miércoles, 29 de agosto de 2012
Algunas ideas sobre la función del patrimonio
Recuerdo la primera vez que nos hablaron del programa pictórico del paraninfo de la facultad: "¿un poco kitsch, verdad? Eso es porque sólo tiene cien años, dadle otros cien para que os guste". Recuerdo este comentario, digo, porque tenía poco que ver con la pintura y mucho con la capacidad del tiempo para condicionar nuestro juicio estético -que es siempre un juicio de valor-: cuanto más antiguo es un objeto más se desplaza nuestra atención desde sus cualidades hacia su antigüedad. Hecho éste que explica, en parte, nuestra voluntad de musealizar indiscriminadamente y ese interesado discurso sobre el patrimonio (pasado): sustento identitario y dispositivo único de comprensión histórica... Como si el presente fuese estéril y mudo.
La verdad es que para vivir en una sociedad de consumo gobernada -dicen- por la filosofía del usar y tirar, nos sentimos más seguros retrospectiva que prospectivamente: rehuimos el cambio mirando hacia atrás, entregados al síndrome de Diógenes; en ese cajón de sastre llamado patrimonio, más que conservar, hacinamos.
La idea de patrimonio tiene además la virtud de ejercer algún tipo de alquimia democratizadora: todo lo que arrojamos en sus dominios pasa a gozar de la misma consideración (monumental, en el sentido original de la palabra), hasta el punto de que dentro de sus márgenes vemos con buenos ojos las cópulas más extremas, como esas catedrales que comienzan románicas y acaban entre barrocas y neoclásicas. La única ruptura de esta tendencia a equiparar valores viene de la mano de la idea de originalidad-autoría (un todo indisoluble, claro), marchamo mercantil que viene a determinar, de forma ciertamente arbitraria, qué modos de reutilización son legítimos (y en consecuencia valiosos). Este es el germen de un proceso de mitificación que conduce al absurdo: el claustro de Palamós, los "dibujos falsos" de Caravaggio o la copia "buena" de la Gioconda dan fe de nuestro fetichismo y de lo sencillo que nos resulta pasar de la adoración al desprecio a instancias de una marca.
Creo que el revuelo causado por la intervención de Cecilia Giménez demuestra cuánto pueden nublar nuestro juicio las cuestiones relativas al patrimonio. Es sencillamente increíble que millones de personas que hace una semana no sabían (a) que existe un pueblo llamado Borja (b) que tiene una iglesia (c) en la que hay un Ecce Homo se echen las manos a la cabeza con lo sucedido. Es como si la conciencia colectiva estuviese predispuesta a censurar a cualquiera que abra, con mejor o peor intención o acierto, la despensa de las antiguallas.
"Es un atentado contra el patrimonio", dicen, ¿pero qué entendemos por patrimonio? Quiero decir, ¿cuál es el propósito de que conservemos lo que otros han pintado, esculpido o construido antes que nosotros? ¿Es "mejor" que el producto diario de nuestras actividades cotidianas? ¿Es más importante? ¿Tiene un valor propio más allá de su longevidad? ¿Y cuál es el criterio a la hora de seleccionar lo que mantenemos y lo que desechamos? ¿O es que debemos preservarlo todo? Algunos paladines de la cultura opinan que sí, que los cascos históricos, por ejemplo, deben ser cementerios bien decorados en los que, por citar un caso común, es más importante conservar la distribución o el aspecto externo de un edificio que permitir que acceda a él un minusválido.
"Esto es diferente, imaginaos que todos siguiésemos el ejemplo de Cecilia y actuásemos por nuestra cuenta, ¿qué pasaría?", clama Twitter. Pues con este tipo de obras, nada. Nada catastrófico, quiero decir. Resulta obvio que no vivíamos en la indigencia intelectual cuando ignorábamos que existía un Ecce Homo en Borja, y a nadie se le escapa que el sol de la cultura no se ha apagado tras su repinte. Es más, en este caso en particular, el único beneficio que traerá la hipotética restauración del lienzo será el que obtengan, a título personal, sus restauradores. Paradójicamente, no he visto a nadie preocuparse por los centenares de piezas -de no poca importancia- repintadas con Titanlux en multitud de iglesias; al contrario, la mayoría de los fieles que las observan deciden voluntariamente sacrificar su autenticidad (ah, esa entelequia...) en beneficio de su utilidad (en efecto, las imágenes tienen una función más allá de permitir que los historiadores del arte presentemos comunicaciones en los congresos). ¿No sería más lógico un término medio razonado? Discutir en qué casos resultaría conveniente y beneficiosa una intervención profesional y en cuáles no (explicando por qué, de manera que las citadas comunicaciones sean de provecho).
Lo que ocurre es que nos importa más la idea de patrimonio que el patrimonio en sí mismo, de ahí que invirtamos el orden lógico de los factores: en vez de emplearlo en nuestro provecho nos amoldamos a lo que creemos que debe significar. El problema es el consenso tácito en torno a la idea de cultura, esa noción opaca cuyo significado desconocemos pero sobre la que tememos preguntar, en parte por su carácter sacro y en parte por no romper el delicado equilibrio social que su vaguedad construye. Y el símil religioso no es gratuito, se trata de una idea esencialmente dogmática, que exige conocimiento y fe independientemente de juicios racionales; que se impone como algo bueno per se, como lo más elevado. De ahí su importancia como elemento de cohesión social. Puede que no tengamos el menor interés en ir a un museo, en conocer la obra de Zurbarán o en visitar la iglesia de nuestro pueblo, pero nos tranquiliza saber que están ahí y que gozan de respeto y protección.
En el fondo, la institución museística explica la verdadera función del patrimonio: vertebrar un discurso histórico que nos hace partícipes de un todo (como nación y como civilización). Con sus ritos, incluidos los de conservación, la cultura occidental legitima una escala de valores y un orden social. Exponerlos debería ser la primera de nuestras tareas.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario