En 1957, Duchamp introduce un concepto especialmente significativo para la teoría del arte reciente: el coeficiente artístico, la diferencia entre lo que el artista quiere expresar y lo que efectivamente expresa, consciente o inconscientemente. De acuerdo con esta idea, presenta al artista como una suerte de médium, atribuyendo al espectador la facultad de completar el acto creativo mediante la interpretación de lo observado.
No se trata de un descubrimiento, sino de la relectura de los orígenes del acto creativo, en sentido amplio, es decir, de la representación, de un proceso ilusorio cuya concreción última depende del receptor. La lectura como proceso alucinatorio, en palabras de Benjamin; la pintura como entidad cambiante en función del estado de ánimo del observador, según Picasso.
El funcionamiento de este mecanismo depende de dos premisas: voluntad y juicio crítico. Es necesario que el espectador asuma la naturaleza de la ficción y desee participar de ella; pero también que disponga de la capacidad de enfrentar críticamente lo contemplado, para lo cual es imprescindible, más allá de la disposición, el conocimiento del código mediante el que y en que se inscribe la obra.
En su intervención en la Convention of the American Federation of Arts, Duchamp deja entrever un proceso de interpretación colectivo y abierto al afirmar que, en la esfera del arte, "la posteridad da el veredicto final". Pero la posteridad es una entelequia en un tiempo, el nuestro, abocado a un presente perpetuo. Un tiempo en que el arte se ha democratizado, integrándose plenamente en el proceso de producción y consumo de mercancías; redefiniendo la institución-arte como teórico contrapoder capaz de trascender el valor mercantil del hecho estético.
Este gran desplazamiento explica otro, mucho más sutil pero igualmente importante: la sustitución del proceso ilusorio que permite al espectador completar la obra de arte por otro, de la misma índole, a través del cual da por bueno un discurso institucional interesado y partidista; la conversión de su complicidad activa en complicidad pasiva, una vez reemplazado su sentido crítico por una buena dosis de ingenuidad.
En virtud de esta ecuación, la visita al museo se convierte en un acto de fe. Y el objeto de esta fe no es ya la ficción que la obra genera, sino su contexto, el museo como instancia legitimadora. No interpretamos una obra en relación con otras, sino un discurso institucional en relación con otros. Damos por válidas las falacias en que se sustenta la autoridad de la institución, un conjunto de criterios de "profesionalidad", "rigor" y "transparencia" que se suponen garantes del valor e interés de todo lo que ésta auspicia. Al amparo de estas categorías, paradójicamente, cualquier arbitrariedad, moda o trato de favor se presenta como plenamente justificado.
El sistema se construye en torno a una ficción comúnmente asumida como cierta, y esto explica la facilidad con que las grandes instituciones artísticas exhiben proyectos supuestamente críticos para con sus valores. Pensemos en una función de teatro que admite la representación de la crítica pero no la crítica en sí misma, esto es, el cuestionamiento directo de su propia naturaleza teatral.
Cabe hablar entonces de una condición dramatúrgica que no refleja sólo la realidad de lo que conocemos como institución-arte, sino la realidad en su totalidad. O al menos la realidad de lo que hemos dado en llamar capitalismo tardío, de las sociedades occidentales consagradas al dominio de lo espectacular en sentido debordiano. Nada más teatral que su principio de cohesión: sus estructuras (pseudo)democráticas, despojadas de su condición de medios para convertirse en fines, en la escenificación de la pluralidad, el debate o el conflicto ideológico; la disensión domesticada, teatralizada, formulada con arreglo a su propia retórica y planteada dentro de sus estrechos márgenes.
"Democracia" y "arte", términos absolutamente prostituidos, posesiones que legitiman el despotismo en razón de una ficción institucionalizada. No es de extrañar que se hable con frecuencia de la estetización de la política. Como ciudadanos ya no interpretamos un discurso en función de su significado, sino en relación con su posicionamiento dentro de las dicotomías que el propio sistema promueve: partidos progresistas vs. partidos conservadores / gobierno vs. oposición... Se abandona la argumentación y se impone la imagen... una imagen: la negación como símbolo, la refutación irracional y baldía de todo aquello que propone el otro. Se apela a la identificación con unos ideales que no son tales, dejando de lado la cuestión de fondo, el sustento de la ficción, la primacía del capital por encima de la (siempre teórica) soberanía popular. Es la imposición efectiva del doblepensar orwelliano: "sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente".
