soporte material y, muy especialmente, la imposibilidad de acotar y determinar con precisión la forma final de una determinada obra.

En un contexto de mutabilidad permanente, de presente perpetuo, cierta formulación de lo artístico permanece aferrada a la voluntad de monumentalizar, de fijar en el tiempo, de extraer lo trascendente de lo efímero, de trabajar a través de la posteridad... Todo ello resulta evidente en cualquier contexto institucional (o lo que es igual, en casi cualquier contexto mediáticamente visible).

La pintura y la escultura, por ejemplo, han sufrido transformaciones profundas durante las últimas décadas sin conseguir desembarazarse de la lógica del objeto, definida en relación con el binomio posesión/exhibición, en detrimento de ese otro, cada vez más necesario, de acceso/distribución. Creo que el nuevo escenario cultural requiere un modelo diferente para la producción estética, más cercano a la arquitectura, entendida como vertebración del espacio, como programación, como producción de interfaz, de medio, de esfera pública...

Y en buena lógica, los que mejor comprenden esta dimensión arquitectónica del espacio digital no son los arquitectos, sino los programadores. Son ellos quienes están hibridando lo real y lo virtual de la única manera posible, mediante el código... y a pesar de permanecer fuera del campo de visión de la ortodoxia artística.

La suya no es una historia nueva. Profundizando en la fecundidad arquitectónica del siglo XIX podemos desenterrar un precedente: el desprecio de la cultura académica hacia las formas y materiales novedosas en la época. Debemos la arquitectura del hierro más los ingenieros que a los arquitectos; no olvidemos que, antes de convertirse en un icono, el Crystal Palace fue ampliamente ridiculizado.

De igual forma, hoy resulta sencillo encontrar obras categorizadas bajo la atractiva etiqueta de new media art entregadas a un esteticismo banal, a un manierismo tecnológico en el que el lenguaje funciona más como ornamento que como núcleo de la reflexión formal. La institución abraza la aproximación de la plástica al cliché mientras desprecia la aportación de quienes proponen un nuevo lenguaje para un nuevo medio; aunque eso sea exactamente lo que la historia nos ha enseñado: que cada medio impone su lenguaje, su ambición y su obra.

En un interesante texto, La visualización de datos como nueva abstracción y antisublime, Lev Manovich aborda un elemento fundamental en el proceso creativo: la motivación, el porqué de la elección de un determinado modo de representación.  Su alusión al trabajo de Libeskind en el Museo Judío de Berlín no puede ser más oportuna: ¿por qué arrojar arbitrariamente sobre el edificio los datos relativos a la localización de los judíos radicados en el barrio del museo antes de la Segunda Guerra Mundial? Es decir, ¿por qué descafeinar las nuevas formas culturales en vez de explorar la tensión que generan en nuestros esquemas expresivos y perceptivos?

El problema no es tanto el contenido como el medio, y el medio ha cambiado. El espacio ya no se concibe tanto en función de nuestra percepción y representación de la "realidad" física como en relación con procesos y flujos de información. Habitamos un espacio-red, un espacio no sólo codificado culturalmente, sino hecho de código; un espacio que el arte ya no puede limitarse a representar, que el arte puede y debe construir (de ahí el reiterado símil arquitectónico) por tres razones: primero, porque es la única forma de superar la incapacidad institucional para gestionar la inmaterialidad de las nuevas expresiones culturales; segundo, para continuar la lógica de autocuestionamiento que ha determinado la evolución artística durante el último siglo, desde Duchamp hasta Beuys, los situacionistas o el conceptualismo; y tercero, para hacer posible la producción simbólica fuera -o, cuando menos, en el límite- de la lógica espectacular de lo mercantil.

Para comprender cómo conciliar estos propósitos, me gustaría tomar al pie de la letra una afirmación de Matt Mullenweg: code is poetry. El código como poesía, como lenguaje que articula un nuevo tipo de arquitectura, ésa que interviene las prácticas materiales desde lo inmaterial, disolviendo las barreras entre los espacios físico y virtual. Una idea que refrendan proyectos tan elocuentes como GNU/Linux, paradigma de obra colectiva que ha sabido generar una cultura y un espacio propios, una genuina comunidad de productores de medios, en función de condiciones muy particulares de creación, distribución y modulación de contenidos y estructuras.

El arte no reproduce, hace lo visible, escribió Klee en 1920. Qué mejor época que la nuestra para operar sobre el código fuente que sustenta el espacio social, tanto en sentido literal (a través del software) como en sentido figurado (mediante la cultura). 

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