Pongámonos en antecedentes: el texto en cuestión analiza la reacción del museo ante los medios digitales, las redes distribuidas y la web 2.0, es decir, ante una nueva concepción del espacio público. Tomando como referencia steve, un proyecto museístico de social tagging, Otero aborda cuestiones de gran interés para entender los retos que afrontan las instituciones culturales en la actualidad. Una de ellas es la postura de los profesionales del sector ante los mencionados cambios: ¿qué piensan críticos y comisarios de algunos de los centros más importantes del mundo acerca de la apertura del museo a la participación ciudadana?
Hay opiniones muy diferentes, pero sorprende la abundancia de joyas como las que a continuación traduzco:
"El público es secundario (…) Nuestra responsabilidad principal es para con las obras de arte. Somos responsables de su protección, del conocimiento. Después está el tema de devolverlas al público. El público es el beneficiario último de nuestro principal cometido". Phillipe de Montebello, director del MET.
"El público debería ser lo suficientemente sofisticado como para entender la terminología [...] Es un modo de educar al público y de hacer subir el nivel general de sofisticación de la sociedad a un estadio mayor [...] Internet no me sirve. Lo que me sirve es ir a los museos, ver las obras". Magdalena Dabrowski, del Departamento de arte del siglo XIX, Moderno y Contemporáneo del MET.
"Creo que es importante ver la obra in situ [...] me gustaría que la gente taggease [las obras] una vez que las hayan visto [en persona]". Emma Fernández, especialista de Educación e Interpretación del Instituto de Arte Contemporáneo de Boston, justificando la decisión de que la herramienta de taggeo solo pueda ser utilizada desde la mediateca del centro y no desde la web del mismo.
"No se trata de llegar a todo el mundo, a todos los niveles de experiencia [...] Nosotros [comisarios] sabemos algo sobre esta obra, ¡y queremos contártelo! Y no nos importa realmente si tú [usuario] ves un gato [que no aparece en la imagen]" Lisa M. Messinger, Comisaria Adjunta del Departamento de arte del siglo XIX, Moderno y Contemporáneo del MET.
"¿El proyecto en el que el público dice lo que ve en la imagen? Creo que es ridículo." [Ana ha omitido el nombre del autor de este comentario].
"No estoy en contra [de Internet]. Es solo que no me interesa, lo que me preocupa es que la gente pasa demasiadas horas delante [del ordenador]" Carmen Giménez. Comisaria de arte del siglo XX del Solomon R. Guggenheim.
Hay que matizar un par de cosas: se trata de afirmaciones recogidas entre los años 2000 y 2007, y varios compañeros de los entrevistados aportan perspectivas totalmente diferentes a las expuestas (de lo contrario sería para cortarse directamente las venas...). Sin embargo, lo peor es que a lo largo de todo el texto se deja entrever un miedo común a muchos profesionales vinculados directa o indirectamente al ámbito museístico: temen que una amplia participación pública socave su autoridad como "especialistas" y la del propio museo como "templo" del saber.
Ante esta idea caben ciertas reflexiones:
1. El museo continúa considerándose a sí mismo garante de la cultura y única voz legítima en materia artística. En esta misma línea, muchos comisarios y artistas creen ser los únicos capaces de reflexionar en torno a la producción estética. ¿Pero en qué basan esta supuesta autoridad? No la defienden desde el discurso o el debate crítico, sino desde la sanción oficial, en virtud de su propia condición de agentes culturales. Volvemos al viejo dogma: "arte es lo que se exhibe en los museos", y su variante, "especialistas en arte son los que trabajan en los museos". La meritocracia y el valor de las argumentaciones quedan en un segundo plano, lo principal es pertenecer a un restringido lobby. Se llama potestas, no auctoritas. No es casual que la mayoría de quienes defienden esta dinámica no hayan aportado absolutamente nada a la teoría del arte: son meros burócratas de la cultura.
2. Existe una fractura evidente entre el museo y el "mundo real". Magdalena Dabrowski quiere que la gente vaya a los museos. Yo le preguntaría: ¿para qué? Viendo el desprecio con que juzga al público "profano", no creo que espere que aprendan algo por el mero contacto con la institución... ¿O sí? En cierto modo, persiste una visión religiosa del hecho artístico, del "encuentro" con la Obra de Arte, a la que algunos atribuyen cualidades universalmente aprehensibles. Parece como si franquear el umbral del museo supusiese entrar en contacto directo con la verdad absoluta del hecho estético y asimilar espontáneamente el saber humano. Absurdo.
3. Es preocupante la confusión en torno al significado de la participación ciudadana y de los procesos de trabajo abiertos. Muchos de los profesionales del museo plantean el concurso del público en términos excesivamente simples, dando por hecho que derivará en una retahíla de incongruencias y preguntándose cómo dejarán claro cuál es su voz en medio de la algarabía. Es lo que ocurre cuando tu autoridad se fundamenta en tu posición, claro.
La gente quiere tener acceso al críptico mundo del arte. Quiere saber en qué consiste la creación artística y por qué esto o aquello tiene cabida entre las cuatro paredes del museo. ¿Es un deseo tan extraño? Hay quien cuestiona la falta de formación del gran público, pero me parece la mejor razón para justificar la apertura de las instituciones culturales, que deberían enfrentar la mercantilización y banalización de la producción estética en lugar de atrincherarse en su endogamia. Su deber es proporcionar herramientas para el análisis crítico y la reflexión, no regodearse en su ensimismamiento.
"Es que la gente no entiende", he escuchado decir en multitud de ocasiones. No, no entiende, y va a seguir sin entender que muchos comisarios crean que la crítica artística es un género literario, que montar una exposición consiste en llamar a cuatro amigos y tomar unas cervezas o que se pueden ensartar tópicos y frases sin sentido con tal de citar a Adorno o a Heidegger entre perla y perla. Este tipo de actitudes son una de las causas del descrédito del museo y de la incomprensión del público. Si tienes un proyecto sólido no veo por qué razón deberías temer opiniones adversas o comentarios formulados desde el desconocimiento; algo sumamente incómodo, sin embargo, cuando ni siquiera tú eres capaz de explicar la muestra que has comisariado. En ese caso, siempre queda la retórica... en el sentido peyorativo de la palabra, claro.
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