Un hipnótico "experimento" de Renaud Hallée en torno a la animación de una composición sonora... O cómo producir una estructura audiovisual compleja mediante la repetición de un número muy reducido de elementos y patrones básicos.
Sonar, de Renaud Hallée, en Vimeo.
viernes, 29 de abril de 2011
jueves, 28 de abril de 2011
Fernando Fernán Gómez
Muchos le recuerdan por sus salidas de tono, pero Fernando Fernán Gómez es uno de los personajes más singulares de la historia del cine español.
Hoy habría cumplido noventa años, y aunque no tengo especial interés por las efemérides, me parece un buen pretexto para enlazar un par de entrevistas que realizó poco tiempo antes de fallecer. La primera se centra en una película mítica, El espíritu de la colmena; la segunda, que habla de lo humano y lo divino, queda retratada en una amarga "lección".
Hoy habría cumplido noventa años, y aunque no tengo especial interés por las efemérides, me parece un buen pretexto para enlazar un par de entrevistas que realizó poco tiempo antes de fallecer. La primera se centra en una película mítica, El espíritu de la colmena; la segunda, que habla de lo humano y lo divino, queda retratada en una amarga "lección".
martes, 26 de abril de 2011
Cartografía aumentada
Nuestra concepción del espacio ha sufrido una transformación tan profunda durante las últimas décadas que su representación se ha convertido en un importante reto. Una empresa complicada, porque nuestra manera de interpretar el espacio está codificada de forma muy específica desde hace más de cinco siglos; concretamente desde el Renacimiento, o lo que es igual, desde la aparición de la perspectiva geométrica y la ordenación racional del espacio, claramente deudora de la retícula ptolemaica.
Lo que ocurrió entonces fue que el espacio dejó de ser entendido en función de su percepción subjetiva y simbólica, materializada en una cambiante perspectiva jerárquica, para convertirse en una realidad objetiva y aprehensible que podía ser expresada con precisión a través de la matemática. La importancia de este hallazgo fue incalculable, sobre todo si comulgamos con Bourdieu cuando afirma que "las estructuras espaciales estructuran no sólo la representación del mundo del grupo sino el grupo como tal, que se ordena a sí mismo a partir de esta representación"; es decir, si asumimos que nuestra forma de comprender el espacio define nuestras relaciones sociales y determina nuestra experiencia personal y colectiva.
Sin embargo, este avance mayúsculo liquidó una manera muy especial de entender la cartografía, un modo más lírico que riguroso de representar el espacio: el mapa medieval.
Los mapas medievales carecían de base científica, pero tenían la virtud de ofrecer una descripción muy precisa del mundo tal y como era concebido en la época, al conciliar en un único espacio de representación componentes geográficos, históricos, religiosos y míticos. En ellos, cuestiones como la orientación y la escala no respondían a valores universales, sino a la importancia relativa de las diferentes ubicaciones del mapa en virtud de parámetros culturales, fundamentalmente religiosos.
Uno de los mejores ejemplos de este concepto es el Hereford Mappa Mundi, joya del arte medieval conservada en la Catedral de Hereford (Inglaterra) a la que la BBC dedicó una de las entregas de su fantástico The Beauty of Maps.
El mapa de Hereford está orientado hacia el Este (Jardín del Edén), con Jerusalén como centro. Es una representación espacial en la que se pueden reconocer los principales accidentes geográficos, territorios y ciudades, pero es también un complejo universo narrativo que recoge muchas de las criaturas del extenso bestiario medieval, hechos históricos y bíblicos de relevancia e incluso una amplia sección "extra-mapa" que nos recuerda lo transitorio de nuestra experiencia terrenal y lo inevitable de nuestra muerte.
Si obviamos la aparente ingenuidad del contenido, es curioso comprobar que esta forma de superponer capas de información sobre el espacio -sobre su imagen, en este caso- recuerda al funcionamiento de las actuales aplicaciones de realidad aumentada y al modo en que éstas yuxtaponen los diferentes componentes que definen y amplían el entorno físico que percibimos.
