David Harvey afirmaba que, cuando se estetiza a los pobres, la misma pobreza se nos sale del campo de nuestra visión social. Y es cierto, la ubicuidad de la miseria en tanto que objeto estético ha conseguido sustituir el sufrimiento por su representación, convirtiendo una realidad dramática en un producto cultural especialmente adecuado para lavar conciencias.
El proyecto Beggar robot, de Saso Sedlacek, invierte este proceso. Se trata de un "robot mendigo", construido para pedir limosna en espacios públicos y fabricado con partes recicladas de ordenadores abandonados en basureros electrónicos de todo el mundo. Su código es totalmente abierto: funciona con Linux y su autor pone a disposición de todos los interesados la documentación necesaria para su construcción.
Beggar robot orbita simbólicamente en torno a la exclusión y la pobreza. Se trata de una obra concebida y producida sin más recursos que una amalgama de materiales de desecho, a modo de residuos del progreso tecnológico; una invitación al do it yourself que, lejos de ser una opción o una moda, constituye el día a día de la mendicidad.
Pero lo realmente curioso es lo que ocurre cuando el robot se instala en la vía pública y comienza a solicitar donaciones para los necesitados. En apenas unos minutos, su presencia da lugar a un auténtico espectáculo que conlleva risas, fotografías y generosas aportaciones. Entonces, cuando parece que asistimos, una vez más, a la estetización banal de la pobreza, ocurre que ésta regresa al campo de nuestra visión social, que volvemos a tener presente la mendicidad a raíz su deliberada omisión. Porque en esta ocasión la representación renuncia a la verosimilitud, esto es, a la identificación, obligándonos a preguntarnos por el destino de las donaciones, por los mendigos "reales", que están ahí, aunque no los veamos, o precisamente porque no los vemos.
La tensión entre una presencia que negamos y una ausencia que asumimos queda en evidencia a partir del minuto 1:30 del vídeo, en el que las donaciones al robot se multiplican mientras un mendigo es completamente ignorado a escasos dos metros de donde todo sucede. La situación se resuelve, no sin sarcasmo, en el momento en que un policía desaloja al hombre antes de fotografiar, entusiasmado, al autómata.
Y es que el aspecto lúdico de la relación de los transeúntes con la máquina no puede ser más mordaz: es la representación, no la realidad, la que disfruta de credibilidad, simpatía y atención. Basta enfatizar la lógica de exclusión que nos gobierna para comprender gran parte de las implicaciones de la obra.
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