viernes, 30 de septiembre de 2011

Are museums bad at telling us why art matters?




En este debate celebrado en la Saatchi Gallery a finales del pasado mes de junio hay, literalmente, de todo. Pero la primera parte de la intervención de Alain de Botton a propósito de las "explicaciones" más comunes al sentido del arte contemporáneo...

[Museums]... They do a lot of things very well: wonderful restaurants, splendid giftshops, all sorts of things... But at the deepest level museums fail [...] and the reason they fail is that they are so boring, and the reason why they are so boring is that they refuse to tell us what art is for. And it isn't museum's fault, it's the fault of our culture. We have not, as people, as a generational unit been able to come up with convincing explanations of why art matters.
There are three answers out there: the Modernist response [...] is that this is an illegitimate and vulgar question... To ask what something is means that you don't understand it, it means that you are stupid, which is why so often, in museums, the dominant feeling is one of puzzlement; the dominant feeling is that someone, somewhere, understands what a particular work means, but we are somehow puzzled [...] but we are very good because we know what happened to Van Gogh, we know how everybody laughed, so we are not going to make that mistake, so we are going to stay silent if we have doubts, we are going to keep those doubts very very private [...] but in our hearts we are going to think "what on earth was that about? very often".
The other response to art and its meaning is the idea that art is there for art's sake [...] There was a terrific movement in the ninetinth century that continues this day which is to say that art automatically becomes debased if it tries to speak up for some vision of life. [...] very quickly you are in a slippery slope, and in the bottom of that slope there are two people: Hitler and Stalin. So you've got to be very careful that your art is not mistaken for propaganda, and the best way to do that is to say that is just for art's sake. And if somebody comes up to you asking what it means or what you care about or how you think society should be arranged, if you have a political vision, if you care deeply about things... You don't give an answer.


... y los cerca de diez mordaces minutos (comenzando en el 23) de Ben Lewis (el de The Great Contemporary Art Bubble) sobre la diferencia entre valor artístico y valor de mercado, merecen la pena:

"Contemporary art has become part of the marketing strategy [...] and that is why the British Museum exhibited Hirst' skulls two years ago, and that is why they then refused to let me film it for the BBC, because they knew that I was likely to be critical about it. Museums have become not just advertisement PR Agencies for art... It's worse, they have become cultural fascists who tolerate no opposition voices. Heretics such as myself must be excommunicated. [...] Museums are very good indeed telling us that art matters, but they are bad at telling us why art matters [...] Museums, in short, have become too weak in relation to billionaire donors and star artists and in relation to the typhoon-like forces of celebrity and media. But it's not their fault. They need us, the public, to exert more pressure on them to tell us why art really matters.

También vale la pena escuchar a Chris Dercon, Director de la Tate, hablando de una realidad museística que, al menos yo, no tengo el placer de conocer, y rehuyendo el análisis de las críticas que las intervenciones anteriores ponen sobre la mesa. Si a estas alturas de la película el mejor argumento para demostrar que el museo es una plataforma abierta de diálogo es que tiene muchos visitantes (y fans en Facebook), apaga y vámonos.

lunes, 26 de septiembre de 2011

O industria cultural o morir. Ese es el dilema

... Pero además, la industria cultural se desarrolla en paralelo a otras industrias en boga, como la gastronómica, allí donde la alianza entre museos y restaurantes se afianza hasta el punto de parecer un maridaje ancestral. Todo lo que no entre dentro de esta industria en expansión, en el interior de su fuerza centrífuga, corre el riesgo de quedar marginalizado hasta el punto de la extinción. Mientras que esa hoguera de las vanidades que es el Festival Internacional de Cine de San Sebastián continúa su curso, ahora con Catherine Deneuve en la ciudad (cosa que explica el agotamiento de las entradas para Les Demoiselles) llegan noticias sobre el peligro que corre Punto de Vista, Festival Internacional de Cine Documental en Pamplona. O industrial cultural o morir. Ese es el dilema.