Es posible, además, establecer un paralelismo con el ámbito de la visualización de datos, muy especialmente con su capacidad para evidenciar estructuras subyacentes a los espacios que habitamos.
Más allá del aspecto religioso, por tanto, lo importante de obras como el mapa de Hereford es el hecho de que constituyen una exhaustiva panorámica de la realidad de su época, entendiendo por realidad no la mera reproducción técnica del espacio físico, sino la suma de estructuras, creencias, valores y lenguajes que definen una determinada cultura.
Un mapa de estas características nos permite tener una idea muy clara de cómo entendía, veía y leía el mundo que lo rodeaba un hombre del siglo XIII. Un hombre cristiano, claro, porque paradójicamente, por aquel entonces el mundo islámico había vivido su particular Renacimiento y contaba con un repertorio cartográfico extraordinariamente preciso y, por continuar el paralelismo, científico.
Resulta interesante comparar los modos de representación y narración pre-Guttenberg con los digitales y comprobar que, todavía hoy, estos últimos pueden aprender algunas cosas de aquéllos. Sobre todo si consideramos que, con frecuencia, las incursiones artísticas en el territorio de la realidad aumentada y la visualización de datos naufragan en la rigidez de los contenidos cuantitativos, a diferencia de la rudimentaria imaginería medieval, que se permitía lidiar con valores netamente cualitativos.
Tras un siglo XX que comenzó cuestionando desde la ciencia y el arte la representación unívoca del espacio para terminar reivindicando una concepción más amplia, permeable y cambiante (líquida) del mismo, no parece que claudicar ante la (teórica) asepsia de la estadística sea una opción válida. Vuelvo, una vez más, a Manovich, y a uno de los retos que plantea de manera recurrente en su obra: cómo representar la experiencia personal y subjetiva de una persona que vive en una sociedad de datos.
El mapamundi de Google es absolutamente espectacular, pero dice mucho menos de nuestro mundo de lo que, en su momento, el de Hereford decía del suyo. Y esto es así porque cada uno de ellos responde a un propósito diferente: el primero es una herramienta de concepción analítica; el segundo es una representación de carácter simbólico que, además, no muestra el mundo como es sino como debería ser.
Hoy, Google Maps es una de las muchas herramientas que permiten a los creadores aproximarse a una realidad extremadamente compleja, a un espacio que no puede ser explicado únicamente en función de infraestructuras de comunicación, flujos de información, estructuras arquitectónicas y descripciones topográficas; un espacio que no es comprensible sin la cultura popular, el patrimonio inmaterial, el paisaje sonoro o la forma concreta en que lo vivimos, elementos todos ellos tan necesarios como imposibles de cuantificar.
Si la ciudad se ha convertido en un proceso, como en su día señaló Castells, debemos buscar modos de representar la experiencia subjetiva de ese proceso, es decir, de expresar cómo percibimos el espacio que habitamos. Y la respuesta a esta pregunta sólo puede dar lugar a un nuevo imaginario cartográfico, más cercano, creo, a la realidad simbólica e híbrida descrita en los mapas medievales que a la persecución de un espacio racional y objetivo ajeno a toda experiencia.
Representación, por tanto, pero no como mera mímesis o abstracción, ni con pretensiones universalizantes, sino desde, a través de y más allá de los datos, recuperando el valor de lo subjetivo y lo particular en la permanente tarea colectiva de construcción del espacio.
Lo que ocurrió entonces fue que el espacio dejó de ser entendido en función de su percepción subjetiva y simbólica, materializada en una cambiante perspectiva jerárquica, para convertirse en una realidad objetiva y aprehensible que podía ser expresada con precisión a través de la matemática. La importancia de este hallazgo fue incalculable, sobre todo si comulgamos con Bourdieu cuando afirma que "las estructuras espaciales estructuran no sólo la representación del mundo del grupo sino el grupo como tal, que se ordena a sí mismo a partir de esta representación"; es decir, si asumimos que nuestra forma de comprender el espacio define nuestras relaciones sociales y determina nuestra experiencia personal y colectiva.