Algo sencillo cuando la política se reduce a este acto de negación, cuando su ficción, como en el caso del arte, no exige más que la anulación de la capacidad crítica, la ingenuidad del ciudadano reducido a la condición de espectador en una terrible equivalencia.
En el fondo, es suficiente con enriquecer y ornamentar la trama: promulgar ciertas leyes populistas e inanes, desmantelar redes de corrupción pronto olvidadas... Refrendar, en cierto modo, la "buena salud" de las instituciones democráticas hasta ocultar su indisimulada podredumbre, su completa edificación sobre el engaño.
Sorprende que, entre tanta sobredosis de hipocresía, algunos tilden de ingenua la propuesta de #nolesvotes, una iniciativa popular contra la corrupción institucionalizada. No puedo evitar preguntarme quién es más ingenuo, ¿el que cree que este tipo de proyectos puede cambiar algo o el que deposita su esperanza en nuestra singular ciénaga partitocrática? Con mayor o menor acierto, #nolesvotes pone sobre la mesa, al menos, indignación, debate y transparencia.
Pretender desvelar la tramoya es, tal vez y como muchos apuntan, un sueño de locos; pero resignarse a ser actor o público de este esperpento es enterrarse en vida. Urge, más que nunca, llevar a cabo una lectura política de la estética... pero también una lectura estética de la política.
lunes, 28 de febrero de 2011
viernes, 25 de febrero de 2011
viernes, 18 de febrero de 2011
La creación artística como acto de resistencia
Aunque suene a frase de (mal) catálogo, debo decir que Daniel García Andújar es una referencia en el panorama artístico nacional, más concretamente en el ámbito del net art y, en general, en todo lo que concierne a la reflexión teórica y práctica sobre la transformación de las estructuras y procesos de creación y comunicación en el escenario digital. Lo cierto es que merece la pena escucharle o leer algo más acerca de sus proyectos; tarea sencilla, por otro lado, considerando su destacada presencia en la red.
Hace apenas unos días, El País publicó un breve artículo en el que García Andújar resaltaba la precaria situación de los artistas españoles, condenados, a su juicio, a malvivir en las antípodas del boato que caracteriza a los eventos y centros mediáticos que tan bien definen nuestra política cultural. Ilustro:
Hace apenas unos días, El País publicó un breve artículo en el que García Andújar resaltaba la precaria situación de los artistas españoles, condenados, a su juicio, a malvivir en las antípodas del boato que caracteriza a los eventos y centros mediáticos que tan bien definen nuestra política cultural. Ilustro:
El centro del tsunami liberal se centró en políticas de visibilidad, en el fomento de grandes eventos e infraestructuras espectaculares. Ahora, en tiempos de crisis severa, la cultura se ha convertido en un bien prescindible, asumiendo como obvio que si hay que sanear, será en la cultura, en la ciencia o en la educación. [...] Los reducidos ingresos que proporciona la actividad artística obligan a muchos artistas a combinar esta profesión con otras actividades que generen recursos extra, recursos empleados para subsistir y financiar nuevos proyectos.
[...] En todos y cada uno de esos casos los artistas somos los que peor lo pasamos. La maquinaria nos arrastra a un estadio de pobreza, inestabilidad y fragilidad que acabará eclipsando las posibilidades de todo el sector.
Los políticos y gestores deben asumir un compromiso serio para paliar esta situación. Se debe asumir el código de buenas prácticas propuesto por la comunidad de artistas [...] La cultura en general y el arte en particular no son un lujo, son una prioridad indispensable. El arte lo hacen los artistas.
El texto, pese a gozar de cierta difusión, no hizo ni la décima parte de ruido que los panfletos pro-leysinde de ciertos personajes de la farándula que se autoproclaman artistas. Una lástima, teniendo en cuenta que pone sobre la mesa cuestiones interesantes sobre las que vale la pena reflexionar.