La industria cultural (1): los festivales. Peio Aguirre.

martes, 20 de septiembre de 2011

Cultura económica

Desde mediados de los ‘80 se han consolidado discursos que lejos de presentar las prácticas culturales como elementos marginales a los ciclos de producción económica, sitúan la producción cultural en el epicentro de los planes de crecimiento económico de las ciudades y naciones occidentales. De esta manera, de forma creciente, desde la Administración pública se han fomentado planes de promoción de industrias culturales y creativas, la creación de incubadoras y viveros de empresas culturales, la introducción de planes de formación para emprendedores, la creación de rutas de turismo cultural, las capitalidades culturales, etc.
[...]
Lo más llamativo de este proceso es que se promueve la creación de un sector económico que nunca ha demostrado ser viable. No tenemos datos empíricos de que se hayan logrado cumplir las cifras de crecimiento o empleo que se predijeron para este supuesto sector. Lejos de crear empleo, hasta el momento las industrias culturales se han caracterizado por crear formas de autoempleo precario, siempre marcado por la extrema flexibilidad, la autoexplotación y la intermitencia económica. Y es que todos los planes de promoción de las industrias creativas y culturales están basados en estimaciones y expectativas de crecimiento, nunca en hechos reales.
Cultura como derecho vs cultura como recurso, Jaron Rowan


El primer error es pensar que la cultura en sí misma es la fuente de riqueza que nos han prometido, porque para que la cultura sea una fuente de riqueza tiene que haber una escisión: una cosa es lo que las administraciones consideran cultura como un derecho (que es todo lo que se considera experimental o arriesgado), y otra cosa es considerar la cultura como un recurso, aquella que es productiva y que va a generar réditos y rentas. Esa escisión pone en una situación complicada gran parte de las empresas, porque se ven obligadas a ir hacia un tipo de producto que a lo mejor es rentable a corto plazo, pero a medio y largo no aporta nada a la escena cultural. Estas son empresas que se acaban quemando. Por otro lado la experimentación es algo que acontece en márgenes muy protegidos, sin considerar formas de hibridación de las dos partes, esto es ¿cómo sería esa empresa que puede permitirse entender que parte de la riqueza que va a hacer es económica y parte de la riqueza es cultural?. Ésta generaría un modelo híbrido que aporta a la sociedad, pero que al mismo tiempo tiene que generar ventas. El problema es tener que optar por un producto que vas a poder rentabilizar, o por otro que es muy bueno, pero por el que ya tiras la toalla desde el principio. La administración ya te empuja a ello. Por otro lado está el problema intrínseco a la economía de la cultura. La cultura genera rentas externas, esto es, tiene mucha capacidad para crear valor pero muy poca para recuperarlo.
[...]
Los museos han propiciado un tipo de trabajo muy concreto, que es el que se remunera al final de todo: después de hacer mi obra quizá consiga exhibirla y ganar algo por ello. Eso ha ido en detrimento de propiciar la investigación a largo plazo, trabajos más prolongados, formas de relación más continuadas con las instituciones, ... En otras palabras se ha dado visibilidad a lo emergente, lo nuevo, lo que tiene impacto. Eso genera rentas a corto plazo pero pasado el momento de visibilidad se acabó o se pasa a formar parte del patrimonio que es una categoría muy abstracta, un cajón de sastre. Entonces ha habido una falta de entender o apoyar un trabajo con más base de investigación, en vez de buscar la visibilidad de los medios el día de la inauguración en productos que desaparecen al cabo de dos días porque no tienen sostenibilidad.
Entrevista a Jaron Rowan en nexo5.com 