Sin embargo, este avance mayúsculo liquidó una manera muy especial de entender la cartografía, un modo más lírico que riguroso de representar el espacio: el mapa medieval.
Los mapas medievales carecían de base científica, pero tenían la virtud de ofrecer una descripción muy precisa del mundo tal y como era concebido en la época, al conciliar en un único espacio de representación componentes geográficos, históricos, religiosos y míticos. En ellos, cuestiones como la orientación y la escala no respondían a valores universales, sino a la importancia relativa de las diferentes ubicaciones del mapa en virtud de parámetros culturales, fundamentalmente religiosos.
Uno de los mejores ejemplos de este concepto es el Hereford Mappa Mundi, joya del arte medieval conservada en la Catedral de Hereford (Inglaterra) a la que la BBC dedicó una de las entregas de su fantástico The Beauty of Maps.
El mapa de Hereford está orientado hacia el Este (Jardín del Edén), con Jerusalén como centro. Es una representación espacial en la que se pueden reconocer los principales accidentes geográficos, territorios y ciudades, pero es también un complejo universo narrativo que recoge muchas de las criaturas del extenso bestiario medieval, hechos históricos y bíblicos de relevancia e incluso una amplia sección "extra-mapa" que nos recuerda lo transitorio de nuestra experiencia terrenal y lo inevitable de nuestra muerte.
Si obviamos la aparente ingenuidad del contenido, es curioso comprobar que esta forma de superponer capas de información sobre el espacio -sobre su imagen, en este caso- recuerda al funcionamiento de las actuales aplicaciones de realidad aumentada y al modo en que éstas yuxtaponen los diferentes componentes que definen y amplían el entorno físico que percibimos.
Es posible, además, establecer un paralelismo con el ámbito de la visualización de datos, muy especialmente con su capacidad para evidenciar estructuras subyacentes a los espacios que habitamos.
Más allá del aspecto religioso, por tanto, lo importante de obras como el mapa de Hereford es el hecho de que constituyen una exhaustiva panorámica de la realidad de su época, entendiendo por realidad no la mera reproducción técnica del espacio físico, sino la suma de estructuras, creencias, valores y lenguajes que definen una determinada cultura.
Un mapa de estas características nos permite tener una idea muy clara de cómo entendía, veía y leía el mundo que lo rodeaba un hombre del siglo XIII. Un hombre cristiano, claro, porque paradójicamente, por aquel entonces el mundo islámico había vivido su particular Renacimiento y contaba con un repertorio cartográfico extraordinariamente preciso y, por continuar el paralelismo, científico.
Resulta interesante comparar los modos de representación y narración pre-Guttenberg con los digitales y comprobar que, todavía hoy, estos últimos pueden aprender algunas cosas de aquéllos. Sobre todo si consideramos que, con frecuencia, las incursiones artísticas en el territorio de la realidad aumentada y la visualización de datos naufragan en la rigidez de los contenidos cuantitativos, a diferencia de la rudimentaria imaginería medieval, que se permitía lidiar con valores netamente cualitativos.
Tras un siglo XX que comenzó cuestionando desde la ciencia y el arte la representación unívoca del espacio para terminar reivindicando una concepción más amplia, permeable y cambiante (líquida) del mismo, no parece que claudicar ante la (teórica) asepsia de la estadística sea una opción válida. Vuelvo, una vez más, a Manovich, y a uno de los retos que plantea de manera recurrente en su obra: cómo representar la experiencia personal y subjetiva de una persona que vive en una sociedad de datos.
El mapamundi de Google es absolutamente espectacular, pero dice mucho menos de nuestro mundo de lo que, en su momento, el de Hereford decía del suyo. Y esto es así porque cada uno de ellos responde a un propósito diferente: el primero es una herramienta de concepción analítica; el segundo es una representación de carácter simbólico que, además, no muestra el mundo como es sino como debería ser.
