lunes, 23 de enero de 2012

Politizar la cultura

Los comentarios al post sobre la intrascendencia del Ministerio de Cultura, en el blog y a través de Twitter, han puesto sobre la mesa varias cuestiones interesantes, de entre las que me gustaría destacar una que considero de especial importancia: la supuesta necesidad de despolitizar la cultura.

Se trata de una idea que se viene repitiendo, en los últimos tiempos y con asiduidaden diferentes contextos y desde distintos puntos de vista. Probablemente porque por "despolitizar la cultura" cada uno entiende una cosa diferente: hay quien alude a la gestión cultural y quien se centra en la práctica artística; quien habla de educación, investigación y patrimonio y quien se ciñe a espectáculos y obras literarias o audiovisuales; por haber, hay quien restringe la política a la actividad de los partidos políticos y quien ve posible una suerte de gestión "autónoma" de la cultura... Vayamos por partes:

1. Si a lo que nos referimos es a las tareas de gestión cultural gubernamental, hablar de despolitización carece de sentido por motivos obvios. Delegar las tareas de financiación de las producciones artísticas en el patrocinio privado es una decisión tan política como tejer una red cultural dependiente de las subvenciones públicas. Políticas son también las decisiones sobre la dirección de los museos y centros culturales (¿oposición, concurso público o dedo? ¿con qué jurado y buscando qué perfil?), las que atañen al acceso, conservación y utilización del patrimonio o las que regulan la desgravación fiscal derivada de la adquisición de obras de arte (que alguien tiene que definir como tales... con toda la carga política que esta definición conlleva).

A menudo, sin embargo, la rutina democrática nos lleva a identificar política y propaganda. Tengo la certeza de que muchos de los que insisten en la despolitización persiguen, con la mejor intención, modelos de gestión cultural que eviten la instrumentalización de las infraestructuras y agentes artísticos por parte de políticos ávidos de legitimar sus propósitos.

Pensemos en un caso reciente: Josep Ramoneda es relevado al frente del CCCB tras consolidarlo como uno de los centros de arte contemporáneo más importantes (tal vez el más importante) de España. Las razones del cese las explica él mismo: Hay todo tipo de pruebas y todo el mundo sabe que había un sector de Convergència -un sector, porque otro pensaba lo contrario- que creía que era necesario que yo saliera del CCCB para que se "visualizara" que el cambio también había llegado a la cultura y que se tenía que sustituir el cosmopolitismo, esencialmente la etiqueta que se ha puesto a esta casa, por una cultura de nacionalismo moderno, por llamarlo de alguna manera.

"¡CiU politiza el CCCB!". No, el CCCB ya estaba politizado -como es natural y deseable- en el sentido de que ya respondía a un discurso político marcado, entre otras cosas, por su compromiso con ciertas formas de experimentación e intervención artística, de reflexión crítica sobre la sociedad contemporánea, de trabajo transdisciplinar y de divulgación de contenidos. Lo único que ha hecho CiU es replantear ese papel político, entendiendo que una institución cultural como ésta debe servir como maquinaria propagandística al servicio del gobierno de turno (hecho que refrenda el polémico nombramiento, a dedo, de un periodista afín, máster en Dirección de Empresas y sin experiencia alguna en gestión cultural, como nuevo director del centro).

No es un caso excepcional, ni mucho menos. ¿Qué decir del frustrado matrimonio entre Mario Vargas Llosa y el Instituto Cervantes? En este caso, de nuevo, se toma la decisión política de convertir la institución en plataforma publicitaria (sustituyendo "nacionalismo moderno catalán" por "marca España", claro) para, acto seguido, reemplazar a un gestor cultural (en este caso ni eso, porque Caffarel no lo era) por una figura más apropiada para el nuevo papel.

Lo más habitual, no obstante, es que no se tome ninguna decisión sobre el papel de las instituciones culturales, que en muchos casos no son planteadas ni como agentes publicitarios ni como espacios de reflexión ni como centros de creación o divulgación. Es la realidad de muchos museos en los que, sin modelo ni intención -más allá de pagar favores personales o premiar a viejos amigos, quiero decir-, se suele nombrar a un director "para que haga exposiciones". Literalmente.