La primera de esas cuestiones es la que abre el artículo. Remite a un estudio de la Associació d'Artistes Visuals de Catalunya que asegura que, en 2006, "el 53,7% [de los artistas profesionales] no llegaba a los 6.000 euros [en concepto de ingresos por su actividad artística]", mientras que "el 42,4% apenas superaba los 3.000 euros anuales". García Andújar llama la atención sobre el hecho de que "el umbral de pobreza en España está en los 6.278,7 euros al año", antes de concluir que "en la época de mayor bonanza económica de este país", los artistas eran "un colectivo de pobres".
Antes de abordar esta afirmación, asumamos que el dato en cuestión refleja fielmente la realidad (algo poco probable en un sector tan intrincado y difícil de regular). Asumámoslo, digo, y hagamos una segunda lectura de la estadística a través de una sencilla pregunta: ¿cuánto ingresan en razón del ejercicio de su actividad profesional los historiadores del arte o los filósofos? No pretendo justificar la circunstancia; me limito a contextualizar la afirmación: la precariedad no es patrimonio de los artistas, que, con frecuencia -tal y como ocurre en otras profesiones-, no viven de lo suyo.
En mi opinión hay una contradicción recurrente en ciertas posturas acerca del trabajo artístico. Creo que es una prolongación de lo que en su momento tildé de "complejos" del sector: los artistas, como las galerías, aspiran equiparar el reconocimiento de su trabajo al de cualquier otro segmento profesional; luchan contra la supuesta convicción de que la producción intelectual no debe ser remunerada. Una ambición muy lícita, al menos mientras no entra en conflicto con otra extendida demanda: el arte es cultura y su industria debe beneficiarse de ayudas, subvenciones y políticas económicas permisivas. Esto implica, en otras palabras, pretender entrar en el juego de la oferta y la demanda... a medias y según conveniencia. Porque si el Estado debe garantizar una remuneración "digna" para los artistas, ¿ha de hacerlo también con los filólogos, historiadores, filósofos y antropólogos? Más aun, ¿quién decidirá qué artistas deben ser auspiciados desde los poderes públicos y cuáles no? Y sobre todo, ¿qué acreditará tu condición de artista? ¿un colegio profesional? ¿un carné de afiliado a un determinado organismo?
Si quieres jugar con las reglas del mercado libre, debes asumir la ley de la oferta y la demanda. Tienes derecho a pedir dinero por tu trabajo, pero nadie garantiza que lo recibas. ¿Quieres ser un trabajador más o moverte en un marco económico y social singular? La baja retribución percibida por los artistas profesionales se debe en gran medida a la escasa demanda de "productos" artísticos, paradójicamente atenuada por la inversión de administraciones públicas y fundaciones en la adquisición de obra. ¿Que el reparto de esta inversión es manifiestamente injusto? Nadie lo discute. Andújar da en el clavo cuando habla del fomento de "grandes eventos e infraestructuras espectaculares". Se compra y se vende humo en operaciones que tienen mucho de márketing y poco de cultura. El plato roto lo pagan los artistas, no los grandes "gestores culturales", ni esos proyectos faraónicos que sólo sirven para atraer turistas y colocar amigos.
El problema de la profesionalización del sector artístico, no obstante, es su indefinición. Hoy en día, el trabajo que durante siglos estuvo reservado a los artesanos, primero, y a los artistas, después, es realizado con mecánica efectividad por diseñadores gráficos e industriales, publicistas, ingenieros e informáticos... Y me consta que el trabajo de muchos de ellos sí está más que dignamente pagado.
Estamos acostumbrados a ver los cuadros de Canaletto a través de la atmósfera sacra del museo, pero en el siglo XVIII su labor consistía, a grandes rasgos, en contribuir a decorar los salones de la alta burguesía; sus lienzos no eran sino el equivalente -de lujo y de época- a nuestras postales. La función permanece, pero el contexto ha cambiado: la nuestra es una realidad hiperestetizada. Y es por ello que la producción estética ha pasado de estar restringida al quehacer artístico a constituir la esencia de la mercadotecnia y la industria del entretenimiento.
La primera de esas cuestiones es la que abre el artículo. Remite a un estudio de la Associació d'Artistes Visuals de Catalunya que asegura que, en 2006, "el 53,7% [de los artistas profesionales] no llegaba a los 6.000 euros [en concepto de ingresos por su actividad artística]", mientras que "el 42,4% apenas superaba los 3.000 euros anuales". García Andújar llama la atención sobre el hecho de que "el umbral de pobreza en España está en los 6.278,7 euros al año", antes de concluir que "en la época de mayor bonanza económica de este país", los artistas eran "un colectivo de pobres".