Hoy, Google Maps es una de las muchas herramientas que permiten a los creadores aproximarse a una realidad extremadamente compleja, a un espacio que no puede ser explicado únicamente en función de infraestructuras de comunicación, flujos de información, estructuras arquitectónicas y descripciones topográficas; un espacio que no es comprensible sin la cultura popular, el patrimonio inmaterial, el paisaje sonoro o la forma concreta en que lo vivimos, elementos todos ellos tan necesarios como imposibles de cuantificar.
Si la ciudad se ha convertido en un proceso, como en su día señaló Castells, debemos buscar modos de representar la experiencia subjetiva de ese proceso, es decir, de expresar cómo percibimos el espacio que habitamos. Y la respuesta a esta pregunta sólo puede dar lugar a un nuevo imaginario cartográfico, más cercano, creo, a la realidad simbólica e híbrida descrita en los mapas medievales que a la persecución de un espacio racional y objetivo ajeno a toda experiencia.
Representación, por tanto, pero no como mera mímesis o abstracción, ni con pretensiones universalizantes, sino desde, a través de y más allá de los datos, recuperando el valor de lo subjetivo y lo particular en la permanente tarea colectiva de construcción del espacio.
Etiquetas:
cartografía,
Edad Media,
estética,
mapas medievales,
Renacimiento
miércoles, 20 de abril de 2011
Estéticas digitales. Nicolas Maigret
Nicolas Maigret lleva una década experimentando con "las posibilidades de las tecnologías contemporáneas para auto-generar formas estéticas". Sus trabajos se mueven en ese recurrente espacio en que convergen arte, ciencia y tecnología, funcionando a modo de investigaciones sobre los diferentes lenguajes digitales.
Maigret concibe gran parte de sus vídeos desde la visualización y la sonorización de datos, combinando las secuencias resultantes de ambos procesos para enfatizar la tensión que se genera al interpretar una determinada estructura mediante diferentes códigos.
Muchas de sus obras reproducen la acción de una aplicación de software sobre un conjunto muy específico de instrucciones o datos. Un contenido, generalmente autorreferencial, que le permite construir atractivos universos metadigitales.
Un nuevo escenario para un juego antiguo. El propio Maigret reconoce la vanguardia histórica como punto de partida de sus investigaciones formales, esto es, de su incursión en los límites de los diferentes lenguajes audiovisuales, originalmente concebidos en función de las estructuras narrativas que imponía la representación analógica de la realidad física y en permanente proceso de adaptación al espacio digital.
Desde hace cuatro años, Maigret lleva a cabo esta tarea en compañía de Nicolas Montgermont. Juntos forman Art Of Failure, dúo artístico del que merece la pena mencionar proyectos, como Corpus, que trabajan con la modificación de la percepción óptica a través de la capacidad disruptiva del sonido. Tal vez aquí, en su habilidad para trabajar dando prioridad al componente acústico, más allá de la preeminencia de lo visual en nuestra cultura, radique gran parte del interés de su obra.
Maigret concibe gran parte de sus vídeos desde la visualización y la sonorización de datos, combinando las secuencias resultantes de ambos procesos para enfatizar la tensión que se genera al interpretar una determinada estructura mediante diferentes códigos.
Muchas de sus obras reproducen la acción de una aplicación de software sobre un conjunto muy específico de instrucciones o datos. Un contenido, generalmente autorreferencial, que le permite construir atractivos universos metadigitales.
El modo en que plantea el tratamiento de la información, lejos de responder a un extendido amaneramiento tecnológico, remite a la especificidad del medio en que se produce y a su propio proceso creativo. Paralelamente, la presentación de esta información sólo puede ser entendida a través de una evidente vocación estética, de la voluntad de reflejar los sistemas de transmisión de información digitales en una particular sintaxis poética.
Un nuevo escenario para un juego antiguo. El propio Maigret reconoce la vanguardia histórica como punto de partida de sus investigaciones formales, esto es, de su incursión en los límites de los diferentes lenguajes audiovisuales, originalmente concebidos en función de las estructuras narrativas que imponía la representación analógica de la realidad física y en permanente proceso de adaptación al espacio digital.