2. Si de lo que hablamos, por el contrario, es de creación cultural, hay que entender que ésta ha estado siempre (excepto coyunturalmente o cuando ha sido abiertamente marginal) subordinada al poder político, económico o religioso: cuando el marketing no existía el arte cumplía su función, y (casi) nadie se escandaliza hoy de que Miguel Ángel erigiese el Mausoleo de Julio II o de que Leni Riefenstahl filmase el esplendor del nazismo. Con las obras de arte hemos aprendido a distinguir -sobre todo retrospectivamente- entre una función propagandística determinada por quien las financia (o por el propio autor, en caso de que esté comprometido con alguna causa) y un sentido político, implícito y más trascendente, en torno a temas como la consideración del artista, la función y categorías del arte o el papel del museo como instancia legitimadora. El carácter político de la vanguardia histórica, por ejemplo, no viene dado tanto por su apoyo a múltiples procesos revolucionarios como por su intervención crítica en la tradición icónica occidental y su cuestionamiento de determinados valores e instituciones sociales y culturales, en lo que supuso la alteración de nuestras formas de percepción, representación y comunicación con todo lo que ello conlleva.

El contexto actual no es muy diferente, pero todo en él es más sutil: el contenido político es mayoritariamente explícito (y en consecuencia inocuo, véanse instalaciones antimercado presidiendo galerías comerciales y Banksys en la Fox), mientras que la propaganda tiende a ser implícita (piensen en Koons y Hirst money-is-my-medium glorificando el arte contemporáneo en tanto que institución construida en torno a un mercado especulativo).

3. Habida cuenta de lo anterior, es fácil entender que lo necesario y recomendable no es despolitizar la cultura, sino incidir en su politización, hacer ver que cualquier decisión sobre la gestión de los recursos culturales es inevitablemente política y que invocar una supuesta neutralidad no es sino un pretexto para permitir que el interés individual se imponga sobre el colectivo.

El debate debe articularse, por tanto, en torno al signo de esta función política que, para mí, debe centrarse en hacer posible la construcción colectiva del espacio público (no una idea abstracta de éste, que facilita su regulación, sino la realidad de lo común, en términos materiales e intelectuales); en generar dispositivos que favorezcan el pensamiento crítico; en adaptar las infraestructuras físicas y los marcos legales a los nuevos modos de distribución del conocimiento (contemplando los retos que comportan); y en fracturar el (ficticio) consenso en torno a lo que es legítimo proponer o debatir, en la medida en que limita la visibilidad de los conflictos incluso cuando se plantea desde un pluralismo que no es, bajo ninguna circunstancia, neutro.

A propósito del arte contemporáneo y del significado del "todo vale" que lo rige, Brea afirmaba lo siguiente: "Reconocer que [...] el arte opera como máquina de proliferación de las interpretaciones es algo bien distinto a defender que todas ellas valgan por igual. Cuando menos, puede asignarse un mayor valor a aquella que sirve más a su proliferación -a la multiplicación de las interpretaciones- frente a aquella que se limita a ofrecer una tan solo: mayor valor a aquél arte que todavía hoy se manifiesta como radical crítica de la representación que a aquél que, en cambio, se limita a hacer mero ejercicio de ésta".

Con las políticas culturales ocurre algo similar: igualar todas las posturas es tan sesgado como defender una única postura. Su primer e ineludible compromiso es el autocuestionamiento.

3 comentarios:

  1. Y al revés. "Cultivar" la política, entenderla como un patrimonio de la cultura, es la otra mitad de este asunto. Un saludo.

    ResponderEliminar
  2. Ciertamente, ése es el interesante reverso de esta cuestión. Es un tema con muchas aristas...

    ResponderEliminar
  3. Haces un anàlisis preciso y, en mi opinión, acertado. Solo dos pequeñas observaciones.
    El uso del Cervantes, al igual que el CCCB, és también una herramienta de nacionalismo (quizás no tan moderno" español)
    Entiendo que la politización de la cultura no solamente es requerible sino legítima. Responde a la lectura de la sociedad que ésta se dota para orientar sus designios. (la pregunta está si quien usa esa ligitimidad tiene realmente un proyecto de sociedad)
    Muchas grácias por el artículo.

    ResponderEliminar