Una de las cosas que más me ha llamado la atención del furor caritativo navideño es su compromiso con la difícil situación que atraviesa en nuestro país la "gente normal": profesores, periodistas, médicos, empleados públicos... perfiles que no estamos acostumbrados a asociar a términos como "hambre", "paro" o "desahucio" -habitualmente reservados para inmigrantes, yonquis, familias disfuncionales, gente de costumbres disolutas, rojos haraganes... ciudadanos de segunda en general, vaya-.
Los relatos sobre sus desgracias suenan a testimonio de vecino de homicida, cambiando el "era un chico normal, siempre daba los buenos días" por "es una mujer muy responsable", "son una familia muy unida" o un más específico "nunca habían tenido deudas ni se les conocían vicios". Su drama sobreviene, como es costumbre, "de la noche a la mañana" y "sin previo aviso".
Hay una forma de interpretar esta actitud que entiendo mayoritaria y, sobre el papel, irreprochable: crear conciencia social sobre el alcance de la crisis económica, la arbitrariedad de sus efectos y la necesidad de intervención estatal. Pero hay una segunda lectura más problemática, en la medida en que recalcar lo extraordinario de la coyuntura actual supone, en cierto modo, dar por buena la precedente -de ahí que se insista tanto en la urgencia de aprobar medidas, recortes y leyes "provisionales"; de ahí que hasta los empresarios que presumían de infalibilidad admitan sin pudor sus fracasos, atribuibles ahora a imponderables-. Toda definición de anormalidad requiere un referente de normalidad; por eso, de acuerdo con el discurso oficial, lo que vemos no son las podridas entrañas del sistema, sino una desafortunada anomalía. Que a largo plazo nos terminen vendiendo la necesidad de cronificar la austeridad para volver al equilibrio es consecuencia, precisamente, de este planteamiento.
Frente a la opción de cuestionar un sistema político-económico por su naturaleza violenta, se impone la de dar por buena su formulación "ideal", ésa que durante años permitió a una amplia mayoría -de gente normal- disfrutar de un "buen nivel de vida" mientras los pobres -inadaptados y vagos por definición- hurgaban en la basura figurada y literal. A nadie se le escapa la diferencia entre presentar la crisis como una intensificación de las desigualdades y miserias inherentes al sistema económico y exponerla como el resultado de ciertas alteraciones y errores humanos dentro de un modelo que funciona -o, en su defecto, como parte de sus ciclos sistémicos, supuestos paréntesis necesarios para garantizar una continuidad de bonanza-.
La prevalencia de esta segunda opción explica que sorprenda algo tan connatural al capitalismo como la marginalidad, que por si fuera poco parece quedar sepultada bajo nuestra obsesión cuantificadora. Al poner el acento en la cifras -cinco millones de parados, 25% de la población activa, 58.000 desahucios...-, desplazamos la atención desde la naturaleza del problema hacia su magnitud: aceptar que la pobreza comporte abandono, indigencia y exclusión mientras sea minoritaria sólo demuestra nuestro fracaso como sociedad y nuestra miseria moral.
La tarea no es, por tanto, restaurar el estado del bienestar ni reivindicar una idea imprecisa de éste en el plano simbólico, sino crearlo.
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