Desde hace cuatro años, Maigret lleva a cabo esta tarea en compañía de Nicolas Montgermont. Juntos forman Art Of Failure, dúo artístico del que merece la pena mencionar proyectos, como Corpus, que trabajan con la modificación de la percepción óptica a través de la capacidad disruptiva del sonido. Tal vez aquí, en su habilidad para trabajar dando prioridad al componente acústico, más allá de la preeminencia de lo visual en nuestra cultura, radique gran parte del interés de su obra.
miércoles, 13 de abril de 2011
The Fool on the Hill
Por lo general, en una conversación a propósito de Richard Stallman todos los adjetivos son susceptibles de omisión excepto uno: radical. Son muchos los que lo ven como a un extremista, cuando no como a un perfecto loco... Entre ellos yo, debo decirlo, aunque en mi caso sin connotaciones peyorativas; al contrario: le escucho hablar de la naturaleza demoníaca de los smartphones, cantar la Free Software Song a capela o excomulgar todo software privativo y no puedo evitar pensar en una suerte de Quijote contemporáneo.
Stallman es uno de esos locos que se convierten en imprescindibles cuando, como escribió León Felipe, todo el mundo está monstruosamente cuerdo; cuando los ideales se traspapelan en los despachos y la fe, relegada al misticismo financiero, impone el tedio.
El problema es que, a menudo, las cuestiones técnicas y económicas desvían nuestra atención desde el propósito esencial del software libre hacia aspectos secundarios. Hay que tener en cuenta que la idea de libertad que vertebra el pensamiento de Stallman va mucho más allá de la aplicación práctica de una licencia: su discurso, plenamente ilustrado, remite a la idea de independencia en tanto que libertad de pensamiento y expresión, es decir, en tanto que acceso al conocimiento.
Desde esta perspectiva, el software libre imbrica plenamente lo individual y lo colectivo. Proposición frente a asunción; independencia a través del grupo por oposición a gregariedad; y el conocimiento como eje de un amplio proceso de emancipación, desarollo de la capacidad crítica y construcción de comunidad... Empoderamiento. Somos más libres cuando tenemos la capacidad de definir y cuestionar las condiciones en las que creamos y nos comunicamos, o lo que es igual, cuando podemos construir nuestro lenguaje. Nada nuevo, pues, desde la célebre exhortación kantiana: atrévete a saber.
Definitivamente, nos sobra seriedad y nos falta entusiasmo. Nos hacen falta más, muchos más locos como Stallman.
Stallman es uno de esos locos que se convierten en imprescindibles cuando, como escribió León Felipe, todo el mundo está monstruosamente cuerdo; cuando los ideales se traspapelan en los despachos y la fe, relegada al misticismo financiero, impone el tedio.
El problema es que, a menudo, las cuestiones técnicas y económicas desvían nuestra atención desde el propósito esencial del software libre hacia aspectos secundarios. Hay que tener en cuenta que la idea de libertad que vertebra el pensamiento de Stallman va mucho más allá de la aplicación práctica de una licencia: su discurso, plenamente ilustrado, remite a la idea de independencia en tanto que libertad de pensamiento y expresión, es decir, en tanto que acceso al conocimiento.
Desde esta perspectiva, el software libre imbrica plenamente lo individual y lo colectivo. Proposición frente a asunción; independencia a través del grupo por oposición a gregariedad; y el conocimiento como eje de un amplio proceso de emancipación, desarollo de la capacidad crítica y construcción de comunidad... Empoderamiento. Somos más libres cuando tenemos la capacidad de definir y cuestionar las condiciones en las que creamos y nos comunicamos, o lo que es igual, cuando podemos construir nuestro lenguaje. Nada nuevo, pues, desde la célebre exhortación kantiana: atrévete a saber.
Definitivamente, nos sobra seriedad y nos falta entusiasmo. Nos hacen falta más, muchos más locos como Stallman.
martes, 5 de abril de 2011
Arte como programación
Internet, redes sociales, realidad aumentada, copyleft, publicidad interactiva, crowdfunding... Nuestro mundo parece girar alrededor de una única pregunta: cómo producir, distribuir y rentabilizar la información.
