lunes, 11 de marzo de 2013

La posmodernidad de Bárcenas

De un tiempo a esta parte, me llama más la atención el aspecto estético que el aspecto ético de la retahíla de escándalos políticos que exportamos bajo la marca España. No es una cuestión menor. Desde que Benjamin hablase de la estetización de la política a propósito del auge del fascismo, no hemos dejado de analizar la pérdida de protagonismo del discurso y la ideología en favor de puestas en escena y repertorios simbólicos cada vez más complejos. "Todo está medido, no hay lugar para la improvisación". Por eso sorprende -en parte- que llevemos semanas sumidos en un vodevil barato: todólogas-pop inexistentespolíticos reconvertidos en marchantes que multiplican panes y peceschicas Bond en la Zarzuela, duques injustamente empobrecidos...

Nuestra democracia está repleta de episodios bochornosos, no vamos a descubrir América, pero creo que ciertas cuestiones que podríamos considerar formales dicen mucho de la deriva que está tomando la situación actual. Al fin y al cabo, el ejercicio "institucional" de la política exige capacidad para salvar las apariencias bajo cualquier circunstancia. Horas después de perder dos millones de votos en unas elecciones, repatriando cadáveres o recortando en sanidad, el espectáculo debe continuar de tal forma que siempre haya lugar para transmitir un mensaje de legitimidad. Si pierdes, vas a trabajar por defender políticas que abandonaste cuando gobernabas; si no has cumplido tus promesas, has cumplido con tu deber... Y así hasta el hastío.

Abuso del símil, pero todo espacio político es un espacio teatral, que como tal requiere tanto de la suspensión de la incredulidad por parte del ciudadano-espectador, como de la supresión del pasado en sentido histórico (ya que todo se reduce a lo reciente o lo inmediato de la escena). Existe un pacto tácito por el cual aceptamos cualquier desliz o ultraje siempre que no exponga o altere el equilibrio ficcional, esto es, siempre que preserve la verosimilitud de la representación. Aquí radica el sustento de la corrupción institucionalizada: es posible amputar un miembro para salvar el cuerpo, admitir un supuesto error para utilizarlo como muestra inequívoca de integridad. En el ámbito de la política, como en el del arte, la autocrítica blinda frente a la crítica exógena. "Los corruptos son expulsados, luego entonces los que estamos dentro estamos limpios", "la justicia funciona", "tolerancia cero", "ovejas negras", falibilidad humana... ¿No es acaso el juego del personaje creado (voluntaria o involuntariamente) por (¿para?) Beatriz Talegón?



"Incluso yo puedo alzar mi voz aquí contra vosotros" (¡ah, la semántica!), ergo el sistema funciona. No digo que invalide los demás, pero ése es sin duda el mensaje último de su discurso.

¿Qué ha ocurrido recientemente? Que nos hemos despertado en cueros y sin atrezzo: el poder ha perdido hasta la necesidad de guardar las apariencias. Ya todo vale. Por eso surge un personaje fascinante, el de Luis Bárcenas, quien ante el frontón de lo inverosímil ("ese señor pasaba por aquí, a mí que me registren"), redobló su apuesta con sendas denuncias por despido improcedente y por maltrato. Qué genialidad, qué capacidad para anular el efecto ilusorio de la disculpa política. Eso sí es dinamitar el escenario. Enfrentar la dialéctica del poder a sus propios términos la desnuda. ¿Y después? La apoteosis de la "indemnización en diferido en forma de simulación", que viene siendo admitir que ya no hay discurso alguno... ni entre bastidores ni de cara al público.



Bárcenas no lo sabe, pero es un auténtico apóstol de la guerrilla de la comunicación. Pocos están en condiciones de aplicar el principio de la sobreidentificación tan eficazmente como él.

Su actitud constata la descomposición de un determinado orden estético, hasta el punto de que ya no nos parece tan ofensivo el hecho de que se nos robe (y cuando conjugo "robar" hablo tanto de recursos materiales como inmateriales) como la falta de disimulo y compostura con que se nos roba. El cómo.

En cuanto a la nueva poética, puede ser entendida a partir de la entrada de la lisérgica escena política española en el universo posmoderno (ya no le viene grande la etiqueta pospolítica). Aunque también cabe pensar en un pintoresco regreso al pasado: si lo de Grillo se explica echando mano de la Comedia del Arte, la gravedad con que nuestros gerifaltes se presentan a sí mismos remite al esperpento valleinclanesco. "Enanos y patizambos que juegan una tragedia". Y tanto. Nos queda el consuelo de pensar que, mal por mal, es preferible la estética de nuestra extravagancia congénita a otra que también parece regresar: la de la pulcritud fascista.