Antes de abordar esta afirmación, asumamos que el dato en cuestión refleja fielmente la realidad (algo poco probable en un sector tan intrincado y difícil de regular). Asumámoslo, digo, y hagamos una segunda lectura de la estadística a través de una sencilla pregunta: ¿cuánto ingresan en razón del ejercicio de su actividad profesional los historiadores del arte o los filósofos? No pretendo justificar la circunstancia; me limito a contextualizar la afirmación: la precariedad no es patrimonio de los artistas, que, con frecuencia -tal y como ocurre en otras profesiones-, no viven de lo suyo.
En mi opinión hay una contradicción recurrente en ciertas posturas acerca del trabajo artístico. Creo que es una prolongación de lo que en su momento tildé de "complejos" del sector: los artistas, como las galerías, aspiran equiparar el reconocimiento de su trabajo al de cualquier otro segmento profesional; luchan contra la supuesta convicción de que la producción intelectual no debe ser remunerada. Una ambición muy lícita, al menos mientras no entra en conflicto con otra extendida demanda: el arte es cultura y su industria debe beneficiarse de ayudas, subvenciones y políticas económicas permisivas. Esto implica, en otras palabras, pretender entrar en el juego de la oferta y la demanda... a medias y según conveniencia. Porque si el Estado debe garantizar una remuneración "digna" para los artistas, ¿ha de hacerlo también con los filólogos, historiadores, filósofos y antropólogos? Más aun, ¿quién decidirá qué artistas deben ser auspiciados desde los poderes públicos y cuáles no? Y sobre todo, ¿qué acreditará tu condición de artista? ¿un colegio profesional? ¿un carné de afiliado a un determinado organismo?
Si quieres jugar con las reglas del mercado libre, debes asumir la ley de la oferta y la demanda. Tienes derecho a pedir dinero por tu trabajo, pero nadie garantiza que lo recibas. ¿Quieres ser un trabajador más o moverte en un marco económico y social singular? La baja retribución percibida por los artistas profesionales se debe en gran medida a la escasa demanda de "productos" artísticos, paradójicamente atenuada por la inversión de administraciones públicas y fundaciones en la adquisición de obra. ¿Que el reparto de esta inversión es manifiestamente injusto? Nadie lo discute. Andújar da en el clavo cuando habla del fomento de "grandes eventos e infraestructuras espectaculares". Se compra y se vende humo en operaciones que tienen mucho de márketing y poco de cultura. El plato roto lo pagan los artistas, no los grandes "gestores culturales", ni esos proyectos faraónicos que sólo sirven para atraer turistas y colocar amigos.
El problema de la profesionalización del sector artístico, no obstante, es su indefinición. Hoy en día, el trabajo que durante siglos estuvo reservado a los artesanos, primero, y a los artistas, después, es realizado con mecánica efectividad por diseñadores gráficos e industriales, publicistas, ingenieros e informáticos... Y me consta que el trabajo de muchos de ellos sí está más que dignamente pagado.
Estamos acostumbrados a ver los cuadros de Canaletto a través de la atmósfera sacra del museo, pero en el siglo XVIII su labor consistía, a grandes rasgos, en contribuir a decorar los salones de la alta burguesía; sus lienzos no eran sino el equivalente -de lujo y de época- a nuestras postales. La función permanece, pero el contexto ha cambiado: la nuestra es una realidad hiperestetizada. Y es por ello que la producción estética ha pasado de estar restringida al quehacer artístico a constituir la esencia de la mercadotecnia y la industria del entretenimiento.
Desde esta perspectiva, la voluntad de definir un espacio "propio" para el arte, un territorio acotado que diferencie la producción estética intrínsecamente artística de la que no lo es, se antoja absurdo. De nuevo, si el "mundo del arte" desea configurarse como industria, con todas las de la ley, debe renunciar a esta categorización ficticia, basada en la fe en la infalibilidad e incorruptibilidad de las instituciones artísticas. Escucho "coleccionistas y galerías"; respondo "consumidores y empresas". ¿Dónde está la diferencia?
