Tenéis razón en todo excepto al decir que los sicilianos desean superarse. No harán nada por superarse, porque se creen perfectos. Su vanidad es aún más fuerte que su miseria.
Príncipe de Salina. El Gatopardo.
Si cualquier observador ajeno a nuestra situación reparase en las interminables lamentaciones de los últimos días en la tuiteresfera española, pensaría que los diputados de las Cortes Generales -nacidos por generación espontánea, para empezar- han aparecido de la nada para someter al pueblo español contra su voluntad. Por suerte o por desgracia, si en lugar de atender a nuestros llantos observase lo que realmente ocurre, advertiría algo muy evidente: el parlamento español es como es porque los españoles somos como somos.
El tema viene de lejos. Históricamente, hemos sido enfermizamente permisivos con la corrupción, el clientelismo y el nepotismo; hemos respetado las normas cuando nos convenía, tachándolas de injustas cuando no nos satisfacía su cumplimiento; hemos sorteado la ley a través de amistades e influencias siempre que hemos podido, a menudo jactándonos de ello y amparándonos en que "el mundo funciona así". Se puede ver, todavía hoy, en cualquier momento, en cualquier lugar y a cualquier nivel: en la retirada de multas, en la concesión de licencias municipales, en la obtención de permisos de obra, en las recalificaciones del suelo, en el lucro del comercio y la restauración con los indecentes excesos de las administraciones, en los administrativos que cobran su sueldo íntegro pese a trabajar la mitad de su jornada, en la evasión de impuestos, en el furtivismo, en las facturas falsas, en la creación de plazas innecesarias en ayuntamientos y diputaciones para ser repartidas a dedo, en los cambalaches entre la medicina privada y la pública... Todo esto, sistemáticamente ignorado mientras las cosas fueron bien, se denuncia ahora, a gritos, por la única razón de que el colapso económico hace que ya casi nadie saque tajada. Está claro que en hablar a destiempo y callarnos cuando nos conviene nadie nos gana.
No tengo que irme muy lejos para encontrar ejemplos de las actitudes que describo. Puedo hablar, por ejemplo, de los diez años que viví en Ourense. Allí vi cómo medio pueblo le hacía la ola a Blanca Rodríguez-Porto, no tengo claro si por su condición de esposa del ínclito Luis Roldán o por haber sido condenada por evasión fiscal y encubrimiento. Allí campó a sus anchas durante casi dos décadas José Luis Baltar, quien presumió de su condición de cacique ("bueno") mientras repartía demagogia, populismo y, "según dicen", subvenciones y plazas laborales a su antojo e impunemente (ni el famoso escándalo del edificio con 33 bedeles para tres puertas consiguió moverlo del sillón; al contrario, logró "despedirse" dándose el gusto de ser relevado por su hijo). Muy cerca de allí, el alcalde de Xinzo de Limia gobernó antes y después de ser inhabilitado por el Tribunal Supremo por tráfico de influencias, sin que ello le impidiese convertirse en senador y retirarse con un patrimonio fastuoso.
Hace algún tiempo, Víctor Lapuente escribía un artículo descartando el factor cultural como causa de la corrupción que padecemos. En él afirmaba que "las causas de la corrupción no hay que buscarlas en una "mala cultura" o en una regulación insuficiente, sino en la politización de las instituciones públicas [...] a diferencia de lo que ocurre en la mayoría del mundo occidental, donde los políticos locales están forzados a tomar decisiones junto a funcionarios que estarían dispuestos a denunciar cualquier sospecha de trato de favor, en España toda la cadena de decisión de una política pública está en manos de personas que comparten un objetivo común: ganar las elecciones". Sin negar su parte de razón, preguntaría a Lapuente dos cosas: ¿por qué esto sigue siendo así en España, si resulta evidente, todos sabemos lo que conlleva y no es difícil corregirlo? y ¿cuántos funcionarios españoles conoce que estén "dispuestos a denunciar" tratos de favor?
Podemos lavar nuestra conciencia... O podemos ser honestos: para que todo esto ocurra tiene que existir cierto respaldo social. Y digo respaldo, no pasividad, sino connivencia y en algunos casos -esto es incomprensible- admiración. Pensemos, por ejemplo, en otra realidad que a muchos nos resulta cercana: independientemente de leyes y reformas erráticas, ¿sería posible una universidad pública tan desnortada y endogámica como la que tenemos sin la "colaboración" de rectores, decanos y directores de departamento? ¿Quién ha consentido o se ha beneficiado de la reiterada convocatoria de tribunales parciales? ¿Quién ha dado su visto bueno para la concesión de plazas a través de concursos adulterados y de baremos sesgados? ¿Quién ha dado luz verde al despilfarro de dinero público mediante la organización apresurada y chapucera de eventos con el único propósito de obtener subvenciones? ¿Quién ha permitido la explotación -cuando no humillación- de becarios -o aspirantes- gracias a promesas de imposible cumplimiento? Podríamos enumerar hasta morir de hastío; son tantos despropósitos que no cabe pensar que todos los males vienen de arriba.
¿Y qué decir del fascinante mundo del arte contemporáneo? No doy crédito cuando veo a algunos personajes que han convertido los museos y centros culturales que dirigen en sus cortijos particulares criticando la falta de escrúpulos de la clase política. No son pocos los artistas que les ríen la gracia, ni pocos los galeristas "indignados" con lo que está ocurriendo. Curioso. Nunca les he visto indignarse al engordar artificialmente las ayudas que recibían mediante la presentación de facturas correspondientes a actividades no subvencionadas, ni al vender obras a museos que no terminaron de ser construidos, ni a la hora de preguntar a los coleccionistas "¿con factura o sin factura?", ni al dilapidar dinero público en proyectos disparatados... No estoy hablando de un caso aislado, sino de prácticas extendidas que convierten los airados discursos con que nos aburren estos días en una orgía de cinismo.
