miércoles, 16 de mayo de 2012

La academia y el culto al aburrimiento

Hace dos años, Jasper Visser presentó en el Museo Histórico de Amsterdam su National Vending Machine, una máquina dispensadora que, en lugar de suministrar alimentos o bebidas, ofrecía a los visitantes del museo la posibilidad de adquirir objetos cotidianos históricamente relevantes. "Objetos reconocibles, como bombillas o tulipanes" que "cuentan algo de la historia de Holanda" en diferentes soportes: "a través de la etiqueta que los identifica, mediante un vídeo o en la propia web del proyecto".

En aquel momento, se habló de construir una "comunidad de objetos" en función de las aportaciones de los usuarios de la máquina, a quienes se pedía colaboración para ampliar la información disponible sobre cada ítem -y el número de éstos- en función de sus propias experiencias personales. Con objeto de facilitar este proceso colaborativo, la National Vending Machine expedía, para cada uno de sus usuarios, una tarjeta RFID que, en visitas sucesivas, podría ser recargada para efectuar nuevas adquisiciones. Este registro servía a un doble propósito: por un lado, posibilitaba la obtención de una clave de acceso para la web de la aplicación, repleta de recursos adicionales; por otro, facilitaba al museo el seguimiento de los objetos, de cara a valorar cuáles suscitaban mayor interés y con ánimo de utilizar la información recibida para mejorar el funcionamiento del programa.

Tras los primeros dos meses de funcionamiento, Visser extrajo sus primeras conclusiones, destacando, principalmente, que la participación es más frecuente e intensa en grupo que a título individual, que los padres ponen a sus hijos como "excusa" para experimentar con la máquina, y que el tránsito onsite-online es mucho más trascendente en términos cualitativos que cuantitativos: son pocos los que se registran en la web, pero quienes lo hacen aportan información valiosa y dedican mucho tiempo a participar en debates en torno a los diferentes objetos.


Mentiría si dijese que he seguido el proyecto y que puedo valorarlo adecuadamente, pero me interesan estas observaciones porque, a grandes rasgos, se pueden sintetizar en dos ideas: el componente lúdico es importante y la gente no es tonta, o lo que es igual, ni la diversión se opone a la cultura ni facilitar el acceso y abrir el contenido supone banalizarlo. Dos obviedades históricamente ignoradas en el ámbito museístico y en los entornos académicos, como me recordaba hace unos días un (sufrido) profesor universitario: "se aburren aquí, como se aburrían en el instituto y como se aburren en el museo, sienten que no pintan nada".

Es verdad que las cosas están cambiando, pero es difícil vencer ciertas inercias, transformar instituciones que, en muchos casos, se han convertido en mausoleos. Puede parecer incomprensible, pero en la mayoría de ellas pervive la idea de que el principal requisito para aprender es el hastío, esa idea de que el aprendizaje es soporífero y de que lo entretenido, como lo fácil,  es intrascendente. Una versión intelectual y pedagógica de lo que no mata, engorda, vaya, con la que resulta sencillo explicar, por ejemplo, el descrédito de los videojuegos.

A veces da la sensación de que la autoridad del guía, el comisario o el profesor se fundamenta en el tedio que cada uno de ellos ha soportado durante sus años de carrera. En lo que han tenido que aguantar, se entiende. Parece que ahora te toca a ti, lector / espectador / alumno / visitante, y si no entiendes nada es que aún no te han (has) torturado lo suficiente, es que eres un ignorante, es que tienes la culpa, es que deberías saber más y es que tendrías que aguantar esa cara de "qué interesante", en lugar de bostezar mientras te cuentan un rollo infumable, porque que esa abstracción llamada cultura te redimirá. No se sabe de qué, pero te redimirá.

Si algo caracteriza a la institución es la seriedad (su seriedad): cuanto más importante, más seria. Y nada más importante (dicen) que la cultura, en nombre de quien suelen hablar tanto la universidad como el museo, dos entidades que parecen sufrir un cortocircuito a la hora de abrir puertas y experimentar con nuevos formatos: quieren acercarse, pero temen perder su pedestal, la seguridad de saberse distantes y venerados -sobre todo cuando se confunde lo autorizado con lo autoritario-.

Por eso muchos de los que recelan de esta historia de las máquinas de vending, esta supuesta vulgarización y simplificación del templo, ven con buenos ojos la venta de estampitas entre los fieles. La imagen es sagrada, claro. Son los mismos que admiten el juego siempre que no haya dudas de su irrelevancia, de ahí que tengan la precaución de diferenciar los contenidos producidos por el museo -los contenidos serios- de la participación -anecdótica y trivial- de aficionados y especialistas ajenos a la institución. De ahí, también, que se cuiden de reservar la chicha -cuando la hay, que ése es tema de otro debate- para publicaciones científicas y círculos restringidos, como demuestra el que la mayoría de visitas y presentaciones terminen, más temprano que tarde, en relaciones interminables de anécdotas, en crónicas de prensa rosa sobre el quién es quién del cuadro, su artífice y sus mecenas. No vaya a ser que si le hablan de pintura el público se pierda o, puestos a pensar mal, que se divierta -en casos extremos basta con echar mano de una retahíla de fechas y detalles técnicos para impedirlo-.

Recuerda todo ello al modo en que muchos académicos conciben su papel en los seminarios -nuevamente en boga, Bolonia mediante-: decirle a los alumnos cómo deben entender y expresar lo que tienen que leer. Desechando todo lo que no esté en el guion, lógicamente. Por su convicción, imaginamos, de que éstos no tienen nada que aportar... y para garantizar que se aburran.

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