A menudo nuestra obsesión con este concepto es tal que olvidamos que la información ha sido la piedra angular de cualquier estructura socieconómica desde el principio de los tiempos. Conviene recordar que toda forma de control, como toda forma de libertad, ha sido siempre y por definición control o libertad de información.
Sin embargo, si singularizamos nuestra realidad con términos como capitalismo cognitivo o sociedad de la información es porque algo ha cambiado. Habitamos un escenario que exige nuevas herramientas e incluso nuevos patrones cognitivos para gestionar la sobreabundancia informativa. No es casual la proliferación de importantes vías de investigación en torno a la visualización y el análisis de datos, tareas imprescindibles para generar comunicación, transmisión efectiva de conocimiento.
En muchas disciplinas las preguntas esenciales se han reducido a dos: qué podemos hacer con la información y cómo podemos hacerlo. Paradójicamente, donde esto apenas ha ocurrido es en un espacio, el de la práctica artística, idóneo para reflexionar a propósito de este tipo de interrogantes.
Sin embargo, si singularizamos nuestra realidad con términos como capitalismo cognitivo o sociedad de la información es porque algo ha cambiado. Habitamos un escenario que exige nuevas herramientas e incluso nuevos patrones cognitivos para gestionar la sobreabundancia informativa. No es casual la proliferación de importantes vías de investigación en torno a la visualización y el análisis de datos, tareas imprescindibles para generar comunicación, transmisión efectiva de conocimiento.
En muchas disciplinas las preguntas esenciales se han reducido a dos: qué podemos hacer con la información y cómo podemos hacerlo. Paradójicamente, donde esto apenas ha ocurrido es en un espacio, el de la práctica artística, idóneo para reflexionar a propósito de este tipo de interrogantes.
En cierto modo, la historia del arte es la historia de la manipulación de contenidos culturales altamente codificados, es decir, de información condensada. Toda obra de arte remite a una tradición precedente y a un imaginario colectivo muy específico: las mismas catedrales que, a nuestros ojos, encierran misterios sólo comprensibles por los especialistas en iconografía, fueron, tiempo atrás, libros abiertos para la práctica totalidad de los fieles, en su mayoría analfabetos.
La riqueza semántica de la imagen no es algo que el paso del tiempo haya sepultado, como algunos creen. Muy al contrario, la tendencia a la hipercodificación en la producción artística, lejos de remitir, se acentuó a lo largo del siglo XX, en paralelo a la (parcial) emancipación del arte respecto al poder político o religioso, en lo que supuso su consagración como metalenguaje. La producción estética se encaminó hacia una lógica de autocuestionamiento, hacia una autorreferencialidad que experimentaba con la propia concepción de lo artístico, poniendo en tela de juicio no sólo los modos de representación tradicionales sino el sistema que define las condiciones de producción y recepción de la experiencia estética, es decir, la institución-arte.
Sin embargo, esta línea de trabajo se limitó con frecuencia al territorio de lo simbólico, a menudo a causa de limitaciones técnicas que impedían una (deseable) actuación efectiva sobre los mecanismos de difusión de los contenidos artísticos. Hay que pensar también que esta vía de experimentación y ruptura fue paulatinamente fagocitada por el propio sistema contra el que había sido originalmente planteada. Es fácil entender la dificultad de la escena artística (en su formulación convencional) para lidiar con cuestiones como la imagen digital, la disolución de la dualidad original/copia, la pérdida de importancia del soporte material y, muy especialmente, la imposibilidad de acotar y determinar con precisión la forma final de una determinada obra.
En un contexto de mutabilidad permanente, de presente perpetuo, cierta formulación de lo artístico permanece aferrada a la voluntad de monumentalizar, de fijar en el tiempo, de extraer lo trascendente de lo efímero, de trabajar a través de la posteridad... Todo ello resulta evidente en cualquier contexto institucional (o lo que es igual, en casi cualquier contexto mediáticamente visible).
