martes, 26 de abril de 2011

Cartografía aumentada

Nuestra concepción del espacio ha sufrido una transformación tan profunda durante las últimas décadas que su representación se ha convertido en un importante reto. Una empresa complicada, porque nuestra manera de interpretar el espacio está codificada de forma muy específica desde hace más de cinco siglos; concretamente desde el Renacimiento, o lo que es igual, desde la aparición de la perspectiva geométrica y la ordenación racional del espacio, claramente deudora de la retícula ptolemaica.

Lo que ocurrió entonces fue que el espacio dejó de ser entendido en función de su percepción subjetiva y simbólica, materializada en una cambiante perspectiva jerárquica, para convertirse en una realidad objetiva y aprehensible que podía ser expresada con precisión a través de la matemática. La importancia de este hallazgo fue incalculable, sobre todo si comulgamos con Bourdieu cuando afirma que "las estructuras espaciales estructuran no sólo la representación del mundo del grupo sino el grupo como tal, que se ordena a sí mismo a partir de esta representación"; es decir, si asumimos que nuestra forma de comprender el espacio define nuestras relaciones sociales y determina nuestra experiencia personal y colectiva.

Sin embargo, este avance mayúsculo liquidó una manera muy especial de entender la cartografía, un modo más lírico que riguroso de representar el espacio: el mapa medieval.



Los mapas medievales carecían de base científica, pero tenían la virtud de ofrecer una descripción muy precisa del mundo tal y como era concebido en la época, al conciliar en un único espacio de representación componentes geográficos, históricos, religiosos y míticos. En ellos, cuestiones como la orientación y la escala no respondían a valores universales, sino a la importancia relativa de las diferentes ubicaciones del mapa en virtud de parámetros culturales, fundamentalmente religiosos.

Uno de los mejores ejemplos de este concepto es el Hereford Mappa Mundi, joya del arte medieval conservada en la Catedral de Hereford (Inglaterra) a la que la BBC dedicó una de las entregas de su fantástico The Beauty of Maps.

El mapa de Hereford está orientado hacia el Este (Jardín del Edén), con Jerusalén como centro. Es una representación espacial en la que se pueden reconocer los principales accidentes geográficos, territorios y ciudades, pero es también un complejo universo narrativo que recoge muchas de las criaturas del extenso bestiario medieval, hechos históricos y bíblicos de relevancia e incluso una amplia sección "extra-mapa" que nos recuerda lo transitorio de nuestra experiencia terrenal y lo inevitable de nuestra muerte.

Si obviamos la aparente ingenuidad del contenido, es curioso comprobar que esta forma de superponer capas de información sobre el espacio -sobre su imagen, en este caso- recuerda al funcionamiento de las actuales aplicaciones de realidad aumentada y al modo en que éstas yuxtaponen los diferentes componentes que definen y amplían el entorno físico que percibimos.

Es posible, además, establecer un paralelismo con el ámbito de la visualización de datos, muy especialmente con su capacidad para evidenciar estructuras subyacentes a los espacios que habitamos.

Más allá del aspecto religioso, por tanto, lo importante de obras como el mapa de Hereford es el hecho de que constituyen una exhaustiva panorámica de la realidad de su época, entendiendo por realidad no la mera reproducción técnica del espacio físico, sino la suma de estructuras, creencias, valores y lenguajes que definen una determinada cultura.

Un mapa de estas características nos permite tener una idea muy clara de cómo entendía, veía y leía el mundo que lo rodeaba un hombre del siglo XIII. Un hombre cristiano, claro, porque paradójicamente, por aquel entonces el mundo islámico había vivido su particular Renacimiento y contaba con un repertorio cartográfico extraordinariamente preciso y, por continuar el paralelismo, científico.

Resulta interesante comparar los modos de representación y narración pre-Guttenberg con los digitales y comprobar que, todavía hoy, estos últimos pueden aprender algunas cosas de aquéllos. Sobre todo si consideramos que, con frecuencia, las incursiones artísticas en el territorio de la realidad aumentada y la visualización de datos naufragan en la rigidez de los contenidos cuantitativos, a diferencia de la rudimentaria imaginería medieval, que se permitía lidiar con valores netamente cualitativos.

Tras un siglo XX que comenzó cuestionando desde la ciencia y el arte la representación unívoca del espacio para terminar reivindicando una concepción más amplia, permeable y cambiante (líquida) del mismo, no parece que claudicar ante la (teórica) asepsia de la estadística sea una opción válida. Vuelvo, una vez más, a Manovich, y a uno de los retos que plantea de manera recurrente en su obra: cómo representar la experiencia personal y subjetiva de una persona que vive en una sociedad de datos.

El mapamundi de Google es absolutamente espectacular, pero dice mucho menos de nuestro mundo de lo que, en su momento, el de Hereford decía del suyo. Y esto es así porque cada uno de ellos responde a un propósito diferente: el primero es una herramienta de concepción analítica; el segundo es una representación de carácter simbólico que, además, no muestra el mundo como es sino como debería ser.

Hoy, Google Maps es una de las muchas herramientas que permiten a los creadores aproximarse a una realidad extremadamente compleja, a un espacio que no puede ser explicado únicamente en función de infraestructuras de comunicación, flujos de información, estructuras arquitectónicas y descripciones topográficas; un espacio que no es comprensible sin la cultura popular, el patrimonio inmaterial, el paisaje sonoro o la forma concreta en que lo vivimos, elementos todos ellos tan necesarios como imposibles de cuantificar.

Si la ciudad se ha convertido en un proceso, como en su día señaló Castells, debemos buscar modos de representar la experiencia subjetiva de ese proceso, es decir, de expresar cómo percibimos el espacio que habitamos. Y la respuesta a esta pregunta sólo puede dar lugar a un nuevo imaginario cartográfico, más cercano, creo, a la realidad simbólica e híbrida descrita en los mapas medievales que a la persecución de un espacio racional y objetivo ajeno a toda experiencia.

Representación, por tanto, pero no como mera mímesis o abstracción, ni con pretensiones universalizantes, sino desdea través de y más allá de los datos, recuperando el valor de lo subjetivo y lo particular en la permanente tarea colectiva de construcción del espacio.

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