En 1957, Duchamp introduce un concepto especialmente significativo para la teoría del arte reciente: el coeficiente artístico, la diferencia entre lo que el artista quiere expresar y lo que efectivamente expresa, consciente o inconscientemente. De acuerdo con esta idea, presenta al artista como una suerte de médium, atribuyendo al espectador la facultad de completar el acto creativo mediante la interpretación de lo observado.
No se trata de un descubrimiento, sino de la relectura de los orígenes del acto creativo, en sentido amplio, es decir, de la representación, de un proceso ilusorio cuya concreción última depende del receptor. La lectura como proceso alucinatorio, en palabras de Benjamin; la pintura como entidad cambiante en función del estado de ánimo del observador, según Picasso.
El funcionamiento de este mecanismo depende de dos premisas: voluntad y juicio crítico. Es necesario que el espectador asuma la naturaleza de la ficción y desee participar de ella; pero también que disponga de la capacidad de enfrentar críticamente lo contemplado, para lo cual es imprescindible, más allá de la disposición, el conocimiento del código mediante el que y en que se inscribe la obra.
En su intervención en la Convention of the American Federation of Arts, Duchamp deja entrever un proceso de interpretación colectivo y abierto al afirmar que, en la esfera del arte, "la posteridad da el veredicto final". Pero la posteridad es una entelequia en un tiempo, el nuestro, abocado a un presente perpetuo. Un tiempo en que el arte se ha democratizado, integrándose plenamente en el proceso de producción y consumo de mercancías; redefiniendo la institución-arte como teórico contrapoder capaz de trascender el valor mercantil del hecho estético.
Este gran desplazamiento explica otro, mucho más sutil pero igualmente importante: la sustitución del proceso ilusorio que permite al espectador completar la obra de arte por otro, de la misma índole, a través del cual da por bueno un discurso institucional interesado y partidista; la conversión de su complicidad activa en complicidad pasiva, una vez reemplazado su sentido crítico por una buena dosis de ingenuidad.
En virtud de esta ecuación, la visita al museo se convierte en un acto de fe. Y el objeto de esta fe no es ya la ficción que la obra genera, sino su contexto, el museo como instancia legitimadora. No interpretamos una obra en relación con otras, sino un discurso institucional en relación con otros. Damos por válidas las falacias en que se sustenta la autoridad de la institución, un conjunto de criterios de "profesionalidad", "rigor" y "transparencia" que se suponen garantes del valor e interés de todo lo que ésta auspicia. Al amparo de estas categorías, paradójicamente, cualquier arbitrariedad, moda o trato de favor se presenta como plenamente justificado.
El sistema se construye en torno a una ficción comúnmente asumida como cierta, y esto explica la facilidad con que las grandes instituciones artísticas exhiben proyectos supuestamente críticos para con sus valores. Pensemos en una función de teatro que admite la representación de la crítica pero no la crítica en sí misma, esto es, el cuestionamiento directo de su propia naturaleza teatral.
Cabe hablar entonces de una condición dramatúrgica que no refleja sólo la realidad de lo que conocemos como institución-arte, sino la realidad en su totalidad. O al menos la realidad de lo que hemos dado en llamar capitalismo tardío, de las sociedades occidentales consagradas al dominio de lo espectacular en sentido debordiano. Nada más teatral que su principio de cohesión: sus estructuras (pseudo)democráticas, despojadas de su condición de medios para convertirse en fines, en la escenificación de la pluralidad, el debate o el conflicto ideológico; la disensión domesticada, teatralizada, formulada con arreglo a su propia retórica y planteada dentro de sus estrechos márgenes.
"Democracia" y "arte", términos absolutamente prostituidos, posesiones que legitiman el despotismo en razón de una ficción institucionalizada. No es de extrañar que se hable con frecuencia de la estetización de la política. Como ciudadanos ya no interpretamos un discurso en función de su significado, sino en relación con su posicionamiento dentro de las dicotomías que el propio sistema promueve: partidos progresistas vs. partidos conservadores / gobierno vs. oposición... Se abandona la argumentación y se impone la imagen... una imagen: la negación como símbolo, la refutación irracional y baldía de todo aquello que propone el otro. Se apela a la identificación con unos ideales que no son tales, dejando de lado la cuestión de fondo, el sustento de la ficción, la primacía del capital por encima de la (siempre teórica) soberanía popular. Es la imposición efectiva del doblepensar orwelliano: "sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente".
Algo sencillo cuando la política se reduce a este acto de negación, cuando su ficción, como en el caso del arte, no exige más que la anulación de la capacidad crítica, la ingenuidad del ciudadano reducido a la condición de espectador en una terrible equivalencia.
En el fondo, es suficiente con enriquecer y ornamentar la trama: promulgar ciertas leyes populistas e inanes, desmantelar redes de corrupción pronto olvidadas... Refrendar, en cierto modo, la "buena salud" de las instituciones democráticas hasta ocultar su indisimulada podredumbre, su completa edificación sobre el engaño.
Sorprende que, entre tanta sobredosis de hipocresía, algunos tilden de ingenua la propuesta de #nolesvotes, una iniciativa popular contra la corrupción institucionalizada. No puedo evitar preguntarme quién es más ingenuo, ¿el que cree que este tipo de proyectos puede cambiar algo o el que deposita su esperanza en nuestra singular ciénaga partitocrática? Con mayor o menor acierto, #nolesvotes pone sobre la mesa, al menos, indignación, debate y transparencia.
Pretender desvelar la tramoya es, tal vez y como muchos apuntan, un sueño de locos; pero resignarse a ser actor o público de este esperpento es enterrarse en vida. Urge, más que nunca, llevar a cabo una lectura política de la estética... pero también una lectura estética de la política.
Un intereante artículo bien documentado
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