jueves, 8 de septiembre de 2011

El autor

I agree that in academic film studies, the director has been more consistently challenged as a suspect figure – but even among very thorough and intelligent film critics, conversation about a film will frequently yield the question “Oh, who is it by?” Maybe it’s just shorthand, but it seems to me to be rather widely accepted that the director is the authorial figure of a film, and I think 9 times out of 10 that’s just not true.
[...] 
The best example of what I’m talking about may be Quentin Tarantino: from Reservoir Dogs and Pulp Fiction through Kill Bill to Inglourious Basterds and the atrocious Death Proof, I think you can see him changing from someone with ideas and a particular aesthetic into someone who makes ‘Quentin Tarantino’ films: heavy in arbitrary dialogue, pop reference-filled and self-aware talkies with confused timelines and sudden bursts of outrageous violence. And his self-awareness along the way makes his whole project such a confusing mess: is he parodying himself consciously, or for the cash, or has he really convinced himself that this style is a vision, or what?
[...]
Abandoning everything that’s come from auteur theory altogether is an impossible overreaction, but when it comes to critiquing Hollywood cinema, the director should have no privileged place in the discussion. I actually think that the star of the film has a much larger effect on the meaning and experience of a Hollywood film than the director. But of course, that’s really a decision made by the producers…
Again, film production has organized around the concept of the auteur, and as such, especially with smaller budget cinema, the director does partially produce the artistic content. The bigger the budget, the more he just resembles a manager, saying ‘yes’ or ‘no’ to the decisions of various underling artists, whose artistic expression he exploits and styles with his particular brand.
Auteurs still exist, but we treat them as much more common then they are. I’m interested in seeing new directions in popular film criticism, and, as such, would love to see reviews where the director is not even named, the direction not discussed. Because ‘directing’ frequently becomes a nebulous catch all for critics to describe mise-en-scene, cinematography, set design, art design etc etc. On a Hollywood film, there are entire departments of people, dozens of people, behind each of these decisions. The director just calls action. And sometimes not even that; on most major production you have second and even third teams shooting simultaneously in different locations. So I would like to see the director largely removed from the discussion of Hollywood cinema.
[...]
In terms of applying criteria of evaluation, in my piece I basically drew a line between Hollywood and non-Hollywood. It’s obviously not that simple, and the piece originally had about 500 more words on dividing art from entertainment, but I cut it for the sake of length and movement of the piece. The important question is: what are the film’s goals? Does it answer questions or ask them? 
I’m not really that interested in dividing and categorizing things into ‘art’ and ‘not art’. I think that the definition of art (as with the definition of most things) is both fluid and changable, and I think the important point is to locate it in such a way that it has use-value, either as a heuristic or a launching point for bigger ideas. I think theory is too bogged down in questions of definition and accuracy, and I think people who write it should be taking many more risks. Other than that, I share The Supreme Court’s rather laissez faire definition, that it used, of course, for obscenity. “I know it when I see it.”

En esta entrevista, Willie Osterweil profundiza en el problema de seguir anclados en un concepto, el de autoría, que en determinados contextos sólo funciona a efectos de comercialización (imagen de marca). Es interesante leer entre líneas cómo la entronización del autor relega a la invisibilidad gran parte del trabajo (artístico o no) que hace posible una película.

Su reflexión, por cierto, se podría extrapolar a la arquitectura con cierta facilidad (y a una parte importante del arte contemporáneo, dicho sea de paso).

[Vía @pjorge]

domingo, 4 de septiembre de 2011

Ciencia, cultura y mercado

El pasado 24 de agosto, Carlos Martínez Alonso y Javier López Facal publicaron en El País un texto que no tiene desperdicio. Bajo el elocuente título de la investigación, subordinada al mercado, los dos profesores del CSIC sintetizaban con acierto una serie de ideas tan evidentes como frecuentemente olvidadas: que el progreso científico ha estado ligado históricamente a la ambición miope del poder político y a las necesidades militares; que la ciencia ha sido siempre instrumentalizada en beneficio de aquellos que tenían la capacidad de sufragar los costes de su desarrollo; que el cacareado I+D+i es fundamentalmente una receta neoliberal para destinar dinero público a las líneas de investigación susceptibles de generar rentabilidad económica; y, sobre todo, que en ningún sitio está escrito que la ciencia deba ser inmediatamente útil.

[...] de la misma forma que no le faltaba razón a Borges cuando decía aquello de que "la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante", la ciencia tampoco tiene por qué ser inmediatamente útil; a lo que está obligada es a ensanchar de manera honesta e inteligente el campo del conocimiento humano con lo que, además y en no pocas ocasiones, da pie a que se produzcan notables artilugios y admirables innovaciones, como las vacunas, los antibióticos, el láser, el desarrollo de las comunicaciones o Internet. Lo curioso es que se acepta como única política pública un modelo conservador, de entre los varios modelos posibles que nos ofrece el mercado de las ideologías: la formación, el aprendizaje, la equidad, la transparencia, la capacidad crítica o la mejor distribución de los beneficios de la generación del conocimiento se han perdido por el camino, porque los Gobiernos han abrazado acríticamente el credo conservador.

Apenas unos días después, Javier Peláez planteó algo muy similar en una entrada de su blog, la pantomima del modelo sostenible, en la que ponía de manifiesto la hipocresía de la clase política respecto a la innovación tecnológica y la necesidad de los investigadores de lidiar con el infantilismo, el ego y la ignorancia de quienes los alimentan.
En aquel encuentro, uno de de los físicos rusos se le acercó y le preguntó cómo conseguían los científicos americanos los fondos necesarios para poder continuar con sus investigaciones. Price, teniendo en cuenta las múltiples reservas que a buen seguro existían en aquella época al borde de la guerra, le hizo un resumen del largo y tedioso camino burocrático que se debía seguir a la hora de conseguir el dinero indispensable para la ciencia, y en particular para conseguir el presupuesto necesario que requería la construcción de los primeros aceleradores de partículas.