La pintura y la escultura, por ejemplo, han sufrido transformaciones profundas durante las últimas décadas sin conseguir desembarazarse de la lógica del objeto, definida en relación con el binomio posesión/exhibición, en detrimento de ese otro, cada vez más necesario, de acceso/distribución. Creo que el nuevo escenario cultural requiere un modelo diferente para la producción estética, más cercano a la arquitectura, entendida como vertebración del espacio, como programación, como producción de interfaz, de medio, de esfera pública...
Y en buena lógica, los que mejor comprenden esta dimensión arquitectónica del espacio digital no son los arquitectos, sino los programadores. Son ellos quienes están hibridando lo real y lo virtual de la única manera posible, mediante el código... y a pesar de permanecer fuera del campo de visión de la ortodoxia artística.
La suya no es una historia nueva. Profundizando en la fecundidad arquitectónica del siglo XIX podemos desenterrar un precedente: el desprecio de la cultura académica hacia las formas y materiales novedosas en la época. Debemos la arquitectura del hierro más los ingenieros que a los arquitectos; no olvidemos que, antes de convertirse en un icono, el Crystal Palace fue ampliamente ridiculizado.
De igual forma, hoy resulta sencillo encontrar obras categorizadas bajo la atractiva etiqueta de new media art entregadas a un esteticismo banal, a un manierismo tecnológico en el que el lenguaje funciona más como ornamento que como núcleo de la reflexión formal. La institución abraza la aproximación de la plástica al cliché mientras desprecia la aportación de quienes proponen un nuevo lenguaje para un nuevo medio; aunque eso sea exactamente lo que la historia nos ha enseñado: que cada medio impone su lenguaje, su ambición y su obra.
En un interesante texto, La visualización de datos como nueva abstracción y antisublime, Lev Manovich aborda un elemento fundamental en el proceso creativo: la motivación, el porqué de la elección de un determinado modo de representación. Su alusión al trabajo de Libeskind en el Museo Judío de Berlín no puede ser más oportuna: ¿por qué arrojar arbitrariamente sobre el edificio los datos relativos a la localización de los judíos radicados en el barrio del museo antes de la Segunda Guerra Mundial? Es decir, ¿por qué descafeinar las nuevas formas culturales en vez de explorar la tensión que generan en nuestros esquemas expresivos y perceptivos?
El problema no es tanto el contenido como el medio, y el medio ha cambiado. El espacio ya no se concibe tanto en función de nuestra percepción y representación de la "realidad" física como en relación con procesos y flujos de información. Habitamos un espacio-red, un espacio no sólo codificado culturalmente, sino hecho de código; un espacio que el arte ya no puede limitarse a representar, que el arte puede y debe construir (de ahí el reiterado símil arquitectónico) por tres razones: primero, porque es la única forma de superar la incapacidad institucional para gestionar la inmaterialidad de las nuevas expresiones culturales; segundo, para continuar la lógica de autocuestionamiento que ha determinado la evolución artística durante el último siglo, desde Duchamp hasta Beuys, los situacionistas o el conceptualismo; y tercero, para hacer posible la producción simbólica fuera -o, cuando menos, en el límite- de la lógica espectacular de lo mercantil.
Para comprender cómo conciliar estos propósitos, me gustaría tomar al pie de la letra una afirmación de Matt Mullenweg: code is poetry. El código como poesía, como lenguaje que articula un nuevo tipo de arquitectura, ésa que interviene las prácticas materiales desde lo inmaterial, disolviendo las barreras entre los espacios físico y virtual. Una idea que refrendan proyectos tan elocuentes como GNU/Linux, paradigma de obra colectiva que ha sabido generar una cultura y un espacio propios, una genuina comunidad de productores de medios, en función de condiciones muy particulares de creación, distribución y modulación de contenidos y estructuras.
El arte no reproduce, hace lo visible, escribió Klee en 1920. Qué mejor época que la nuestra para operar sobre el código fuente que sustenta el espacio social, tanto en sentido literal (a través del software) como en sentido figurado (mediante la cultura).
Suscribirse a:
Entradas (Atom)