Con recursos relativamente modestos, hoy tenemos acceso a más y mejor información de la que podíamos siquiera imaginar hace apenas un par de décadas y disponemos de múltiples mecanismos para filtrarla y contrastarla individual o colectivamente. No dependemos de la sanción institucional ni estamos a merced de la manipulación mediática, porque podemos consultar tanto las fuentes que citan como las que marginan deliberadamente en sus relatos. Las condiciones son realmente propicias para la conformación de una verdadera esfera pública crítica, de espacios de cuestionamiento del pensamiento establecido, y sin embargo parece que naufragamos, reiteradamente, en la anemia discursiva.
Nadie puede negar que la nuestra sigue siendo una era esencialmente consensual. El enfrentamiento, cuando no es partidista e interesado, es mera dramatización: o bien responde a la necesidad de sostener una polaridad política o económicamente rentable (véase el esperpéntico teatrillo de los partidos de derecha y de izquierda en el nuestro y otros estados cercanos) o bien a luchas de poder en torno a objetivos comunes (entre empresarios, políticos, altos mandos privados o públicos...). De la ideología y las argumentaciones racionales no queda ni el recuerdo.
A esta dolencia, en su vertiente estrictamente política y en el ámbito español, muchos la llaman cultura de la transición, pero es fácil identificarla respondiendo a otras causas en otros contextos. En Web Aesthetics: How Digital Media Affect Culture and Society, Vito Campanelli critica lo que define como disensión ritualizada -el conjunto de fórmulas expresivas que permiten matizar sin rebatir la producción u opinión ajenas- antes de hablar de lo que Lovink, en relación con los grandes festivales de new media como Transmediale y Ars Electronica, denomina cultura tribal de consenso, y de la paranoia cómplice que, a propósito del mundo del arte, describe Baudrillard:
"Después de pasar varios días en uno de los grandes festivales europeos de arte y cultura digital, tuve la impresión de que se trataba de una comunidad en la que la amistad y los buenos modos eran norma. Risas, apretones de manos y palmaditas en la espalda dominaban una atmósfera despreocupada, en la que los participantes estaban a salvo de corrientes amenazantes [...] Esta es una escena que elude constantemente la posibilidad del juicio crítico, dejando espacio únicamente para un partage à l'amiable, ément convival, de la nullité"Asumir que existe un (tácito) consenso corporativista es duro, pero hay un hecho aun más difícil de digerir: la falta de criterio. No hablamos sólo del arte contemporáneo, ni de la retórica digital, ni de la vida política; seguimos atrapados, a todos los niveles, en la estrechez discursiva massmediática, incluso en nuevos escenarios, como Twitter, en los que confundimos a menudo comunicar en 140 con pensar en 140. Una confusión que en el día a día genera más tics que estridencias pero que la menor piedra informativa deja al descubierto, evidenciando que alguno no conoce ni la naturaleza privada ni la política de control de contenidos de la red social que lleva años utilizando diariamente. Nos cuesta ir más allá del titular, del comentario del tuit al artículo que enlaza, de la primera página... Nos obsesiona tener razón, pero lo importante es tener argumentos en lugar de adherirse a uno de los polos del debate -siempre maniqueo- para repetir hasta la saciedad tópicos y frases hechas.
En este punto, no obstante, suele alzarse la madre de todas las falacias: que cada uno tiene su opinión y que todas son igual de válidas (entre esto y el reductio ad hitlerum cualquier discusión queda reducida a cenizas a las primeras de cambio). Una de dos: o no hay opinión sin criterio o podemos hablar de opiniones no documentadas e irracionales.
En el mundo del arte -en el de las Humanidades, en general, y muy especialmente en los circuitos académicos- la paranoia cómplice se ha convertido en cáncer. Con eso de que no hay números, cada uno opina de lo que le place como tiene a bien y los demás -salvo enfrentamiento personal- callan esperando recibir el mismo trato. Ni siquiera los errores de bulto pasan factura. En Italia, por ejemplo, acaban de advertir que una talla de madera recientemente descubierta no es obra, como pensaban, de Miguel Ángel. "Sorprendentemente", con anterioridad varios expertos se habían cansado de predicar su excelencia y ratificar la falsa atribución. El problema no es que errasen, sino que juzgasen gratuitamente y sin esgrimir razón alguna.