La pregunta no es, por tanto, cómo conciliar arte y mercado, sino cuál es el papel del arte. En este sentido, hay una idea de Deleuze que me parece absolutamente fundamental: crear es resistir. Y la resistencia no se formula desde, sino contra. Nada más incomprensible, por tanto, que la resistencia subvencionada o mercantilizada que algunos plantean como base de una teórica autonomía del arte. Prefiero, en consecuencia, este otro artículo de Daniel G. Andújar, sin duda más amplio, esclarecedor y ambicioso.
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jueves, 10 de febrero de 2011
Luces y sombras de Google Art Project
Por lo que he podido leer y escuchar en los últimos días, parece que sólo existen dos tipos de reacciones ante el Art Project de Google: entusiasmo o aversión. Unos han tirado de grandilocuencia para hablar de una herramienta de alcance ilimitado; otros, por el contrario, han visto en el proyecto la consagración del museo como inerte "contenedor-de-lo-artístico". Ninguna de estas opiniones es fruto de la casualidad...
Admitámoslo, el primer contacto con Art Project es realmente positivo: su interfaz tiene el sello de Google; la navegación es rápida y sencilla; el listado de museos, incuestionable; la calidad de las reproducciones (y la facilidad con que podemos explorarlas, algo esencial), simplemente increíble. No se pueden discutir sus enormes posibilidades a nivel de docencia e investigación. Por eso me sorprenden algunos comentarios, resultantes, entiendo, de una lectura contemporánea de obras de hace siglos. Me refiero, por ejemplo, a algunas ideas del por otra parte interesante análisis de Pau Waelder, quien critica la "hipérbole de los gigapíxeles" y se pregunta "por qué necesitamos ver los poros de los lienzos de las grandes obras". Hay una razón, y es que hubo un tiempo en que "pincelada", "materia", "línea" y conceptos similares revestían una importancia capital en la concepción pictórica. No se puede entender (ni explicar, ni en ocasiones datar o atribuir) una parte significativa de la pintura desde el Renacimiento hasta nuestros días sin atender a ese zoom extremo que Waelder, parafraseando a Baudrillard, tilda de "obsceno".
En este sentido, muchos profesores y especialistas estarán bendiciendo la aparición de Art Project y la facilidad con que, en lo sucesivo, podrán llegar al aula, abrir su "álbum" y hacer visible, literalmente, la importancia de los matices. Aprovecho para recordar que hay gente que sigue recibiendo clases de Historia del Arte a través de diapositivas, y que hasta hace apenas unas décadas el grueso de la licenciatura correspondiente se impartía a través de fotografías en blanco y negro. Definitivamente, no creo que podamos reprocharle a Google este alarde técnico que, por otro lado, deja en evidencia experimentos previos como Haltadefinizione.
Dicho esto, cierro el capítulo de halagos y me centro en lo escabroso del proyecto:
1. La aplicación de la tecnología Street View a las salas de los museos es un desastre. Todos mis paseos por el MoMA, el Thyssen o la Frick Collection han terminado en el mismo punto: los años 90. Me he reencontrado conmigo mismo intentando traspasar paredes, ofuscándome porque algunas estancias sólo podían ser vistas "desde lejos" y maldiciendo la "calidad" de la reproducción de los lienzos que no han sido sometidos a un titánico proceso de digitalización.
Humo, en suma. Sobre todo considerando que todo el proyecto gira en torno al concepto idealizado de "visita virtual".
2. Hay una cuestión especialmente controvertida en el F.A.Q. de Art Project:
3. Art Project reproduce los vicios de las grandes instituciones museísticas; impone una visión cuantitativa del arte y se entrega incondicionalmente al principio de autoridad. Se trata de un sistema cerrado que anula toda posibilidad de diálogo o reelaboración. Puedes crear tu propio álbum / colección, es cierto, pero la opción sabe a poco y se antoja una versión descafeinada de lo que el sistema podría dar de sí. El hecho de que ni siquiera se haya previsto la posibilidad de comparar directamente dos obras es sintomático. Parece que se ha optado por "simplificar" la experiencia: una obra, un discurso.