El pasado viernes, Javier de la Cueva parafraseaba a Ostrogorski: "la función de las masas en democracia no es gobernar, sino intimidar a los gobernantes". La pregunta es: ¿qué capacidad de intimidación tenemos después de haber dejado claro que toleramos, comprendemos y apoyamos lo inadmisible? ¿Qué temor puede experimentar un gobernante consciente de que es muy probable que sea reelegido tras ser condenado por corrupción y que muchos de quienes lo critican lo emularían si pudiesen hacerlo? Los que se posicionan a favor o en contra del "todos son iguales" yerran en su enfoque: es prácticamente irrelevante si son todos iguales o no, mientras la sociedad española sea condescendiente con la prevaricación, la manipulación y el fraude, mientras transmita con nitidez el mensaje de que, pase lo que pase, no tomará represalias contra quienes -políticos o no- transgredan la ley o falten el respeto a sus vecinos o votantes, seguiremos siendo lo que somos y teniendo el gobierno que tenemos. Porque no "nos toman" por tontos: ejercemos -sin serlo, creo- con fruición.
Aprovecho para recordar a los optimistas que el PP está gobernando con más de diez millones de votos (de los siete del PSOE tras una debacle y con un exministro de Felipe al frente ni hablo). "En contra de su programa", dicen, ¿y? La mayoría del electorado reconoce "ser" de un partido como quien es de un equipo de fútbol y votar sin leerse programa alguno. "Es que mintieron", dicen, ¿y? ¿Qué gobierno de nuestra breve historia democrática no ha hecho lo contrario de lo que prometió? No les ha ido mal, ¿por qué cambiar? Fool me once, shame on you. Fool me twice, shame on me.
Podemos modificar la ley electoral, refundar los partidos políticos o incluso promulgar una nueva constitución pero, si no se produce un cambio más profundo, seguiremos teniendo un evidente problema de valores y un gran déficit democrático. La "revolución" que más nos hace falta en España es una revolución con minúsculas, cultural, ambiciosa pero de pequeña escala, personal, cotidiana. Necesitamos más autocrítica, más honestidad intelectual, más voluntad de estar informados (menos tópicos, más datos y más hechos). Lo que nos sobra es estrechez de miras, activismo barato, forofismo, difusión indiscriminada de noticias sin contrastar y fotografías con titulares sensacionalistas en las redes sociales (sin salir de mi timeline de Facebook puedo montar portadas tan infames como las de La Razón cada día).
Por cierto, y para los de mi gremio: mejor no rasgarnos las vestiduras con el "fin de la cultura" por la subida del IVA, porque la cultura es mucho más de lo que se puede gravar y porque los árboles no nos dejarían ver el bosque. ¿Dónde está el drama, en los problemas de un sector o en el colapso del sistema? Yo no me preocuparía demasiado por el precio de las entradas de los teatros, porque a este paso empezarán a cerrarlos o a restringir al mínimo su programación por no poder mantenerlos y dará lo mismo. Como decía John Powers, el problema no es que los artistas sean pobres, el problema es la frecuencia y el significado de la pobreza. En otras palabras: no se trata de un colectivo, no se trata de una coyuntura, se trata de una sociedad enferma; o cambia(mos) todo o no quedará nada que cambiar.
Así es, a mi juicio:
ResponderEliminarhttp://www.biendeverdad.blogspot.com.es/2012/06/es-ciudadano-espanol-una-contradiccion.html
Creo que hay un refrán que reza algo así como que los gobiernos no serán mejores mientras no nos merezcamos un gobierno mejor, y los refranes llevan siempre razón. Biquiños!
ResponderEliminarGracias por los comentarios. Por muchas vueltas que le dé y a pesar de nuestra mentalidad cortoplacista, siempre acabo en Gil de Biedma (Jaime, claro...) http://www.fronterad.es/img/nro15/gildebiedma.pdf
ResponderEliminarHasta los cojones de los españoles.
ResponderEliminar(Un català)
Los catalanes a día de hoy son españoles, así es que esta usted hasta los cojones de usted mismo entre otros...
EliminarSi me permiten una autocita...
ResponderEliminarhttp://politikon.es/2012/02/13/el-problema-de-espana-es-que-esta-llena-de-espanoles/
:-)
A mí me encantaría pensar, como Roger Senserrich, que la cultura no tiene ninguna influencia en las estructuras políticas y económicas, y que en consecuencia dos sociedades diferentes con dos culturas diferentes responderían de forma similar al mismo conjunto de instituciones y leyes. En tal caso, sería sumamente sencillo "arreglar" países como el nuestro. Desafortunadamente, no soy tan optimista.
ResponderEliminarEs un círculo vicioso: Senserrich dice que nuestro "mercado laboral, instituciones y sistema fiscal" tienen la culpa de nuestra situación. Lo acepto, ¿pero de dónde han salido? ¿de la nada? ¿nos los ha impuesto un demiurgo malvado? ¿No buscamos la causa? ¿Alguien tiró la moneda y salió cruz? ¿"Pasamos" de análisis históricos y culturales? Por falta de fe que no sea...