Entre los días 28 y 30 del pasado mes de noviembre se celebró, en Santiago de Compostela, la quinta edición del Simposium Opus Monasticorum, cuya última jornada abordó los retos de la preservación y difusión del patrimonio cultural. De entre las ponencias dedicadas a este tema, una me interesó especialmente para tratar en el blog: la de Ana Mesía a propósito de Baiona o, más concretamente, de su evolución durante las últimas dos décadas.
Para quien no la conozca, conviene destacar que Baiona presume de ofrecer "turismo de excelencia" y que tiene fama de ser uno de los enclaves gallegos más elitistas, como acredita el hecho de que su suelo sea el más caro de Galicia.
Baiona vende refinamiento y, atendiendo a la opinión de quienes la habitan y gobiernan, constituye un ejemplo de buena gestión urbanística. Paradójico, sin duda, considerando que Mesía no necesitó más de diez minutos para demostrar a los asistentes las continuas agresiones sufridas por el patrimonio inmueble y el litoral baioneses a causa de la especulación inmobilaria: lo que no se pudo hacer por las malas (cargarse edificios enteros) se intentó por las buenas (proponiendo su desmontaje y relocalización); el paisaje fue engullido por el ladrillo; y las leyes que se supone protegen el casco histórico de la ciudad (declarado Conjunto histórico-artístico en 1993) fueron sistemáticamente vulneradas.
"Uno de tantos despropósitos en la costa española", pensarán. Sí... y no, porque, a diferencia de lo ocurrido en otros destinos, la buena imagen de Baiona no sólo ha sobrevivido a la anarquía urbanística sino que se ha fortalecido y proyectado internacionalmente. Buena prueba de ello es que se hayan iniciado los trámites para declararla Patrimonio de la Humanidad. Parafraseando a Mesía, al público potencial de Baiona, lejos de desagradarle, el nuevo aspecto de la ciudad le gusta... Y mucho. Sólo así se entienden las excelentes cifras de visitantes que el municipio pontevedrés registra, en plena crisis, mostrándose prácticamente ajeno a problemas comerciales, inmobiliarios y de ocupación hotelera.
¿A dónde quiero llegar con todo esto? A uno de los temas recurrentes de este blog: argumentar la defensa de la cultura en función de su rentabilidad económica es poco razonable y estéril. La propia Ana Mesía hace la pregunta fundamental al inicio de su conferencia: ¿cómo puede defender un historiador el efecto positivo de la preservación del patrimonio en la afluencia turística si ésta aumenta a pesar de su destrucción? Y en su nombre, añadiría yo, porque en este caso pasa por ser uno de los principales reclamos. No creo que un economista tuviese dudas: los beneficios avalan el modelo baionés. Un publicista, por su parte, podría explicar por qué la ciudad sigue gozando de amplio reconocimiento: lo que vende no es el patrimonio, sino su imagen.
Desde hace tiempo, las ciudades son marcas, con todo lo que ello conlleva y tal como demuestra la Brandcelona de Francesc Muñoz. Vale que Baiona y Barcelona se parecen tanto como un huevo a una castaña, pero no creo que sea discutible el hecho de que cualquiera de ellas, cada una a su manera, ilustra la idea de que el turismo cultural es, en gran medida, una falacia. Existe, sí, pero es indudablemente minoritario: la mayoría de la actividad que le atribuimos es realmente peregrinación en busca de imágenes simbólicas. El escenario varía, desde el paso de cebra de Abbey Road a la llanura de Gizeh pasando por los Campos Elíseos; pero el propósito es siempre el mismo: las supuestas experiencias son otra forma de imagen. En consecuencia, para mejorar tus cifras de visitantes no necesitas piedras, sino publicistas (o pop stars, en su defecto).
En Baiona, como en tantos otros destinos con solera, lo que se paga no es la posibilidad de leer la historia, sino la exclusividad y la etiqueta de eso que llaman buen gusto, una forma de distinción en el sentido más bourdieuano del término. Que ésta se asiente en una imagen alejada de la realidad no es ningún problema (el marketing se basa, precisamente, en eso); que dicha imagen se diseñe en función del patrimonio, aprovechando su buena prensa, tampoco (una vieja historia: la cultura como pretexto).
Admitamos, pues, que las preocupaciones de los conservadores y las de los turistas no suelen tener mucho en común, que el falso histórico que escandaliza a los primeros suele ser del agrado de los segundos y, lo que es más importante, que nada de esto es necesariamente malo. Lo que sí es contraproducente es intentar amoldar la realidad a nuestros deseos. Hay muchos motivos para reivindicar la conservación y rehabilitación del patrimonio y, sin duda, muchas formas de integrarlo en la cotidianidad de su entorno para mantenerlo con vida. Porque de eso se trata, de que el patrimonio tenga una función más allá de alimentar a sus restauradores, decorar postales, obtener subvenciones y justificar fastuosos catálogos que acumulan polvo en los trasteros de las instituciones.
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