El científico ruso, la historia no ha querido recordar su nombre, movió su cabeza de un lado para otro en señal de negación y le respondió: “Eso no es cierto… no es así cómo lo consiguen. Ustedes obtienen el dinero diciendo que nosotros los rusos tenemos un sincrotrón de 10.000 millones de electrón-voltios y que América necesita uno de 20.000 millones de electrón-voltios”.

Melvin Price sonrió y asintió con la cabeza. Sí, algo de eso hay, ¿así lo consiguen también en Rusia?

El físico ruso miró al americano y contestó: Es la única manera.

Lo paradójico, como señala Peláez, es que algunos políticos tienen las palabras innovación ciencia a flor de labio de manera permanente. Habría que preguntarse qué quieren decir con ellas, porque parece que subsumen conceptos muy diferentes en una idea difusa, casi mística, ligada a esa gran abstracción llamada progreso. Tal vez porque con ellas ocurre lo mismo que con la idea de cultura que, por superabundancia de denotación, y por oscuridad cuasi metafísica de connotación -en palabras de Gustavo Bueno-, ya no quiere decir nada.

Una cosa está clara: promover la ciencia y la cultura -como frase hecha e independientemente de lo que pueda significar- es la máxima expresión de lo políticamente correcto. De ahí que en nombre de ambas -que no en su beneficio- se cometan disparates antológicos con absoluta impunidad; de ahí que se acabe confundiendo aquello que favorece el desarrollo de la investigación científica o cultural con aquello que es beneficioso para las estructuras políticas o económicas que monopolizan tales términos; y de ahí que muchos investigadores, seducidos por la retórica del mercado, reduzcan la importancia de la cultura, la educación y la innovación tecnológica a su rentabilidad económica.

En el fondo se trata de legitimar una doctrina pragmática, que establece la diferencia entre el bien y el mal en función de índices estadísticos... Asumiendo que el bienestar y la felicidad se pueden cuantificar en valores económicos y glorificando una idea muy sesgada de conceptos como crecimiento o desarrollo.

Una cosa es admitir que el sistema tiene unas reglas que escapan a nuestra voluntad y otra, muy diferente, reducir la riqueza a su formulación monetaria, olvidando que nuestro patrimonio va más allá de aquello que produce lucro económico directa o indirectamente. La precariedad no conduce a nada, es obvio, y satisfacer unas condiciones materiales mínimas es un objetivo prioritario. Pero esto no impide que existan bienes tan imprescindibles como no comercializables. Bienes y actividades que se posicionan no en contra, sino al margen de los intereses económicos, con los que no guardan relación directa pero con los que tampoco tienen por qué ser incompatibles.

Todo sería más fácil si reconociésemos que determinadas líneas de investigación son económicamente estériles, y que necesitamos plantear su sustento en términos (económicamente) deficitarios; lo que implica crear mecanismos que aseguren que quienes exploren ciertas opciones intelectuales puedan hacerlo sin la presión de orientar su método y sus intenciones a las demandas del mercado.

Éste es, tal vez, el mayor reto al que se enfrentan las humanidades, que con frecuencia aceptan ser juzgadas en función de baremos que les resultan completamente ajenos (ahí tienen a algunos historiadores del arte, etnólogos y arqueólogos, entregados con fervor al marketing turístico); pero éste es, también, un reto primordial en el ámbito de las ciencias, en el que a menudo se diluyen las fronteras entre las motivaciones primeras de las investigaciones y sus posteriores aplicaciones prácticas, con el consecuente riesgo de restringir aquéllas a los intereses de éstas, cercenando y empobreciendo líneas de trabajo tan fascinantes como necesarias (la publicidad online ya ha engullido muchas de ellas).

Y que conste que no hablo en ningún caso de perseguir utopías. Atrincherarse en la autonomía del conocimiento no conduce a nada, y negar la necesidad de conciliar (sin subordinación) la educación superior y las demandas del mercado laboral, lejos de reducir las desigualdades sociales, las acrecienta. De lo que hablo es de buscar fórmulas para valorar actividades que no inciden directamente en nuestra economía pero que repercuten, de manera evidente, en nuestras vidas; de reconocer lo que aporta la investigación por el mero hecho de ensanchar el campo del conocimiento humano y por abordar problemas cuya solución nadie rentabilizará económicamente. Tal vez así los investigadores podrían dedicarse a lo que realmente saben hacer, en lugar de preocuparse por adornar su trabajo para venderlo, como un producto más, en un mercado ávido de novedades y rarezas.