Difícil de entender, por otro lado, la excesiva dependencia del soporte textual en un escenario, el digital, que ofrece la posibilidad de establecer amplios contextos e interrelaciones visuales. ¿Por qué plegarse a las limitaciones que imponen el espacio físico y los soportes convencionales? Se podrían plantear lecturas e itinerarios transversales, enlazar e incorporar contenidos externos, articular debates en torno a las obras expuestas y definir, por qué no, múltiples espacios comisariados colectivamente en función de diferentes temáticas y perspectivas.
El problema es seguir apelando obstinadamente a un concepto místico del encuentro-con el arte y a su interpretación unívoca. A la hora de definir una esfera cultural genuinamente pública, creo que es conveniente hablar de plataformas y procesos; de generar y distribuir, por oposición a custodiar y publicitar.
En compteuredit recomiendan mirar hacia modelos como el de Wikimedia Commons. Un proyecto más específico es Smarthistory, que hasta ahora es sólo un esbozo de lo mucho que se puede hacer para promover la producción abierta de contenidos en torno al patrimonio histórico-artístico. Es conveniente señalar, no obstante, la escasa participación en la red de investigadores dedicados al arte pre-contemporáneo (restringida, además, al ámbito académico, mayoritariamente norteamericano). Una breve búsqueda en Quora o en ciertas bibliotecas digitales arroja un balance desolador en este sentido.
Con tanto camino por recorrer, en cualquier caso, (casi) toda aportación es bienvenida.
Admitámoslo, el primer contacto con Art Project es realmente positivo: su interfaz tiene el sello de Google; la navegación es rápida y sencilla; el listado de museos, incuestionable; la calidad de las reproducciones (y la facilidad con que podemos explorarlas, algo esencial), simplemente increíble. No se pueden discutir sus enormes posibilidades a nivel de docencia e investigación. Por eso me sorprenden algunos comentarios, resultantes, entiendo, de una lectura contemporánea de obras de hace siglos. Me refiero, por ejemplo, a algunas ideas del por otra parte interesante análisis de Pau Waelder, quien critica la "hipérbole de los gigapíxeles" y se pregunta "por qué necesitamos ver los poros de los lienzos de las grandes obras". Hay una razón, y es que hubo un tiempo en que "pincelada", "materia", "línea" y conceptos similares revestían una importancia capital en la concepción pictórica. No se puede entender (ni explicar, ni en ocasiones datar o atribuir) una parte significativa de la pintura desde el Renacimiento hasta nuestros días sin atender a ese zoom extremo que Waelder, parafraseando a Baudrillard, tilda de "obsceno".
En este sentido, muchos profesores y especialistas estarán bendiciendo la aparición de Art Project y la facilidad con que, en lo sucesivo, podrán llegar al aula, abrir su "álbum" y hacer visible, literalmente, la importancia de los matices. Aprovecho para recordar que hay gente que sigue recibiendo clases de Historia del Arte a través de diapositivas, y que hasta hace apenas unas décadas el grueso de la licenciatura correspondiente se impartía a través de fotografías en blanco y negro. Definitivamente, no creo que podamos reprocharle a Google este alarde técnico que, por otro lado, deja en evidencia experimentos previos como Haltadefinizione.
Dicho esto, cierro el capítulo de halagos y me centro en lo escabroso del proyecto:
1. La aplicación de la tecnología Street View a las salas de los museos es un desastre. Todos mis paseos por el MoMA, el Thyssen o la Frick Collection han terminado en el mismo punto: los años 90. Me he reencontrado conmigo mismo intentando traspasar paredes, ofuscándome porque algunas estancias sólo podían ser vistas "desde lejos" y maldiciendo la "calidad" de la reproducción de los lienzos que no han sido sometidos a un titánico proceso de digitalización.
Humo, en suma. Sobre todo considerando que todo el proyecto gira en torno al concepto idealizado de "visita virtual".
2. Hay una cuestión especialmente controvertida en el F.A.Q. de Art Project:
Are the images on the Art Project site copyright protected?
The high resolution imagery of artworks featured on the art project site are owned by the museums, and these images may be subject to copyright laws around the world. The Street View imagery is owned by Google. All of the imagery on this site is provided for the sole purpose of enabling you to use and enjoy the benefit of the art project site, in the manner permitted by Google’s Terms of Service.
