viernes, 23 de diciembre de 2011

Brandcelona

Recupero, al hilo del post de hace unos días y con el permiso de su autor, un interesante texto que Francesc Muñoz publicó La Vanguardia en 2003 y que, a día de hoy, cuesta un poco localizar/enlazar/consultar en la hemeroteca del mencionado diarioBrandcelona. La ciudad está en venta.

Plantear los límites del diseño en relación con lo urbano nos sugiere una clara diferencia entre lo que históricamente ha sido el diseño de la ciudad y el diseño de los elementos físicos que configuran lugares y tiempos en la ciudad.
El diseño de la ciudad se refiere a cómo proyectar una ciudad mejor respecto a la existente y remite, por tanto, a la utopía, a la tradición de pensamiento que considera la transformación de la ciudad como parte del desarrollo de una nueva sociedad. El diseño urbano, en cambio, se refiere e incluye elementos de decoro, embellecimiento y control del espacio en la ciudad. Una disciplina reformulada muchas veces y que ha considerado diferentes tipos de espacio: parques y jardines, con tradiciones como la anglosajona o la francesa; grandes avenidas y bulevares, con el ejemplo paradigmático del París de Haussmann; o la monumentalización y la perspectiva, planteadas por el movimiento de la City Beautiful en Chicago. Han sido diseños de la forma urbana vinculados, en mayor o menor medida, a conceptos como la reforma urbana o la ciudad ideal, ambiciones que acompañan al urbanismo durante todo el siglo XIX y buena parte del XX.
Desde finales de los setenta, sin embargo, empieza a entenderse que "todo" en la ciudad puede ser diseñado, incluso elementos no estrictamente urbanísticos como la misma imagen urbana o el sentimiento de pertenencia a ella por parte de los habitantes. Campañas de entonces como el "I love NY" parecen ahora ingenuos experimentos comparados con los actuales programas de imagen urbana, cada vez más sofisticados y, al tiempo, más comunes y estandarizados.
Para explicar esta historia es necesario referirse a dos procesos que afectan a las ciudades durante los últimos treinta años. Primero, la progresiva importancia de la imagen en la producción de ciudad. Siempre había sido un elemento externo a la transformación urbana, algo que venía después de producir el espacio, a la hora de representar el nuevo escenario resultante del proyecto urbanístico.
La organización de grandes eventos, exposiciones universales o juegos olímpicos, siempre conllevaba transformación de ciudad y la imagen atañía a la narración posterior. Hoy, en cambio, la imagen es el primer elemento necesario para producir ciudad. Crear una imagen hace posible la atracción de capital que a su vez hará posible la transformación física. Por eso, el diseño urbano es hoy diseño de una imagen para la ciudad, una imagen reconocible, exportable y consumible por habitantes y visitantes, vecinos y turistas. Esto es, una etiqueta, una marca, lo que autores anglosajones como John Hannigan o Guy Julier, en "La cultura del diseño", denominan "brand" y determina la "brandificación" de la ciudad y lo urbano.
El segundo proceso se refiere al tránsito de una economía "internacional", basada en las relaciones entre estados, a una "global", articulada sobre vínculos entre ciudades o regiones urbanas. No es que las políticas estatales no importen, pero es cierto que las ciudades desarrollan proyectos urbanos de forma cada vez más autónoma e independiente. Y esto ocurre en un momento en que el desarrollo de transportes y telecomunicaciones hace que las actividades económicas, la vida urbana, pueda localizarse en una mayoría de lugares. La distancia deja de ser aquel factor diferenciador que seleccionaba dónde invertir, dónde colocar una fabrica o dónde abrir un museo. Muchos más lugares, muchas más ciudades compiten entre sí por atraer los usos económicos más beneficiosos. Y la imagen urbana es un reclamo para ello. Se hable de turismo o de centros logísticos, se piense en la organización de eventos o en industrias culturales, lo cierto es que el mercado internacional de imágenes urbanas se ha desarrollado tanto que prácticamente todo puede ser utilizado para crear una marca atractiva: desde la comida local a la arquitectura; desde los atributos del entorno a las características de los propios habitantes.
El diseño incluso ha logrado sintetizar galerías de imágenes urbanas en etiquetas, en "brands". Una de ellas es lo "mediterráneo" y Barcelona es, quizás, el mejor ejemplo. Desde los años ochenta, hay una clara presencia urbana del diseño en la ciudad: los parques y jardines y la recuperación del espacio público; la presencia del arte y el monumento; o la multiplicación de las plazas duras. El diseño se extiende, como lo había hecho antes la propia ciudad, como una mancha de aceite: los nuevos bares encargados a arquitectos y diseñadores personalizan la ciudad por dentro; el mobiliario urbano homogeneiza la ciudad por fuera. Materiales y disposiciones que identifican con un mismo discurso iconográfico barras de bar, lavabos, salas de estar, calles, ramblas o plazas.
En este contexto, los Juegos Olímpicos de 1992 significarán una auténtica movilización de imaginario que ayudará a la consecución de lo que Chris Philo llamó ya hace años como la "venta" del lugar: desde la idea de abrir la ciudad al mar a los primeros eslogans de éxito como el "Barcelona posa't guapa", longevo como pocos, o el "Copacabarna", efímero como muchos otros; de la paleta de colores adoptada en la remodelación histórica a la serie de televisión "Poblenou", donde una familia del "barrio viejo", gracias al dinero de un premio de lotería, accedía al "barrio nuevo", la Vila Olímpica. Más aún, las columnas diseñadas de las Rondas, mostrando sus estrías, o su diferente sección, entre intermitentes palmeras; incluso las huellas caninas, pretendidamente casuales, en el diseño del pavimento del paseo marítimo...
La carrera hacia la mediterraneidad iniciada en el 92 se apoya así en elementos iconográficos de naturaleza y escala diversa que van desde lo más pequeño a lo más grande, desde lo más común a lo más sofisticado, desde lo mas físico a lo menos tangible. Un auténtico proceso de, en palabras de Sharon Zukin, "domesticación" del espacio urbano en el que el diseño, a través de la etiqueta de la mediterraneidad, ha acabado evolucionando hacia la cultura de la franquicia, el capuccino y el brunch.
En ese sentido, Barcelona es una ciudad (mediterránea) más y ejemplifica perfectamente la paradoja que acompaña hoy al "branding" urbano: tras tres décadas buscando aparecer como diferentes a las otras, utilizando la imagen y el diseño como reclamo para resaltar lo propio específico y resultar así atractivas a la economía global, las ciudades se muestran hoy como el más común de los lugares.
Quizás sea ese el último y verdadero límite del diseño urbano.

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