No faltan, tampoco, casos cercanos. A los gallegos, sin ir más lejos, nos vendieron como imprescindible una colección de piezas de "dudosa" calidad echando mano de imaginativas atribuciones de autoría a Mantegna, Miguel Ángel, Tiziano, Tintoretto, Caravaggio y otros nombres de primera fila. Algunos alertaron del despropósito sin hacer ruido, pero de la credibilidad de los responsables del invento no queda ni rastro.
¿Y la "Gioconda del Prado"? De bagatela a estrella en quince minutos. Que los aficionados puedan cegarse con el mito, como cuando se arremolinan ante la Gioconda -del Louvre- ninguneando la cercana Virgen de las Rocas, pase, pero la pasión por el hype de los conservadores sólo puede explicarla la imparable mercantilización de la institución museística. "La pintura -me decía hace unos días un artista en un contexto muy diferente- tiene que sostenerse por sí misma, no por su autor ni por quien la exhibe". La suya es una especie en peligro de extinción, claro: habla de lo que ve, no de lo que se espera que vea.
Acertar o equivocarse, en suma, pero con criterio. El juicio crítico como alternativa al espectáculo, los galones, el pedigrí y el fetichismo; como primer paso para erradicar esa cultura de palmaditas en la espalda y felicitaciones indiscriminadas a los colegas.
Adrián, un detalle que como persona con criterio seguramente tendrás en cuenta: por favor, nada de Gioconda del Prado. La única Gioconda, la de Leonardo Da Vinci, es la del Louvre. La obra del Prado, muy interesante, es obra de uno de sus discípulos (a día de hoy -quizá no se sabrá nunca- no se sabe quien de ellos).
ResponderEliminarEn cuanto al tema de la atribución de una escultura de Miguel Ángel, la pena o drama es que los historiadores del arte pensamos que nuestras teorías atributivas son una ciencia exacta, trasladando esa misma idea a la sociedad. Y en la mayoría de casos no hay evidencias claras como para que algunos se expresen -como hacen la mayoría- con absoluta rotundidad, haciendo gala de una autoritas académica poco flexible.
Un saludo.
Muchas gracias por el comentario. Tienes razón en lo referente a la denominación de la Gioconda (la acabo de entrecomillar, de hecho), gracias por el apunte y felicidades por tu serie de posts sobre el tema. Merecen una lectura, especialmente el último http://bit.ly/AD4SnW
ResponderEliminarPor lo demás, insistir en que con esta entrada no pretendo ni mucho menos "promocionar" mi criterio. Al contrario: no estoy capacitado para emitir juicios de valor a propósito de la pintura y la escultura del XVI (ni mucho menos). De ahí que omita hacerlo. Lo que me parece preocupante es que haya gente pontificando sobre estos temas cuando su falta de formación en la materia es manifiesta. La talla de Miguel Ángel no la he visto en persona, pero la exposición de Caixanova la fui a ver, en su momento, en compañía de un especialista, y me quedó claro que ninguna persona con un conocimiento mínimo de los artistas supuestamente expuestos podría dar crédito alguno a lo que allí se veía. De modo que, además de esos juicios rotundos y exagerados que señalas, hay un segundo problema más extendido de lo que la gente cree: demasiados comisarios y conservadores que sólo valoran una obra después de haber visto el nombre del autor en la cartela o catálogo correspondiente. Errar en una atribución tras argumentarla, vale, pero divagar hasta ese punto es verdaderamente grave.
Un saludo
Bueno, bueno, Adrián, está claro que la historia del arte no es una ciencia exacta y que además tiene un grave problema: el intrusismo profesional. No solo es grave como bien dices, debería ser delito.
ResponderEliminarPor cierto, gracias por las gracias a los post sobre la copia de la Monna Lisa del Prado. Han sido unos días muy intensos, en los que se iban sucudiendo cosas que hacían que todo lo que ha rodeado el caso haya sido realmente interesante desde muchos puntos de vista: un verdadero regalo. ¡La cosa daría para un libro!. Teniendo en cuenta la popularidad/mercantilización de todo lo que rodea a Leonardo seguro que sería súper-ventas ;)
Sin duda ;-) Y lo del intrusismo / falta de profesionalidad, delito no sé, pero debería airearse más a menudo...
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