La historiografía acostumbra a atribuir a Andrea Alciato la paternidad del emblema, una composición moralizante, muy cultivada entre los siglos XVI y XVIII, formada por un epigrama, un título y una ilustración. Heinrich Steyner no suele gozar del mismo crédito: de él sabemos que editó el primer libro de emblemas de Alciato, el Emblematum Liber, pero con frecuencia ignoramos que lo modificó sustancialmente: la idea de incluir una imagen acompañando cada texto es suya. Dicho de otro modo: es Steyner quien, con posterioridad a la redacción del libro por parte de Alciato, lo altera, con fines comerciales, definiendo un nuevo género.
La historia es vieja: el mito de la autoría, la necesidad de reducir y aislar la concepción de la obra, de cada obra. Se matiza y explica a posteriori, pero el eslogan es rotundo: "Alciato es el padre de la emblemática". ¿Por qué plantear un parto en dos tiempos? Es más fácil simplificar la invención, asociar el hallazgo a un nombre, a una marca reconocida y reconocible.
El sistema es inflexible en este punto (ahí tenemos La Odisea), y cuando la idea de la obra no coincide con nuestra idea de su autor, basta con cambiarla. Pensemos en Los desastres de la guerra. El título no es de Goya, sino de la Academia, que en su momento aprovechó para eliminar las tres últimas estampas del conjunto, alterar el epígrafe de una de ellas y utilizar un proceso de estampación diferente del escogido por el pintor -con la consecuente modificación del aspecto de todas y cada una de las imágenes de la serie-. Para bien o para mal, como hemos visto, la noción de autoría es difusa.
No hace falta, sin embargo, remontarse en el tiempo o limitarse al ámbito de la edición. En el arte contemporáneo, la fricción entre artista, galerista y comisario condiciona con frecuencia el resultado de un determinado trabajo. Más allá de una serie de características impuestas directa o indirectamente por el mercado (tamaño, materiales, enmarcado, tipo de impresión...), es frecuente que de ese contacto surja la decisión de ampliar o reducir una serie, de modificar un tema, de reelaborar o descartar una pieza... En ocasiones hablamos de injerencias o censura, pero no pocas veces de aportaciones de valor, y entiendo que la labor de galeristas y comisarios debe ser, precisamente, la de aportar valor. No así la intermediación en el sentido más comercial de la palabra, entendida como actividad lucrativa en virtud contratos de exclusividad, de una amplia red de contactos e influencias o de una potente estructura publicitaria y de distribución. No es que todo ello sea malo per se, es que se antoja cada vez más innecesario.
Cuando hablamos de cómo la red ha cambiado las reglas del juego, hablamos de esto. Pero hablamos también de que necesitamos otros intermediarios, capaces asumir ciertas decisiones relativas al formato y la distribución de las obras, de gestionar plataformas, de materializar ideas en proyectos. Hay una parte importante del trabajo expositivo que no tiene por qué depender lo más mínimo del artista, quien no tiene por qué saber venderse, programar o conocer el mejor modo de difundir su trabajo. Además, ni todos los artistas ni todos los proyectos valen para conseguir financiación en Kickstarter.
¿Qué ofrece, en contraposición, el intermediario "convencional"? Espacio físico, paseos en ferias internacionales, prestigio-marca, contactos... Es el porteador de la institución-Arte: "si no estás conmigo, no existes". Lo que hay que pensar es si, en medio de un maregmágnum de proyectos artísticos de carácter "crítico", tiene sentido pagar peajes institucionales para mendigar la atención de un mercado especulativo, de esa estafa piramidal que -me han dicho que ha dicho recientemente Todolí- constituye el mercado del arte contemporáneo. Porque admitamos que hay algo de contradictorio en asumir el sistema galerístico-ferial como un mal menor a cambio de optar a ser uno de los privilegiados que recoge las migas del pastel. No se trata sólo de una cuestión ética: desde hace mucho tiempo el sistema no funciona, y a este paso acabará por condenar a la antropofagia (metafórica, que ya nada sorprende) a sus mendicantes.
Puede que la respuesta pase por buscar otros formatos, otros públicos, otro mecenazgo y otro coleccionismo; nuevas formas cooperativas de creación artística, abiertas a aquellos agentes que asuman su papel como colaboradores, no como meros inversores, garantes o avalistas de operaciones fiduciarias. Mientras el modelo siga rayando en el absurdo con prácticas tan hilarantes como la edición limitada de vídeos y fotografías digitales (no hablemos de editar performance, que debería ser motivo de cárcel), seguiremos atrapados en un círculo vicioso de quejas e ilusiones.
A disintermediation of The Art World, starting now... O al menos una reintermediación.
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