The normal Google Terms of Service apply to your use of the entire site.Habéis leído bien: Google (con el inestimable apoyo de los museos implicados) ha decidido "blindar" (copyright mediante) el contenido de la web en su totalidad. No puedo concebir nada más absurdo que impedir la libre circulación y utilización de reproducciones de cuadros de hace trescientos años... Bueno, sí, sustituir, en la vista genérica de las diferentes salas, las imágenes protegidas por derechos de autor por manchas... Huelgan comentarios.
3. Art Project reproduce los vicios de las grandes instituciones museísticas; impone una visión cuantitativa del arte y se entrega incondicionalmente al principio de autoridad. Se trata de un sistema cerrado que anula toda posibilidad de diálogo o reelaboración. Puedes crear tu propio álbum / colección, es cierto, pero la opción sabe a poco y se antoja una versión descafeinada de lo que el sistema podría dar de sí. El hecho de que ni siquiera se haya previsto la posibilidad de comparar directamente dos obras es sintomático. Parece que se ha optado por "simplificar" la experiencia: una obra, un discurso.
Difícil de entender, por otro lado, la excesiva dependencia del soporte textual en un escenario, el digital, que ofrece la posibilidad de establecer amplios contextos e interrelaciones visuales. ¿Por qué plegarse a las limitaciones que imponen el espacio físico y los soportes convencionales? Se podrían plantear lecturas e itinerarios transversales, enlazar e incorporar contenidos externos, articular debates en torno a las obras expuestas y definir, por qué no, múltiples espacios comisariados colectivamente en función de diferentes temáticas y perspectivas.
El problema es seguir apelando obstinadamente a un concepto místico del encuentro-con el arte y a su interpretación unívoca. A la hora de definir una esfera cultural genuinamente pública, creo que es conveniente hablar de plataformas y procesos; de generar y distribuir, por oposición a custodiar y publicitar.
En compteuredit recomiendan mirar hacia modelos como el de Wikimedia Commons. Un proyecto más específico es Smarthistory, que hasta ahora es sólo un esbozo de lo mucho que se puede hacer para promover la producción abierta de contenidos en torno al patrimonio histórico-artístico. Es conveniente señalar, no obstante, la escasa participación en la red de investigadores dedicados al arte pre-contemporáneo (restringida, además, al ámbito académico, mayoritariamente norteamericano). Una breve búsqueda en Quora o en ciertas bibliotecas digitales arroja un balance desolador en este sentido.
Con tanto camino por recorrer, en cualquier caso, (casi) toda aportación es bienvenida.
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domingo, 6 de febrero de 2011
Subvertir la subversión
Johannes Grenzfurthner es uno de los fundadores de Monochrom, un colectivo vienés que desarrolla su actividad entre el arte, la tecnología y la filosofía, practicando lo que ellos mismos denominan context hacking (ver guerrilla de la comunicación).
En esta hilarante TEDx Talk, Grenzfurthner relata la historia de Georg Paul Thomann, artista "ficticio" que representó a Austria en la Bienal de Sao Paulo de 2002, donde tuvo ocasión de inmiscuirse en un conflicto entre las autoridades chinas y la representación taiwanesa en el evento.
Todo muy en la línea de lo que, poco antes, 0100101110101101.org había hecho con Darko Maver.
Por cierto, merece (mucho) la pena echar un vistazo al archivo de vídeo de The Influencers, un festival que aborda las posibilidades de la "comunicación no convencional", esto es, de intervenciones como la que nos ocupa. Faltan poco más de dos meses para su séptima edición, que tendrá lugar entre el 14 y el 16 del próximo mes de abril el CCCB.
En esta hilarante TEDx Talk, Grenzfurthner relata la historia de Georg Paul Thomann, artista "ficticio" que representó a Austria en la Bienal de Sao Paulo de 2002, donde tuvo ocasión de inmiscuirse en un conflicto entre las autoridades chinas y la representación taiwanesa en el evento.
Todo muy en la línea de lo que, poco antes, 0100101110101101.org había hecho con Darko Maver.
Por cierto, merece (mucho) la pena echar un vistazo al archivo de vídeo de The Influencers, un festival que aborda las posibilidades de la "comunicación no convencional", esto es, de intervenciones como la que nos ocupa. Faltan poco más de dos meses para su séptima edición, que tendrá lugar entre el 14 y el 16 del próximo mes de abril el CCCB.
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